lunes, abril 25, 2011

Pueblo en marcha VIII. Tierras de Manzanillo. Juan Goytisolo.



 La semana siguiente asistí a la fase final de la campaña de alfabetizadores. Millares de jóvenes venidos de todos los rincones de la isla llegaban a La Habana en trenes y camiones, mezclados con los maestros voluntarios y los brigadistas de Patria o Muerte. Las calles estaban adornadas con infinidad de banderitas y el pueblo vivía en un clima enfebrecido de expectación y de fiesta.

Recuerdo que fui con Carlos Franqui a la terminal de ferrocarriles a presenciar la recepción de una de las expediciones. Las muchachas de Conrado Benítez se amontonaban en los vagones descobijados de un tren cañero después de un viaje agotador desde Santiago.

Durante más de un día habían permanecido al sol y a la intemperie, sin dormir y casi en ayunas y, al apearse de las jaulas para desfilar por la ciudad, aguardaban pacientemente la seña! de partir, con las pesadas mochilas sobre la espalda. Algunas habían cumplido apenas catorce años y sus labios no formulaban ninguna queja.

Por aquellas fechas aproximadamente, visité las Escuelas de Instructores de Arte del barrio de Miramar y los cursillos de alfabetización de los trabajadores del puesto. En los palacios abandonados por la burguesía, millares de jóvenes estudiaban teatro, música y danza. El pueblo irrumpía en el recinto sagrado de las ensoñaciones y nostalgias de la clase en que nací y, en los profundos y marchitos salones, las fotografías de Fidel y Raúl sustituían a los viejos retratos de familia. Los estibadores de Jesús María y Guanabacoa habían aprendido a leer entre tanto y sus hijos frecuentaban las mismas instituciones en que __durante mi infancia__ me enseñaron a agradecer a Dios el privilegio de pertenecer al bando de los elegidos.

A medida que se avecinaba el día de la concentración, el ritmo de vida colectiva se aceleraba. Los niños alfabetizadores del llano y de la Sierra habían invadido bruscamente el hotel Habana Libre y, al igual que Braulio, subían en los ascensores para atalayar desde el altísimo descubridero del bar la hermosa ciudad que les pertenecía. En el Parque Central la multitud se apiñaba a oír los discursos improvisados de los oradores. Mis amigos ñañigos de Regla se habían alfabetizado también y el Iyamba de Otan Efó me enseñó el interior de la capilla decorado con la fotografía de Camilo Cienfuegos y numerosas banderas soviéticas y cubanas.

El veintidós de diciembre, cien mil brigadistas Conrado Benítez, quince mil de Patria o Muerte, ciento treinta mil alfabetizadores populares y maestros voluntarios desfilaban en hileras cerradas con sus compases, faroles y lápices gigantes. El asesinato del niño Manuel Ascunce no había frenado el avance de la campaña sino todo lo contrario. La isla entera se proclamaba Territorio Libre de Analfabetismo y el pueblo bailaba y manifestaba su regocijo en la calle.

El tercer aniversario del triunfo de la Revolución __diez días después__, este mismo pueblo rompía el cordón del servicio de orden frente a la tribuna y como una incontenible marejada se precipitaba sobre los tanques destinados a asegurar su defensa y los cubría de besos. Las armas que tres años atrás los sojuzgaban aún habían pasado a ser sus propias armas. Por primera vez el cubano era protagonista de su historia y esta historia marchaba, al fin, al ritmo de mi impaciencia.

El tiempo restante que permanecí en Cuba trataba de recapitular y digerir cuanto había visto. A mis solas evocaba el Centro de Rehabilitación de los campesinos alzados del Escambray y mi visita a la escuela de Instrucción Revolucionaria Osvaldo Sánchez, las muchachas milicianas que en la noche de Navidad velaban los almacenes y tiendas, y las discusiones de los bares de Regla y Jesús María. Me acordaba __no se me despinta de la memoria__ de la maestra de Manzanillo y de la voz y expresión con que me dijo: “Si todo esto va a caer, si va a empezar la vida de antes, yo prefiero morir y desaparecer primero. Aquella vida no la quiero ni para mí ni para mis hijos... Entonces, ¿por qué tanto miedo?”. Sus palabras me las había apropiado poco a poco y, ahora, cuando escribo “si esto va a caer” __hablo de una hipótesis y sé que no es posible__ el pulso me tiembla.

El fracaso de nuestra Revolución significó un retroceso de cinco lustros no sólo para España sino para los pueblos hermanos de América Latina. El aniquilamiento de Cuba alejaría nuestras esperanzas durante otro tanto tiempo. Me basta con imaginar el destino doloroso de millones y millones de mis compatriotas, privados unos de patria y otros de libertad __y todos de la posibilidad de vivir dignamente__ para llegar a la conclusión de que __si el proceso ha de recomenzar, si los sacrificios han sido inútiles__ esta existencia no merece la pena. Al defender su Revolución, los cubanos nos defienden a nosotros. Si deben morir, muramos también con ellos.

París, mayo 1962

Pueblo en marcha VII. Tierras de Manzanillo. Juan Goytisolo.



Por espacio de dos días había callejeado sin rumbo por Manzanillo y empezaba a acordarme del nombre de los bares y de los discos de órgano oriental de las victrolas y de las infinitas combinaciones de refresco, jugos de fruta y hielo con ron Bacardí. Me agradaba sentarme en un banco del parque y contemplar la falda ceñida de las mujeres y su balanceo sensual mientras caminan protegiéndose de la resolana con marchitas y descoloridas sombrillas. Al atardecer, acodado en la barra de algún café, me entretenía observando los corros de comadres y los juegos misteriosos de los niños en tanto que, a mi lado, un guajiro de la Sierra o un negro vestido de rosa y blanco __como un helado de fresa y limón __hablaban de Kennedy y Fidel, de dialéctica y marxismo-leninismo. Imaginaba que conocía lo mejor de la provincia y no había visto aún Cabo Cruz.

Para llegar al cabo, la carretera bordea la costa del golfo de Guacanabayo y atraviesa Campechuela, Ceiba Hueca, San Ramón, Media Luna, Niquero. Es el mismo camino que tomé días antes en mi visita al Centro Juan Bautista Levié, y Agustín y Araluce __mis compañeros de ahora__ ríen de las desventuras de la Hermana Angelina. En los jardines veo caimitos, mangos y fríjoles saltarines que trepan como enredaderas. De vez en cuando algún guajiro aguarda en cuclillas el paso del autobús. Mientras Agustín atiende el volante del Chevrolet, Araluce me muestra el diminuto aeropuerto de la ciudad y las modernas instalaciones de la Granja San Francisco.

Un piquete de trabajadores desorilla las cercas de madera del INRA y repone los postes fogoneados. Más lejos, el marabuzal medra en los bajíos vecinos al mar. El platanal evoca una procesión de penitentes aspados de Semana Santa: el viento mueve las hojas como brazos de molino y el viajero imagina el estupor del Caballero Don Quijote. Los setos de agave se suceden con sus bohordos floridos y, al acercarnos a Campechuela, Araluce señala el central Francisco Castro Ceruto y explica que, el año anterior, sus operarios triunfaron en la emulación nacional de la zafra.

__El Gobierno los invitó a pasar una semana en Varadero, en casas de los millonarios, y había viejitos que al enterarse daban saltos y hasta se revolcaban por el suelo __dice.

La carretera cruza Campechuela de lado a lado. En el parque, los alfabetizadores cantan sobre las cajas de los camiones que deben transportarlos a Manzanillo y diviso el carrito de un fritero con el aviso: No le fío ni a mi madre. Agustín se desvía para enseñarme el malecón y el bosque de cocoteros cercano a la playa. El lugar produce impresión de gran riqueza. Al alcanzar de nuevo el camino los cañaverales sustituyen a los plátanos y campos de henequén. Las inscripciones y adornos de palma descubren los puntos de concentración de los brigadistas. Por la guardarraya de una finca dos bueyes mancornados tiran de una rastra de madera. El boyero va encima de la rastra y los azuza con sus gritos. Antes de la Reforma Agraria, la mayor parte de la tierra pertenecía a Delio Núñez Mesa y a la tristemente célebre familia de los León.

__Fidel les cortó la melena y los siquitriyó __dice Araluce__. Eran los caciques de la región y lo único que hicieron para el pueblo fue una cárcel.

En Media Luna, agrega, Delio Núñez había ametrallado a los parados que manifestaban contra la tiranía y, cuando su yerno fue capturado en Playa Girón, dijo __como el sobrino de Pepín Rivero y los demás__ que “había venido a defender el principio de la libre empresa”. En la actualidad el INRA construye cooperativas, repartos de viviendas, escuelas de capacitación, granjas avícolas. Tractores soviéticos y checoslovacos roturan los campos para la próxima siembra de algodón y el paro endémico es sólo un recuerdo del pasado, como el analfabetismo, el miedo, el hambre, las persecuciones.

Niquero presenta el aspecto de una población cubana típica, con casas de madera con tejado en pendiente y soportales hechos de horcones de jiquí. Las mujeres caminan haciendo oscilar sus sombrillas por en medio del arroyo y los guajiros las miran desde las arcadas, con sus sombreros de paja y el inevitable tabaco entre los labios. En el balcón de una vivienda un letrero dice: VIVA EL MARXISMO. La ciudad ha sido proclamada Territorio Libre de Analfabetismo y en las encrucijadas hay banderitas y arcos triunfales.

Al entrar en Belic es más de las dos. Agustín estaciona el automóvil junto a la Tienda del Pueblo y la belleza de las muchachas que pasean a la sombra del pórtico le enciende la sangre. Las mulatas y trigueñas del país son célebres en toda la isla. La que sirve en la barra del restaurante tiene los ojos oscuros y la piel mate y __como tropieza más de una vez con mi mirada__ sonríe maliciosamente.

__Aquí hay cada carro que es un merenguito __suspira Agustín.

__Anda, ¿por qué no vas a conquitarla? __bromea Araluce.

__Esas saben lo que quieren... A la cañona no se consigue nada.

El camarero nos trae ensalada de lechuga, tostones y arroz con fríjoles. Araluce es hombre cordial y sencillo y, entre bocado y bocado, me habla de los pescadores del Mégano. Durante un tiempo fue responsable de su cooperativa y conoce íntimamente a Beto y Agustín. Con gran modestia, explica que en el período de su gestión se cometieron varios errores y, por el bien de sus compañeros, prefirió dimitir y ceder el puesto a otro.

__Nadie camina sin haber gateado __dice__. Ahora sigo un cursillo de formación de cuadros y la próxima vez lo haré mejor.

A la salida de la población crece un espléndido bosque de cocoteros. Cuando pasamos, un muchacho sube por un tronco, apoyando la pierna izquierda y el pie derecho en los estribos de una cuerda que lleva sujeta a la cintura. La carretera es de piso terrero y, al avanzar, dejamos una tolvanera amarilla detrás de nosotros.

__Hace semanas que no llueve __dice Agustín__. Ayer cayó un cernidito, pero paró enseguida.

El camino da asomadas al mar y, en Las Coloradas, nos apeamos a ver el Granma, Araluce se adelanta a hablar con los soldados. Junto al arco conmemorativo hay una caseta militar y los centinelas leen sentados a la sombra. La lancha está varada en una explanada, en la costanera de la ciénaga. El dos de diciembre, ochenta y dos hombres __entre los que se contaban los hermanos Castro, Che Guevara, Camilo Cienfuegos y Almeida__ arribaron en ella a Cuba, después de una travesía difícil, cumpliendo cabalmente la sentencia de Fidel: “En el año mil novecientos cincuenta y seis seremos libres o seremos mártires”. El cabo y los centinelas nos preceden por una escalerilla hasta cubierta y, mientras visito el interior de la lancha, mi mirada se detiene en un voto marinero que, en forma apenas distinta, he leído en numerosas embarcaciones de España: “Señor, recuerda que el barco es pequeño y el mar inmenso”.

El soldado que desempeña funciones de guía __un mulato alto, de una cuarentena de años, que perdió un hijo en la “limpieza” del Escambray__ nos conduce por una pasadera de tablones, a través del lodazal, a la orilla en donde los expedicionarios desembarcaron. El Ejército ha iniciado la construcción de zanjas para el avenamiento de la aguaza y, a momentos, el barro reseco se cuartea. El sol cae implacablemente sobre nosotros. El mulato marcha delante de mí con el fusil terciado a la espalda y su camisa se embebe de sudor. Uno no llega a comprender cómo __hostigados por el ejército y la aviación de Batista__ los hombres de Fidel pudieron abrirse camino con el agua hasta la cintura y chapoteando por el fango. Al cabo de un kilómetro el mar sube de nivel y, a nuestro paso, los peces cienagueros se escurren entre cortaderas y raíces buscando la querencia de las charcas. Los mangles son cada vez mayores y sus ramas cuelgan como estalactitas, cerrando completamente el paisaje. La pasadera termina en un pontón, al borde mismo del agua. El mar está en lecho y no se ve mover una hoja. Clavada en el tronco de un árbol una inscripción reza simplemente: AQUÍ NACIÓ LA LIBERTAD DE CUBA.

Un centinela vigila el lugar día y noche. Quien está en este momento de facción escribe una carta tumbado bocabajo y, al concluir la página, relee la carilla mordiéndose la lengua. Cuando nos vamos, el mulato se echa a reír.

__Hace más de un mes que está así __dice__. Salió de permiso y volvió medio enamorao ese perverso.

La carretera corta en línea recta hacia Cabo Cruz. El Chevrolet baja y sube por los badenes. Hasta hace unos meses el camino se interrumpía después de Belic. La zona del cabo permanecía incomunicada con el resto de la isla y, para llegar a ella, había que trasladarse por mar. El Ejército ha trazado una senda transitable en medio del bosque de júcaros y almácigos. Araluce quiere mostrarme un rancho de carboneros y torcemos en dirección a Monte Gordo.

La vegetación es muy espesa y, en cuanto el automóvil se detiene, los mosquitos atacan con saña. Una columna de humo nos orienta entre la maleza. Caminamos por una trocha de mal huello y, al fin, desembocamos en un espacio despejado y liso.

Los carboneros limpian el plan con sus peines y amontonan las madres de leña en conos regulares. Son hombres montaraces y rudos, adaptados a la inclemencia y rigores del campo. Durante toda su existencia han vegetado en el olvido en los rincones más miserables de Cuba y les cuesta trabajo comprender que la Revolución se ha hecho también para ellos. Por primera vez, los alfabetizadores les han arrancado de la nebulosa en que vivían.

Segundo González __maestro voluntario de Monte Gordo y autor de un cuadro de costumbres guajiras que tuve ocasión de ver en Güira de Melena semanas más tarde__ me expuso un día en La Habana las dificultades con que tropezaron. Ahora ha vuelto allí y __sin arredrarse ante ellas__, Segundo, mi amigo, aprovecha los ratos que le dejan libre los niños, para darles, con abnegación ejemplar, los cursos de seguimiento.

Pocos kilómetros después de Monte Gordo, Cabo Cruz aparece de pronto __uno de los parajes más bellos de la isla, sin duda alguna__. La cayería forma un puerto natural navegable y el color del mar es increíblemente limpio. Los dos azules __el de detrás de los cayos y el de la parte de dentro__ son de tonalidades distintas, como si el añil de un pintor se hubiese disuelto menos en uno que en otro. En los últimos tiempos de la colonia, los españoles obraron un faro que se utiliza aún. A la derecha __entre el poblado y el golfo__ se extienden varias lagunas enmaniguadas. La costa sur es rocosa y una compañía de trabajadores se ocupa en la construcción de una carretera.

Agustín estaciona el automóvil frente a la Tienda del Pueblo y los pescadores nos rodean y saludan a Araluce. La Revolución les ha liberado en breve tiempo de su aislamiento secular.

Los habitantes del Cabo tienen escuela, visita médica, almacén de víveres, cooperativa. En el embarcadero contiguo fondea un omicrón matriculado en Santiago. Su patrono es un negro hercúleo, con el pecho cubierto de vello aborregado y vedijoso. Dos hombres vacían cajas de pescado por la escotilla, y el cocinero __un asturiano canoso que fue de los primeros en liarse la manta a la cabeza para luchar contra la dictadura__ nos sirve una taza de café. Los pescadores se acomodan también en la tapa de la regala y, al cabo de unos minutos de palique, compadrean conmigo como si fuéramos amigos de siempre.

Todos hablan de un tal Ramón Reyes a quien __días atrás__ un individuo desconocido pidió informes acerca de la distancia que había hasta Jamaica y el estado del cielo y la duración probable de un eventual viaje. El pescador contestó diligentemente a cada una de las preguntas y empuñando, de improviso, el revólver de miliciano agregó con suavidad: “Pero tú no vas, chico... Tú estás preso”. Identificado, el hombre resultó ser un ex policía de Batista, y Ramón Reyes volvió a sus nasas y redes como si no hubiese ocurrido nada.

Como demuestro interés por conocerlo me acompañan a su casa y me lo presentan triunfalmente. Ramón es un mulato flaco y barbudo, que lleva camiseta y gorro de marino blancos, y ríe con la inocencia de un niño y parece feliz de nuestro encuentro. El bohío en donde vive es de paredes de cuje y, en su interior, columbro un serón lleno de cocos, dos camas con bastidores de alambre y varios racimos de plátanos pintones. La mujer barre la entrada con una escoba de palma. Los hijos corren por el campo vecino y el más pequeño __hermoso como un gitanillo rubio__ suelta la concha de un cobo y se agarra llorando a las faldas de su madre.

__Uy, qué niño tan jeringón __suspira la mujer__. ¿Qué te pasa ahora?

El chiquillo balbucea algo ininteligible y grita más fuerte que antes.

__Hala, arranca __dice la madre__. Vete a amolar a otro lado.

__Antonio le ha botado el juguetico __acusa el mayor.

__Éste es un diablo __explica la mujer__. Ayer se fajó con otro y se desguazó toda la ropa.

__Lo hizo adrede __insiste el chico__. Yo lo vi.

__No es verdad __dice Antonio.

__Cállense los dos __ordena Ramón__. Y tú, como le vuelvas a botar la cosa, te voy a dar una entrada que te vas a acordar de mí.

Como el pequeño sigue con cantaleta, Ramón lo coge en brazos y le cubre la cara de besos. Instantáneamente el niño cesa de llorar.

__Este rubito es un castigo que me ha dado Dios __dice Ramón__. En cuanto me alejo un paso de él, no vivo.

El niño se frota los ojos recostado sobre el pecho de su padre y, cuando Ramón lo deja en tierra, vuelve a jugar con la concha rosada del caracol. Minutos después nos encaminamos todos hacia el pueblo. Al parecer, los brigadistas regresan aquella noche a La Habana y han ido al bar a celebrar la despedida. El sendero bordea la torre del faro y varios bohíos rústicos. A un centenar de metros de allí existe un cementerio sin muros, abandonado desde los tiempos de la colonia. Maleza y hierbajos cunden entre las cruces caídas y, al inclinarme sobre una lápida manchada de cera, descifro la inscripción: “Adelina Figueredo. Diciembre, 1887.”

El sol se cuela en filigrana por el manglar tupido. La uva caleta cubre la orilla de la playa y distingo una barca aconchada en el cieno. A trechos, el mar se abre paso bajo una bóveda de follaje y la luz espejea al fondo como si estuviéramos en una gruta. Los pescadores amarran sus botes y piraguas en los calefones. Las casas están esparcidas por el cocal y, al aproximarnos al centro del poblado, resuena una canción del trío Matamoros.

El bar es un cobertizo de techo de guano, con una barra minúscula, vitrola como las que privan en La Habana y pista de cemento para bailar. No hay mesas ni sillas, y el público se sienta en unos bancos laterales o se encarama en la cerca de madera. Enfrente del local se alza una vivienda peraltada sobre horcones y la dueña va y viene de la casa al bar con bocadillos y refrescos.

Cuando llegamos, el baile no ha empezado todavía. Los alfabetizadores son dos brigadistas de Patria o Muerte, empleados de la fábrica de cigarros Aromas de La Habana, que han permanecido cinco meses separados de los suyos enseñando a leer y escribir a los pescadores de Cabo Cruz. El más robusto se llama Pepe López, y la barba rizada y negra le resbala sobre su camiseta roja y un tanto descolorida. Su compañero lleva gafas oscuras y gasta barba también. La mujer les ha servido una botella de vino de fruta bomba y me dicen que aquél es el primer trago que toman desde que salieron de sus casas.

__Me he olvidado hasta del gusto del Bacardí __añade López.

__Eso tiene arreglo enseguida __dice Ramón__. Vengan a darse un palo con nosotros.

López y su amigo aceptan la convidada y los conocidos de Araluce se incorporan asimismo al grupo: el mulato Manuel Díaz y tres pescadores de cierta edad que vienen de calar las nasas de la langosta. Ramón agujerea los cocos y trocea el hielo. La dueña va de un lado a otro, siempre atareada. Manuel Díaz la llama con un silbido.

__Tú __dice__ ¿Tiene virado el moño?

__¿A mí?

__Parece que lleva a la espalda un chino muerto.

__Avemaría, qué hombre __la dueña sonríe al hablarme__. Ya comienza a tirar chinitas... La tiene cogida conmigo y no me deja.

__Anda __dice Ramón__. Abrenos una botella de Carta Blanca.

Manuel mezcla el agua de coco con el ron y el hielo machucado y distribuye los vasos a la redonda. Al poco aparecen dos jovencitas trigueñas de la brigada Conrado Benítez. Las dos dicen ser de Güira de Melena y López y sus amigos las invitan a bailar. La vitrola desgrana las notas cadenciosas del órgano de Manzanillo. Contagiados por el ejemplo, milicianos, pescadores y guajiros se emparejan con las muchachas de Cabo Cruz. El sol se ha ido tendiendo tras los uveros y una luz amarilla __como polvorienta__ aureola la silueta de los bailadores.

Al atardecer el aire se estanca y alguien enciende un fuego para ahuyentar a los mosquitos.

__En Cabo Cruz ninguna se queda a comer pavo __dice Ramón señalando a las muchachas__. Y tú, ¿no quieres bailar?

Le digo que prefiero ver a los otros, y un viejito me pasa el brazo por el hombro y ríe enseñando las encías.

__Acá y yo no fajamos a beber hasta coger una reverenda pea— anuncia.

__No le haga caso __dice Ramón__. El maldito este toma ron como agua.

__Yo no tengo pariente ni ariente __dice el viejo__. Soy baracutey.

__El mes pasado agarró una que se tangueaba y luego decía que estaba enfermo...

__En lugar de tomar, lo que debieras hacer es cuidarte.

__¿Cuidarme? __dice el viejo__. Para los años no hay ninguna medicina.

Oscurece y se alumbran los primeros quinqués. Los guajiros bailan al son del órgano sin quitarse el sombrero, solemnes y casi religiosos. El viento ha alejado los mosquitos y, en un bohío próximo, una mujer hamaquea a su hijo hasta que duerme y, después, se sienta a mirar junto a la puerta, con las manos cruzadas sobre la falda.

Al terminar la ronda de saoco, la dueña nos sirve otra. De seguida Araluce me arrastra del brazo a la casa de unos amigos. Allí, un viejo descuelga un racimo de plátanos del techo y se empeña en regalármelo. En la choza vecina, otro hombre quiere ofrecerme un platillo de camarones.

__Acéptalo, chico __dice__. Que esto es Cuba.

Como insisten y porfían no me queda otro remedio que obedecer. De vuelta al baile, Ramón y los demás pescadores gastan bromas a Manuel, que a los treinta y cinco años es todavía soltero y tiene una novia en La Habana que no ha visto desde hace meses.

__Tú chequéala... A lo mejor se ha empatado con otro.

__El domingo pasado él fue al cine con una viuda que tiene en Manzanillo.

__Como se entere tu novia te pega los tarros.

__Que se entere... Mientras ella está paseando por allá, pensé, veremos lo que se hace por acá.

__¿Y que hiciste?

__Nada __asegura Manuel__. Ve la película. Luego Pepe López y los brigadistas se acercan a nuestro grupo y, mientras bebemos el tercer saoco, Manuel me refiere la aperreada vida de él y sus compañeros bajo la tiranía batistiana.

__Estábamos esclavizados, trabajando para cuatro explotadores... A mí me latía la conciencia de ver niñitas de doce años que lucían como viejitas de ochenta.

__Fidel ha sido un Dios para los pobres __dice un guajiro.

__¿Dios? __exclama Manuel__. A Dios no le debo nada. Durante treinta años no me ha dado ni un cachito de pan así de grande... Dios somos nosotros. Si tú no trabajas, siéntate en tu casa a ver si Dios te trae para comer.

__Nosotros somos muy peludos para ser Dios __dice el guajiro.

Hay un coro de risas y López y sus amigos intervienen en la conversación.

__Acá __dice Ramón__ al que no es revolucionario se le chequea.

__Lo nuestro es chiquitico pero es puro __dice Manuel__. Lo hicimos a pulmón y no nos lo quita nadie.

__¿Y los americanos? __pregunto.

Conozco ya la respuesta del noventa por cien de la isla, pero quiero oírla aún.

—Los cubanos somos guapos para fajarnos. Como no boten la República al agua y maten a todos los niñitos, acá no vuelven a entrar.

Cuando me doy cuenta es hora de recogerse y Manuel y sus amigos hablan todavía de un pasado de miedo e injusticias y un presente de realidades y esperanza. El órgano oriental vibra en la noche de modo melancólico y las estrellas lucen en el cielo.

Al rayar el día siguiente, mientras iniciaba el regreso a La Habana, comprendí que la región de Manzanillo __y Cuba toda__ había calado hondo dentro de mí. Pensaba en Juan Angel y Manuel, en los compañeros de Ramón y los pescadores del Mégano, en la maestra que no temía a la muerte y en el mayoral ofendido en su condición de hombre. En la Revolución que había puesto en marcha a uno de los pueblos más nobles del mundo, y supe que, en adelante, vivir alejado de él no sería para mí una separación, sino un destierro.

viernes, abril 22, 2011

Pueblo en marcha VI. Tierras de Manzanillo. Juan Goytisolo.

La víspera de la concentración, Manzanillo ofrece un aspecto extraordinario. Los brigadistas de Patria o Muerte y Conrado Benítez, los maestros voluntarios y alfabetizadores populares vienen de los ranchos de la ciénaga y las aldeas serranas con el cabello anormalmente largo, las botas blancas de polvo, la piel curtida por el sol. La mayoría de los hombres gastan barba y se desparraman en bandas alegres por la ciudad, con collares campesinos hechos de semillas y un cabo de tabaco entre los labios. Las muchachas no han perdido su coquetería y lucen camisas bien planchadas y limpias, con la banderita cubana y la fotografía de Fidel. En unos y otras el optimismo es contagioso. Por espacio de muchos meses han vivido alejados de su familia y amigos compartiendo la existencia ruda de guajiros, carboneros y pescadores, levantándose a la orden del sol y acostándose a la del crepúsculo, hostigados por el calor, el jején y el mosquito, para llevar la instrucción a centenares de miles de almas que el colonialismo español primero, y la burguesía y los monopolios americanos después, habían mantenido en el atraso y la ignorancia. Obligados a trabajar en maizales y cafetos, potreros y rancherías, durmiendo en hamacas y catres de viento, sin otra luz que la de los velones y candiles, estos hombres y mujeres no son los mismos que salieron a alfabetizar medio año antes de La Habana, Pinar del Río o Santiago. Si guajiros, carboneros y pescadores han cesado de vegetar, frustrados y ofendidos en su dignidad de hombres, también ellos han adquirido una nobleza nueva en el trato con sus hermanos alienados y desposeídos. La Revolución ha obrado en pocos meses una transformación moral tan importante como la que llama la atención del viajero en el orden de las realizaciones económicas. Los hombres dormidos durante siglos han despertado de pronto a su posibilidad de hombres auténticos y, en la confrontación, los alfabetizadores han purgado, a su vez, gran número de prejuicios antiguos. Un sentimiento nuevo recorre la isla de parte a parte. En Manzanillo transflora y embellece el rostro de hombres y mujeres, viejos y niños. El corazón se calienta y pulsa de alegría al reconocerlo: se llama fraternidad.



Al atardecer, los brigadistas hormiguean por el parque con las mochilas cargadas a la espalda y los sombreros echados atrás. Algunos han entrado apenas en la adolescencia y el bozo no mancha aún sus mejillas infantiles. Deben de haber cumplido escasamente quince años y hablan como si fueran adultos. A mi lado un mulatico se anuda en torno al cuello la bandera de “Territorio Libre de Analfabetismo”. Es inquieto y gracioso y me sonríe mientras se acomoda en el bordillo de la acera.



__¿Cómo te llamas? __le digo.



__Braulio Pérez Hernández.



__¿Cuántos años tienes?



__Trece.



__¿De dónde eres?.



__De Puerto Padre.



__¿Es la primera vez que vas a La Habana?



__No, señor. El año pasado fui con mi escuela al hotel Habana Libre.



__¿Te gustó?



__Arriba de todo hay un bar muy lindo. Mi hermanito y yo estábamos siempre en los ascensores.



__¿Dónde alfabetizabas ahora?



__En Niquero.



__¿A cuántos enseñaste?



__A uno. Bueno, al principio alfabetizaba a dos, pero el viejo se puso enfermo de los ojos y no podía leer.



__¿Vivías con ellos?



__Sí, señor.



__¿Dónde?



__En el bohío. Me acotejaron una cama en la cocina.



__¿En qué trabajan?



__Tienen tres vacas y un huerto... Antoliano me enseñó a ordeñar.



__¿Antoliano?



__El hombre de la casa... Su mujer se llama Nilda.



__¿Lo alfabetizaste bien?



__Sí, señor __Braulio se expresa sin timidez ninguna__. La semana pasada escribió la carta a Fidel y el maestro le regaló un libro.



__¿Hay brigadistas más jóvenes que tú?



__Sí, señor __dice__. Erasmito es aún más chiquito. Mi padre no lo quería dejar y él dijo, Si no voy me cuelgo del caimito y me tienes que enterrar con la abuela.



__¿Quién es Erasmito?



__Mi hermano.



__¿Está aquí?



__No. El fue con mi hermana mayor para Guantánamo.



Los compañeros de Braulio vienen a buscarle y me despido de él.



Desde la mañana los bares no despachan bebidas alcohólicas y, a falta de algo mejor, me voy a tomar un café bajo los pórticos de la plaza. Navarro Luna y Acosta hablan en Campechuela a las nueve y los jóvenes Rebeldes se trasladan en camiones a oírles. En la piquera vecina Manuel se estaciona entre dos taxis. Al verme, me presenta a un hermano que vive en La Habana y está en Manzanillo de paso.



__Ayer me sapeé el día __dice—. Se pinchó la rueda y no pude arreglarla hasta por la noche.



Luego me pregunta qué diablos he hecho durante este tiempo. De modo sucinto, le refiero mis asomadas por el Mégano y la Ciudad Escolar.



__¿Qué te luce la ciudad? ¿Has visto algo así en tu vida?





Le digo que no y sonríe satisfecho.



__Ven __añade__. Voy a enseñarte una cosa.



__¿Qué cosa?



__Al otro lado del parque hay un bar donde nos reunimos unos cuantos a hablar de política. ¿Lo conoces?



__Estuve la primera noche __digo__. ¿Es la peña de Hilario?



__Tú sabes dónde el jején puso el huevo __ríe Manuel__. Hoy vienes conmigo y en pases.



Inopinadamente se encienden los faroles de la plaza. El hermano camina delante de nosotros con las manos en los bolsillos y, a cada trique, se vuelve a mirar a las mujeres.



__¡Vive esto! Esa sí es canela fina...



__Mi Antonio se duerme a las muchachas como agua —dice Manuel.



—A la trigueña le clavé la piedra en seguida, ¿te acuerdas? Por la mañana estaba en la bodega de Ramón.



__Tú no desprecias ninguna.



__No estoy casado como tú __dice Antonio__. Yo no tengo gatico ni perrito.



__¿Y tu novia?



__¿No te dije que rompimos? En La Habana hay cada jeva... Como la morenita de allá delante. ¡Qué cosa más rica, chico!



Cuando llegamos, un corrillo de asiduos discute bajo los pórticos. Hay una mujer de una cuarentena de años, un brigadista de Patria o Muerte, varios jóvenes de las milicias y un negro chato y pasudo, que sus amigos llaman Juan Ángel y habla con el acento de Pinar del Río. Hilario, al parecer, ha ido a Campechuela a oír el discurso de Acosta.



Manuel sonríe a la mujer y, bajando la voz, me explica que es profesora de dibujo. Por la acera pasa una banda de muchachas y Antonio se eclipsa tras ellas.



__En la Sierra daba gusto verlas __dice el de Patria o Muerte__. Algunas no tenían ni quince años y parecían mujeres...



__Mi vecina envió la hija a Bayamita y, cuando vino, no la conocía __dice la maestra__ ¡Uy, cómo ha vuelto mi niña, si me la han cambiado! Ahora come lo que le doy y me obedece... Todas las madres están azoradas.



__Conozco a una señora que no quería que fuese su niña porque creía se la iban a desgraciar, y hay que oírla ahora: “Donde Fidel mande a mi niña, allá va”.



__La Radio Swan contaba que la mitad bajaban enfermas y que las habían matao de hambre __dice un miliciano.



__Estos cuando hablan parece que están borrachos o tienen la cabeza llena de cocaína __dice Juan Angel__. El otro dia uno de Bayamo se quejaba de que no había camarones y yo le dije, ¿Quiere usted comer camarones? Pues vaya a noventa millas al Norte, que ahí hay mucho.



__Algunos gritan porque no comen carne todos los días y, antes, los pobres, ¿acaso la probábamos? __la maestra se expresa con vehemencia__. Yo les digo, si no hay carne, hay fríjoles, si no hay fríjoles, habrá arroz, si falta el arroz habrá malanga... De hambre no moriremos.



__Sí, señor __Juan Angel viste una camiseta blanca abierta por delante, con una tira bordada como una casulla encima de los botones y juega con un medallón que lleva colgado del cuello__. Así se habla en Cuba.



__¿Que la carne rusa es mala? __prosigue la profesora__. Pues los rusos la comen y bien gordos están.



Todos ríen y Manuel aprovecha la pausa para presentarme a Juan Angel y la mujer. Ella tiene el cabello oscuro y los ojos azules y, pese a su rostro flaco y surcado de arrugas, se adivina que ha sido hermosa. Por unos minutos __empiezo a habituarme ya__ la conversación gira en torno de España y de los españoles que había en la isla.



__Pues yo prefiero mil veces los españoles a los americanos __dice Juan Angel__ . El español te explotaba y el yanqui te explotaba y te discriminaba.



Juan Angel abre el medallón del pecho y me muestra una fotografía suya, tomada algunos años antes, en la que aparece con guantes de boxeo, entrenándose en un gimnasio deportivo.



__Usted no se puede imaginar lo que debíamos hacer para vivíir los negros en Cuba... Yo he sido boxeador, limpiabotas, maletero y he tenido que robar, para que no me robaran a mí. Pues bien, compay. Todo esto no es nada al lado de lo que padecí com los americanos.



__En los centrales no pagaban más que ellos para dividirnos y dominarnos mejor —dice uno de las milicias.



__Hasta la Revolución la gente de color no podía entrar en ningún club.



__Ahora la discriminación no existe ya. Pero quedan aún muchos prejuicios.



__Cuando un hombre y una mujer empatan es lo más lindo que hay __dice Juan Angel__ Y ven acá, ¿por qué no se ve ninguna manca en la calle del brazo de un negro?



__Dentro de unos años todo cambiará __responde Manuel__. Lo viejo no se barre de la mañana a la noche.



__Muchos nos admiten juntos y no nos quieren ver revueltos.



__Juan Angel habla para mí__. Al calvo no le importa la navaja. Pero ya que andamos enredados en la sinceridad se lo digo: “Si fuera usted prieto como yo, sentiría usted como lo discriminan”.



__Los jóvenes piensan de otro modo __dice la maestra__. En mi calle, una brigadista y un muchacho de color se celebran desde hace meses.



__A algunas muchachas les gusta el azúcar pero no quien la caña quema __continúa Juan Angel__. El otro dia le dije a una mulatica, Mira chica, todos los corazones son colorados y acá en Cuba el negro se da silvestre…De modo que ya te vas acostumbrando a mirarnos un poco o te vas a quedar toda la vida para tía.



__Donde yo alfabetizaba, los negros y las blancas salían a pasear juntos __dice el de Patria o Muerte.



__La lengua siempre está peleada con los dientes y los dos viven en la boca __concluye Juan Angel.



Durante unos instantes todos callan. Poco a poco el corro se ha ido agrandando en derredor de nosotros. Al fin, un miliciano despliega el periódico que lleva bajo el brazo y lee unas líneas del último discurso de Kennedy.



__¿Qué le parece? —dice al terminar, El hombre habla siempre como si el mundo fuera suyo. A veces me pregunto si la cabeza le rige bien.



__¡Qué le va a regir bien! __dice un brigadista, Kennedy es un ñame.



__No me rebaje el ñame, compay __protesta Juan Angel__. El ñame satisface... Cuando uno tiene hambre le sabe sabroso y lo alimenta... Lo que es un cacho de carne con dos ojos.



__Los imperialistas ladran, pero ya no pueden morder __dice un miliciano—. Desde la última guerra han entrado en un período de decadencia histórica y, el día en que no les sea posible explotar a los demás pueblos, los obreros y los negros se le sublevarán y será el fin del capitalismo.



__Ven acá, mira lo que pasa en Santo Domingo... Si una nación despierta ninguna escuadra la puede parar.



__Sí, señor __dice Juan Angel__. ¿Por qué si no los Estados Unidos que es un país tan grande no se ha comido a Cuba que es tan chiquitica?... Porque saben que todos los pueblos están con nosotros y que, como pongan la mano acá, le da calambrina.



Los presentes aprueban con murmullos y la conversación se ramifica. Falta la presencia de algún Hilario para centrar la discusión con su vitalidad poderosa. A intervalos los oigo hablar de Argelia, Venezuela, Puerto Rico y hasta del Irán occidental (“Los holandeses están temblando”, dice uno). Al cabo se impone la voz de Juan Ángel.



__Si se me acerca un cura le digo, Mira chico, arreglemos esto de abajo primero y luego, si tú quieres remontarme a lo alto, súbeme.



__Los que hablan en nombre de Dios tienen la vida muy regalada __dice Manuel.



__La tierra es la que nos da de comer. Vamos pues a defender esta tierra... No me jale usted hacia el cielo que de allí no ha bajado nadie.



__Hay que luchar por esto y dejarse de prédicas __dice uno de milicias.



__A la que suene un tiro, todo mundo debe agarrar los hierros y fajarse con quien sea.



La maestra mira a su alrededor. Sus hermosos ojos azules centellean.



__¿Dónde hay embajadas para nosotros? __pregunta__. Para asilar a todos los pobres, a todos los cubanos, hubiera que hacer no una, ni dos, ni diez, como hay ahora, sino diez mil, y aún quedaríamos más de la mitad en la calle...



Su rostro se ha ido coloreando a medida que habla. La gente calla y la observa con respeto.



__Sí __dice de nuevo__. ¿Dónde hay embajadas para nosotros?



__En ningún sitio __murmura un miliciano.



__Si los siquitrillados y los esbirros vuelven algún día, ¿creen ustedes que nos van a perdonar?



__Hasta a los niños fusilarían... O ellos o nosotros.



__Si tenemos que desaparecer __prosigue la maestra__, bueno, pues desapareceremos. Si uno piensa, uy, a lo mejor me matan, voy a agacharme, éste no vale para nada... Si en Playa Girón hubiésemos obrado así, a estas horas tendríamos acá a todos los criminales de antes.



__Aquí estamos de visita nada más __dice Juan Angel__ ¿Para qué queremos tanto?



__El compañero tiene razón __la mujer habla apasionadamente y el corazón me aletea al oírla__. Si todo esto va a caer, si va a empezar la vida de antes, yo prefiero morir y desaparecer primero. Aquella vida ya no la quiero ni para mí ni para mis hijos... Entonces, ¿por qué tanto miedo?



La maestra nos contempla con la frente alta. Hay un silencio que dura varios segundos. De pronto, Manuel me agarra del brazo y me arrastra fuera del corro de quienes la escuchan, Cuando esta mujer habla me hace no sé qué ahí dentro.



__¿Es casada?



__Lo era __mi amigo se expresa con voz ronca__. Los esbirros le asesinaron al marido. Vinieron una noche a arrancárselo de la cama y nunca más ha vuelto a saber de él.



Manuel parece abatido y maldice bajo para desahogarse. Rabiosamente, limpia el polvo de sus gafas.



__Luego los americanos dicen que quieren salvarnos del comunismo... ¡La madre que los parió a todos!



Nos acodamos en una barra a tomar café. El público empieza a desperdigarse por la ciudad y la perspectiva del parque clarea. Las faldas variopintas de las mujeres salpican la penumbra de manchas móviles. Antonio vagabundea con las manos en los bolsillos y, al vernos, se acerca a nosotros sin prisa.



__¿Qué tal la caza? __digo.



__En La Habana si uno entra de lleno a las mujeres en seguidita se te caen... Las de acá son más serias...



__¿Hablaste con alguna?



__Algo hicimos, sí señor __Antonio sonríe__. Quedé con una negrita para el baile.



__¿No habías invitado ya a Norma? __dice Manuel.



__Bueno. Ahora iré con las dos.



__Tú nunca sentarás cabeza.



__Lo que no quiero __responde Antonio__ es sentar barriga.



Los bares están llenos de alfabetizadores y los camareros sirven sin cesar refrescos y jugos de fruta. En todo Manzanillo no se vende una gota de alcohol. Por fortuna me acuerdo de una botella de vino búlgaro que puse a refrescar en la nevera del Casablanca. Manuel y Antonio me acompañan a descorcharla a la habitación y pegamos la hebra durante un buen rato. El búlgaro es un clarete flojo __su asperillo evoca el del tinto de la Alpujarra__ y se deja beber fácilmente. Al tercer vaso me siento más comunicativo que antes, con ganas de distraerme y conversar. Sin preocuparnos de la hora, recorremos los cafés de la ciudad brindando y alternando con la gente. Algunos rostros comienzan a resultarme familiares y tengo la impresión de ser parroquiano antiguo. Por fin me despido de los hermanos y me encamino hacia el hotel.



Es más de medianoche y sopla un amago de brisa. A mis oídos llega el eco de un tambor y, cuando un conjuntico de negros irrumpe por la esquina con bongos y flautas, creo que estoy soñando. Los hombres bailan al claror de la luna, ligeros y espectrales. El blanco de sus dientes risueños parece brillar con luz autónoma mientras la oscuridad desperfila el resto. Los cuatro gastan sombrerito zumbón, visten pantalones de franela listados y guayaberas de colores. Sus cuerpos ondulean al son agudo de la flauta y el bongó marca el ritmo, preciso y rápido a la vez, de sus movimientos.





Lo decía Patricio Lumumba,

Ministro del Congo:

Yo no quiero yanqui

En mi territorio

Porque tiene diamante,

zafiro y petróleo.

Y lo del Congo va,

Lo decía el pobrecito Lumumba

Y lo del Congo va.

Lo decía el pobrecito Lumumba

Y lo del Congo va.

Que Mobutu no vale ná,

Caballero.

Que Mobutu no vale ná...





Los negros se alejan contoneándose hacia el corazón de la noche. El albedo de la luna envuelve la escena en una bruma de irrealidad y, conforme sus siluetas se achican, las voces resuenan dulces y melancólicas:





Que Mobutu no vale ná,

Caballero.

Que Mobutu no vale ná...





Antes que la oscuridad los trague del todo, me saludan con reverencias y graciosos ademanes. Luego doblan la esquina.



La calle queda desierta entonces y es como si de verdad lo hubiera soñado.

miércoles, abril 20, 2011

Pueblo en marcha V. Tierras de Manzanillo. Juan Goytisolo.




El día siguiente voy a pescar frente al Mégano y me levanto temprano. Cuando abro la ventana la niebla envuelve a Manzanillo. Por un instante creo que estoy en París o en alguna ciudad triste y húmeda del Norte. El paso de un negro que va silbando La Internacional me devuelve a la realidad y me tranquiliza. El muchacho de las ORÍ aguarda a la entrada del hotel con las manos hundidas en los bolsillos. Hace un fresco ligero que estimula y acaba de despertarme. Durante unos minutos avanzamos sin prisa por las calles vacías. Un pescador camina hacia el puerto con un cestillo de mimbre y un jamo. Los cafés no han abierto aún y los empleados del municipio riegan y escobazan las arcadas del parque.

Debemos embarcar en el bar del INIT y, una vez allí, mi compañero me presenta a los restantes miembros de la expedición: el patrono de la lancha, sus dos hijos, un mulato corpulento de una cincuentena de años llamado Beto García, su hermano Agustín y dos soldados del servicio de vigilancia. En tanto que Agustín y los muchachos van y vienen con los avíos, Beto echa una última ojeada al motor. Las gaviotas revolotean y se ciernen inmóviles en el aire antes de caer sobre la presa en furiosa calada. Un alcatraz se eterniza en un pilote solitario. Los camaroneros siguen las manchas de pececillos. A cada envión, el tarrayador ahorra la red llena y, detrás de él, en la bancada de proa del bote, el remero cía en dirección a los pontones desiertos.

Cuando salimos el reloj marca las siete. El hijo mayor del patrono pone el motor en marcha y Beto marca el rumbo con el timón. Sentado en la tapa de la regala, Agustín ceba los anzuelos: es más delgado y joven que su hermano y tiene el rostro aindiado y ademanes felinos. Los soldados escuchan la radio tumbados en las literas. El patrono ha soltado el curricán por la popa y sostiene el cordel, vigilando la mordida.

A medida que el sol calienta, las nubes escampan y se diluyen. Unas millas después el cielo es intensamente azul. Los cayos perturban la regularidad del horizonte como engañosos espejismos. El viento ha amainado por completo y el aguaje de la quilla abre un surco de espuma en la cara quieta del agua.

De improviso, Miguel —el patrono— tira del curricán y hala a bordo un serrucho de buen tamaño que Agustín remata con el mazo. Beto se incorpora para verlo y, como la embarcación da una guiñada, el hijo mayor de Miguel le sustituye en el timón. La cayería salpica el paisaje de islotes de mangle y aproamos hacia un caico balizado con perchas. Doscientos metros antes, Beto para el motor. Estamos en el veril del bajo y el mar transparenta las rocas del fondo. Hay corales, tortugas, erizos, estrellas. Los hijos del patrono se arrojan al mar con sus equipos de pesca submarina y, como el sol calienta, me zambullo también y permanezco aboyado en la lumbre del agua.

Media hora después trepo por la escala con todo el sabor del mar en los labios. Beto me sirve una taza de café y me tiendo a descansar con la cabeza apoyada en un rollo de cuerda. Los soldados se comunican por radio con la Comandancia de Marina de Manzanillo. Cuando Miguel forcejea con algún ejemplar de peso, Agustín lo atraviesa con la fisga. Al rato, los dos chicos vuelven con varias langostas y tortugas. Los peces muerden continuamente el anzuelo y, al abandonar el placer, colorados, roncos, chernas y rubias se apilan en el suelo de la lancha.

El resto de la mañana fondeamos en otros caladeros y, como pienso en los pescadores miserables de Almería y me admiro de la riqueza del golfo, Beto me explica que las presas son tan grandes que, a menudo, no caben a bordo y las deben llevar arrizadas hasta Manzanillo.

__A veces, cuando cuadra calma, pescamos más de sesenta arrobas __dice.

__¿Qué artes emplean?

__Aquí cuabeamos, tarrayamos, salimos con el chinchorro, el palangre, la nasa, ¡qué sé yo!... En esto todavía hay mucha anarquía. El día en que los astilleros funcionen las cosas irán de otra manera. ¿Ha visto los Omicron?

__Sí.

__Eso es algo serio, chico... Con barcos nuevos sacamos aquí como para abastecer a toda la isla.

Tras una maniobra rápida __tomaba el sol con los ojos cerrados y no me he dado cuenta__ un guardacosta de Santa Cruz del Sur se detiene junto a nosotros. Sus tripulantes son tres muchachos jóvenes que __por efecto del uniforme quizá__ tienen un vago aire común de familia. El cabo ha lanzado un chicote a la lancha y Agustín amadrina las embarcaciones hasta dejarlas apareadas. En la cubierta del guardacostas un perro duerme en un jergón a la sombra del toldo. A su lado hay un rimero de libros y me acerco a echarle una ojeada: Obras escogidas de Martí, Los fundamentos del socialismo en Cuba, Así se templó el acero, un tratado de mecánica, varias libretas escolares manchadas de tinta.

__El bicho este no para de leer __dice el cabo apuntando al soldado más grueso—. Luego nos infla unos globos que ni él mismo los entiende.

__Tú hablas más que un cao __dice el soldado__. Mejor que te calles y así no dirás tonterías.

__No se fíen de andoba que no legisla bien __el cabo guiña un ojo__. Desde que estamos con él nos tiene locos. Esta mañana quería escribir una carta de amor a la Yaquelín Kennedy, ¿no es verdad, Arturo?

__Sí__ dice el otro soldado.

__El hombre tiene comején en la azotea. Se alfabetizó en octubre y ya quiere estudiar para cosmonauta.

Los soldados prosiguen con sus bromas durante un buen rato y el muchacho de las ORI ejercita su puntería sobre una bandada de flamencos. Agustín limpia los pescados antes de guardarlos en la nevera. El sol destiñe el azul del cielo y el agua permanece inalterablemente llana.

Los hijos de Miguel guisan y condimentan el arroz y, al cabo de una hora, nos sentamos en torno a un caldero de congrí y medregal frito.

__Acá se come por la libre __dice Beto después del reparto__. El que quiera repetir no tiene más que servirse.

__Conozco uno que cuando se faja a tragar se empuja él solo una paila de ajiaco__ el cabo guiña el ojo de nuevo—. Con aquello de que está enfermo...

__No arrugues, que no hay quien planche__ dice el soldado grueso con la boca llena.

__Este maldito es capaz de dejarnos a todos en ayunas. Vigílenlo porque es de los de Patria o Muerte.

__La tienen cogida conmigo__ explica el gordo__ todo el dia están así.

__Tú come y no los escuches__ aconseja Beto.

__Son ellos, yo no me meto con nadie.

__Cállate__ ríe el cabo__ que te tengo a tí más miedo en tierra que a una picuda en el mar.

Al terminar, el gordo se va a dormir su ahitera en el jergón y levamos ancla. La proa de la lancha corta el mar como la reja de un arado. La costa del golfo es cenagosa y baja, cubierta de mangle. El Mégano __como su nombre indicase asienta en un banco de arena, casi a flor de agua, en la desembocadura del Cauto. Cuando nos aproximamos a la ribera, un pescador lanza la tarraya entre las varas que balizan el emplazamiento de
los engodos. Antes de hundirse, el arte se abre como un pañuelo agitado para una despedida y, al halar de él, la red emerge poco a poco con los camarones enmallados.

Fondeamos a una cincuentena de metros del médano y los pescadores vienen a recogernos con piraguas y cayucos. Para avanzar, fincan la palanca en el fondo y toman impulso con los dos brazos. Otros nos esperan a la sombra de una cabaña encharcada y en ruina. El aspecto primitivo y salvaje del lugar es realmente insólito. Los bohíos son de cuje, guano y tronco de palma. Algunos tienen el varazón descobijado y parecen abandonados por sus habitantes. Las moscas bullen por millares sobre los boquerones machacados del engodo y, cuando los remeros orillan las piraguas en la arena, caen sobre nosotros igual que una nube.

Por sus ranchos pobres, el manglar tupido y el suelo cenagoso, el Mégano parece un poblado de África. Hasta el triunfo de la Revolución un centenar de pescadores vivía allí en condiciones miserables. Sin médico, sin luz, sin escuelas, los niños desmedraban, devorados por el jején y el mosquito. Para colmo de males, a cada crecida del río, el agua invadía las chozas y arrastraba consigo sus pobres enseres.


__Lo que me daba más desespero __dice Beto__ era que mis doce hijos crecieran ignorantes, sin saber leer ni escribir.

Ahora los pescadores disponen de viviendas modernas y confortables en la Ciudad Pesquera. La Revolución les ha restituido la dignidad de hombres y sus hijos frecuentan las clases. Las últimas familias que vivían en el Mégano se mudaron en otoño. A partir de entonces los hombres sólo van allí a pescar y, al cabo de la semana o la quincena, regresan a descansar a sus casas de Manzanillo.

__Todos los pescadores somos milicianos __dice Beto__. El que no defienda esto no tiene madre.

Mientras me guía por el poblado, Agustín me habla de los brigadistas de Patria o Muerte que vinieron a alfabetizar a sus compañeros.

__Era un sitio muy duro para ellos... Pero aguantaron.

__¿Se han ido?

__Anteanoche los despedimos con una fiesta. Hubo discurso, canto, baile, de todo.

__Los queríamos como hermanos __dice un viejo con una hermosa barba blanca__. Para enseñarme a mí gastaron mucha paciencia.

__Hacían la vida de todos nosotros. Al principio no se podían acostumbrar a los mosquitos, pero luego encendían un fuego al lado de la hamaca y dormían como en la ciudad.

__El rubito se puso perdido con el jején __dice el viejo__. Cuando se fue, tenía el cuerpo hecho una llaga.

Dos hombres tintan redes con algarroba de mangle y otro cobija el techo de su bohío con pencas de guano. En el interior de una choza diviso una paila llena de camarones secos. Más lejos, un muchacho remienda la tralla de su tarraya. Los pescadores apelmazan la masa del engodo en un machucador tras haber mezclado el boquerón con el fango. Las moscas forman una galaxia alrededor de nosotros, pero el sol baja ya y comienza a perder fuerza.

__Durante la tiranía los casquitos venían a quemarnos los bohíos porque decían que ayudábamos a los rebeldes. En aquellos tiempos afrijolaban a un hombre por menos que nada.

__Entraban en tu casa y lo destrozaban todo __refiere Beto__. Encima uno estaba felíz de que no lo sonaran.

__A mí un teniente me soltó una galleta y luego me dio un jalón y me botó por el suelo__dice un muchacho.

__Eran unos desmadrados... Mataban las gallinas por gusto.

__Un día unos marineros se ajumaron y le metieron veintiocho tiros a un puerco.

Agustín y Beto suben conmigo a la lancha y, hasta el anochecer, visitamos la desembocadura del Cauto y el poblado de Esteros. Durante kilómetros, el panorama se reduce a agua y árboles y __de trecho en trecho__ a algún bohío deshabitado, como en ruina. A nuestro paso centenares de aves de color blanco dejan las palizadas y troncos arrastrados por la corriente y vuelan sin prisa a emboscarse en las playas fangosas, tras el verde tupido de los manglares. Un flamenco rasa la superficie del agua batiendo pesadamente las alas. Al borde del río un rancho con un embarcadero de troncos agoniza asfixiado por la manigua.

En la primera revuelta nos cruzamos con una chalana de carboneros. Los hombres visten un simple calzón remangado sobre las rodillas y, al costearnos, saludan agitando sus palancas. Minutos después avistamos un llano entarquinado, orillado de espadañas y juncos. El sol reverbera cegadoramente sobre el fango. Cuando nos ven, las becainas corren por el suelo y se ocultan en un cayo de monte que crece aislado en medio de la sabana.

Beto da media vuelta y retornamos al golfo de Guacanayabo. Los cortadores de mangle han detenido la chalana junto a un pontón y la corriente del río forma hiladas de diferente color que se diluyen en la cara quieta del mar sin fundirse del todo. Encima de nosotros los rabiahorcados trazan majestuosos círculos al acecho de alguna presa. Los carboneros arranchan en albinas y cayos y, a lo largo del trayecto, divisamos varias piraguas.

Un bote de camarones cala los engodos para la pesca del día siguiente.

Esteros está edificado sobre la ciénaga y sus chozas se reflejan en el agua a contraluz igual que una calcomanía. Son bohíos lacustres __verdaderos palafitos__ de vara en tierra, con horcones de jata y techo de guano, miserables y rústicos. Para ir de una casa a otra, sus habitantes han ingeniado una red de improvisados puentecillos sostenidos por pilotes. Cuando desembarcamos el aire crepuscular parece estancado y __por afán de  novedad, creo yo__, el jején se encarniza conmigo.

Los pescadores nos rodean, descalzos, con sus ropas de trabajo y sus sombreros de paja. Nos dicen que los alfabetizadores de Patria o Muerte han regresado por la mañana a Manzanillo y un viejo me enseña sus cuadernos escolares. En el hogar común, el cocinero avienta el fuego con un balay y vigila el arroz del caldero.

__Ahora todos viven en la Ciudad Pesquera __dice Agustín__. Acá estaban aún peor que nosotros.

Oscurece y regresamos al Mégano. Beto debe discutir con sus compañeros los asuntos de la Cooperativa y, entre tanto, Agustín me conduce a un bohío de suelo terrero con una cesta de yarey que cuelga del techo lo mismo que un columpio. Antes de la Revolución servía de cuna para sus hijos. Actualmente la emplea para poner la carnada a buen recaudo e impedir que la devoren los ratones.

__Cuando vivíamos en el Mégano nos acostábamos con las gallinas __dice.

__¿Cuánto tiempo has parado aquí?

__Desde que nací. En Manzanillo nos tenían olvidados. Paquito Rosales quizo ayudarnos, pero los curas y los burgueses no lo dejaban hacer nada.

__¿No había cura en el Mégano?

__¿Acá? __. Agustín ha encendido un quinqué de aceite y por sus ojos atraviesa un relámpago de ironía__. Ahora en más de treinta años que vivo aquí y no he visto uno ni por equivocación.

__¿Dónde estaban?

__Con los niños ricos y tiesos de cogote... Una vez uno sermoneó a los pescadores y hubo un sal-para-fuera que hasta le tiraron de la falda de la sotana y tuvo que venir la policía.

Miguel y sus hijos nos esperaban en la lancha. Beto ha tenido un repique con un pescador de rostro anguloso y, sentado en tertulia con varios amigos, me expone las dificultades y problemas con que se enfrentan.

__Un día voy a darle una tángana al guabina este __dice__. Si él pica un pan, yo pico otro pan.

__No le haga caso. Ya sabe que siempre ha sido sabrosón.

__En la Cooperativa no quiero vagos. Acá estamos para trabajar. Conozco mas de cuarenta que producen mas que él y la Revolución no les ha regalado ninguna casa.

__Eso es verdad. Los que no producen están quitando el pan a los otros.

__Algunos compañeros conservan aún la mentalidad de antes y tenemos que fajarnos duro con ellos __explica Agustín__. Por ejemplo, muchos piden fiar sin nesesidad... No comprenden que todo, la Cooperativa, los barcos, la Ciudad Pesquera, es nuestro. Que la Revolución lo hizo para nosotros.

__Al principio hubo varios que preferían salir con una barquita chiquitica y pasar privaciones con tal de pescar para ellos __dice un chico.

__Como ahora ganan en una semana para vivir el resto del mes, unos cuantos se creen que la Revolución les ha dado casa para estar de vacaciones la mitad del año __dice Beto__. Pues bien, aquí nadie vive a costillas de nadie. Los imperialistas tratan de ahogarnos y debemos producir más. Si todo el mundo hiciera como ellos nos moriríamos enseguida de hambre.

__El capitalismo les ha deformado el cerebro __tercia otro__. Ni ahora tan siquiera entienden lo que es la plusvalía.

__ Con los jovencitos ya es distinto... Ellos tienen la cabecita mas fresca y asimilan mejor. A todos los que pasamos de treinta años lo que deberían hacer es fusilarnos por viejos.

__Yo llamo viejo al que guarda complicidad con el pasado __rie Beto__. Este menda va para cuarenta y nueve y no quiere que lo fusilen.

Al concluir la comida, la conversa prosigue durante un buen rato y los pescadores hablan todavía de la Cooperativa, mientras los hijos de Miguel friegan los platos y los soldados se comunican por radio con la Marina de Manzanillo. Por fin, el cansancio es más fuerte que las palabras y Agustín y Beto van a acostarse a tierra con los demás pescadores. En la lancha quedan Miguel, sus dos hijos, los soldados y el muchacho de las ORÍ. La luna se curva entre las nubes, fina como una hoz. Tumbado sobre la manta la observo largamente antes de dormir. Desde hace poco sopla un ventolín fresco y el balanceo del mar acuna como una nana.

martes, abril 19, 2011

Seguimos igual.

Parece que termina el Sexto Congreso del partido Comunista en Cuba y nuestro problema fundamental va a quedar sin solución: Manzanillo se va a quedar bajo la férula del mandón de turno de Bayamo. Sólo un poco de autonomía para los municipios.



Parece que se repite la historia de la insatisfacción de los independentistas con magras promesas autonomistas. Las marcas que nos han dejado nuestras frustraciones continuarán siendo indelebles.



Justificaron la creación de dos nuevas provincias en La Habana con la necesidad de que estos territorios tuvieran la dirección política más cerca. Nosotros no tenemos derecho a la separación de una capital impuesta en la Nueva División Político Administrativa aunque hayamos sufrido una involución sin nombre, desde la región histórica más importante del país hasta un municipio de poca monta.



Nadie legisla u ordena algo en favor de comunidad alguna si no siente el dolor en carne propia. De La Habana ni de Bayamo ha de llegar la solución a nuestro problema. Lo que queda demostrado.



La razón fundamental para este estado de cosas es la diferencia del manzanillero actual con el anterior.



¿Dónde está el que nunca entregó la ciudad a los más disímiles atacantes? ¿Dónde el que a riesgo de su vida tendió una mano amiga a los rebeldes dispersos y hambrientos en la Sierra Maestra? ¿Y el que a pesar de la distancia a la capital tejió su propia historia cultural a puro golpe?



Tranquilamente observamos como Holguín se convertía en una ciudad industrial aún cuando la separa de sus cuencas acuíferas una cordillera que dificulta el suministro y hace necesario el uso de tres estaciones de bombeo. Tampoco cuenta con mares o rios donde diluir sus desechos. Ambas características poseemos sin utilización en Manzanillo.



El planificador oficial designó a Tunas con similares objetivos, sólo para afianzar la NDPA, aunque adolesciera de similares dificultades que Holguín.



La sicología del manzanillero de hoy dia es fundamentalmente derrotista y conformista. En el 2006 visité el parque Masó y me impresionó negativamente descubrir daños a su estatua. Algunos gamberros la habían apedreado. Pero nadie había hecho algo parecido a infamante “bosque martiano” que bloquea la vista a la bahía, que contempló todo manzanillero, casi religiosamente.



Ya nadie extraña las luces de los buques en nuestras bellas noches porque nos quitaron el puerto, aquel que recibió a finales del siglo XIX y principios del XX un servicio de cabotaje de todo el sur del país, de La Habana a Santiago.



Aquella industria del calzado que supuestamente actualizaba a pequeños talleres que garantizaban un producto de gran calidad comercializado hasta en el Mediterráneo y nombrados despectivamente como chinchales, fue desaparecida del mapa del litoral.



¿Cómo puede un ciudadano saber que tuvo una escuela de Artes inaugurada por Fidel, antecedida por una muy modesta pero no menos importante? El manzanillero de hoy dia ignora la existencia en el pasado reciente de ocho hoteles en el casco histórico del pueblo. No sabe que el transporte en Manzanillo era la clave de su importancia; en los albores de la NDPA llegaron a Bayamo las primeras guagüitas Girón para sus barrios rurales mientras la ruta entra las dos ciudades siempre fue cubierta por ómnibus de buena calidad que salían de Manzanillo cada 45 minutos.



Hay que enseñar la historia de Manzanillo. Hay que superar un complejo de inferioridad muy dañino. Hay que elegir manzanilleros en el gobierno, pero que no sean entreguistas.

lunes, abril 18, 2011

Pueblo en marcha IV. Tierras de Manzanillo. Juan Goytisolo.

Tal y como habíamos convenido por la mañana, un muchacho de las ORÍ pasa a recogerme por el hotel y me lleva en automóvil por la carretera de Las Mercedes hasta la Ciudad Escolar Camilo Cienfuegos.



El valle de Yara parece un jardín y el fervor constructivo de la Revolución se manifiesta allí a ritmo acelerado. Los nuevos bloques de viviendas, las Cooperativas y Tiendas del Pueblo transforman rápidamente el paisaje. Los camiones circulan cargados de material y, a medida que nos acercamos a los contrafuertes de la Sierra, la impresión de un mundo que nace, producto de una sociedad más justa, se impone violentamente al viajero.



El 26 de julio de 1960, un millón de personas celebraban el séptimo aniversario del Movimiento que dio la libertad a Cuba, en un descampado próximo al Central Estrada Palma. Dieciséis meses después, docenas y docenas de chalés obrados por el Ejército Rebelde se alinean a lo largo del camino. Las familias de los soldados que trabajan en la Ciudad Escolar viven en casas modernas y limpias, rodeadas de jardincillos que mujeres y niños cuidan con esmero. Los hombres de Acosta allanan el piso de la carretera insensibles al sol. De tanto en tanto, un guajiro conduce un arria de mulos rabiatados, sentado en una carreta de palmiche. El puente sobre el Yara está a medio fabricar y cruzamos la vaguada por un pontón, siguiendo un desecho fangoso. Al alcanzar el otro tramo los chalés se suceden de nuevo y el muchacho y yo nos paramos a beber un refresco en la cafetería. Poco más lejos __al término de una cuesta algo pronunciada __

llegamos a la Ciudad Escolar.



La Sierra Maestra se recorta claramente en el cielo azul y la perspectiva es de una gran belleza. A la derecha, las aulas y dormitorios de los niños salpican la colina de blanco. A la izquierda, el personal que opera en la Ciudad hormiguea frente al bar y el almacén de víveres. Tras estacionar el automóvil en el parque, el muchacho me escolta hasta el edificio de la administración. Allí, un capitán de las FAR nos desea la bienvenida y me presenta a uno de los instructores del Grupo Escolar Número Uno.



__El compañero le informará sobre la parte que podemos llamar educativa __dice __. Cuando terminen pasen otra vez por aquí.



Los dormitorios de los niños ocupan varias casas de dos plantas escaqueadas en medio del césped. La colina ha sido convertida en parque infantil, con farolillos, columpios y toboganes. El maestro me precede por una vereda enchinada que serpentea entre los arriates y macizos de flores. Algunos árboles no han terminado de acopar aún y llevan ya un cartelito indicando su nombre: caucho, bijagua, guanábana, ocuje, guásima.



__En este grupo viven quinientos niños, varones solamente. El Ejército construye ahora veinte unidades más. Dentro de tres años albergaremos a los veinte mil niños de la Sierra.



Nos acercamos a un aula y percibo el susurro de los chiquillos, igual que un abejeo. Al abrir la puerta, todos se ponen de pie. Una muchacha de veintitantos años se pasea entre los pupitres y sonríe a mi acompañante.



__Acá es la maestra __dice él __. El señor es español.



La muchacha tiende la mano con gracia y me sonríe también.



__Están en la clase de dibujo __los alumnos nos observan en silencio y añade, Pueden ustedes sentarse.



Los niños reproducen el rostro de Lenin calvo, con bigote y perilla. Algunos completan su obra con una nube o sol llameante que parece flotar sobre el cráneo del dirigente soviético como una aureola de santidad.



__Aquí les dejamos que expresen las cosas tal como las sienten __explica la maestra __. A los que no les gusta el dibujo les enseñamos a hacer figuras de barro o componer versos.



La muchacha me muestra los cuadernos escritos, impresos e ilustrados por los niños de la Ciudad Escolar: Pico real, Caña brava, El hombrito, Pozo azul. Abro uno, a la ventura, y leo.



Yo quisiera

Caminar el mundo

Para saber

Cuántos años tardo.



Al concluir la clase los niños salen en tromba hacia el jardín. Los retratos de Lenin cubren los pupitres vacíos. La maestra nos lleva a un aula contigua y me enseña igualmente las esculturas y acuarelas de sus alumnos.



__Cuando llegaron ninguno sabía leer ni escribir __dice mi compañero __. Al principio tuvimos que enseñárselo todo: lavarse, peinarse, hasta comer. Algunos no habían visto nunca la luz eléctrica.



Aprovechando el alto, los chiquillos se agrupan en los dormitorios a jugar al ajedrez o ver la televisión. Otros corren por las veredas con sus camisetas blancas escritas CECC en la espalda. Los mayores cargan a horcajadas a los más chicos e improvisan un imaginario combate, medio torneo medieval, medio corrida de toros.



El maestro llama a un niño rubio, vestido simplemente con un pantaloncito azul.



__Este vino muy sonso y cortado, pero cuando vio que no nos lo íbamos a comer vivo perdió el miedo y ahora está aquí como el Curro en la fiesta __dice __. ¿No es verdad Marino?



__Sí, señor.



__¿Qué quieres estudiar al salir de acá?



__El búlgaro.



__El ruso querrás decir.



__No, no, el búlgaro __insiste el niño.



A su lado un negrito ríe enseñando los dientes. El maestro le pasa la mano por el pelo.



__Nelson es un tremendo punto, el bicho más malo de la Ciudad Escolar. La semana pasada se escapó a pescar al río.



__No sabía que había clase __dice el niño __. Armando me privó.



__No, si la culpa la tuvo el totí... Como vuelvas a hacerlo te mando como un cohete a tu casa.



Poco a poco los niños se aproximan a nosotros. Antes de la Revolución nadie se preocupó jamás por darles educación ni sustento. Como en las zonas pobres del sur de España, corrían desnudos por el campo, con los vientres hinchados, las piernecillas flacas y los hermosos ojos tristes y consumidos, huyendo, tal animalillos salvajes, de la presencia de cualquier intruso. Ahora se agrupan sin temor en torno al extranjero, con sus sonrisas blancas, sus rostros ávidos, sus manos locuaces, diminutas.



__¿Cómo te llamas?



El niño viste pantalón corto y, sin decidirse a contestarme todavía, mira en derredor de él y apoya los pulgares entre la pretina y el cinturón.



__Genovevo.





__¿De dónde eres?



__De Minas.



__¿Cuántos años tienes?



__Onse.



__¿Sabes quién es míster Kennedy?



__Sí, señor.



__¿Qué piensas tú de él?



__Que es un descarado y un sinvergüenza.



Genovevo ríe de sus propias palabras y, cuando le pregunto acerca de la guerra, el rostro se le enfosca y baja la vista.



__Mi hermano era rebelde... Lo mataron.



__¿Y tu padre?



__También era rebelde.



__¿Dónde está?



__En mi casa... Ahora tiene vaca.



__¿Bebías leche antes de venir aquí?



__No, señor.



__¿Qué comías?



__Viandas.



__¿Pan?



__No, señor.



__¿Carne?



__No, carne no.



__Ahora, ¿comes?



__Sí, señor.



__¿Sabes leer y escribir?



__Sí, señor.



__¿Qué quieres hacer cuando seas mayor?



__Ser médico.



El niño desvía la mirada, amedrentado.



__¿En La Habana? ¿O en la Sierra?



__Donde la Revolución me mande.



Una vez por semana los niños van de trajino al campo y los equipos de trabajo se relevan todos los días. El responsable de la faena es un valenciano de cierta edad que no ha perdido el acento de su provincia pese a que lleva

más de treinta años en América. Varios chiquillos descargan abono de un camión. Otros riegan los huertos sembrados de tomates, lechugas, berenjenas y coles. Uno con el pelo negro y aborregado arrastra la pierna al caminar. Como le miro, el maestro dice que le ametralló un avión en la Sierra durante los últimos meses de la tiranía.



__Aquel otro de allá es de la familia de los Argote __añade __. ¿Oyó hablar de ellos?



De vuelta a la Ciudad me refiere las fechorías de Sosa Blanco por Bayamo, Oro de Guisa, Canto Cristo, Pino del Agua. En Levisa asesinó diecinueve hombres y en Mayarí incendió los bohíos de los campesinos. Luego, para dar un escarmiento ejemplar, exterminó a una familia entera: siete primos, un tío y dos hermanos del niño que plantaba simiente de col ahuecando la tierra con las manos.



__Los hizo poner en fila y los balaceó. Argelio se libró porque había ido a coger hierba al monte.



En la Administración han hablado con Manzanillo y me presentan al capitán Peña —un revolucionario de la primera hora, para quien la lucha no termina nunca—. Antes de iniciar el recorrido, Peña me invita a tomar un café. Aprovechando un breve descanso, los soldados del Ejército Rebelde conversan en grupos junto a la barra y el color variopinto del local me recuerda el de las poblaciones de buscadores de oro de las películas del lejano Oeste. Hay mulatos de rostro tallado como en piedra, negros con sombrero de paja, machete al cinto y un tabaco en los labios, jóvenes de cabellera larguísima y vistosos medallones de cobre, campesinos de ojos vivaces y

espesa barba rubia. Mientras el capitán atiende a las consultas de sus hombres, un guajiro que parece arrancado de las estampas mambisas que coleccionaba en mi niñez, afila su mocha y ríe cuando le fotografiamos.



__A ver si se le rompe la máquina __dice —. Los de la Sierra somos muy feos.



El guajiro viste un pantalón de amplias perneras y una camisa verde del Ejército. Bajo el ala del sombrero de guano, sus ojos azules brillan con malicia.



__¿Cómo va por acá? __le dice Peña.



__Por acá siempre bien... Ahora vengo de chapear.



__¿Y la moral?



__Más alta que el Turquino, capitán. Ya sabe usted que yo estoy con Fidel hasta afuera.



Peña me abre paso entre los barbudos y subimos a su jeep. Durante media hora visitamos los talleres de carpintería y el dormitorio de los soldados. Después me lleva a las Unidades en construcción por un camino terrero que corta a través de las lomas. Los voluntarios del Ejército Rebelde fabrican los cimientos de un nuevo Grupo Escolar. La mayoría trabajan a torso desnudo y se protegen del sol con gorros y sombreros de paja. Una zanja rectangular indica el emplazamiento futuro de la piscina. El sargento responsable viene a departir con nosotros y nos ofrece su cajetilla de cigarros.



__¿De chequeo?



__Sí __dice Peña __. De chequeo.



__Ahora vamos a meterle caña al Grupo Segundo. Es el más atrasado.



__¿Cuándo debe funcionar? __digo.



__De aquí a tres meses. Pero no se preocupe usted. Si nos fajamos a hacer algo, siempre cumplimos.



__¿Cuántas horas trabajan?



__Las que podemos __el sargento se enjuga el sudor con el dorso de la mano __. El que está aquí no persigue ningún interés. Si se cansa puede irse cuando quiera.



__Son hombres hechos al sacrificio __tercia Peña __. Más de la mitad están casados y, hasta que no se les construye una casa, deben vivir meses y meses separados de la familia.



__Más penamos con Batista y entonces por nada __dice el sargento __. Esto es para nuestros hijos y nietos.



El jeep sube y baja por las lomas. Corremos por terreno claro en dirección al monte. La vegetación es rala, como si el marabú hubiese asfixiado los arbustos achaparrados y endebles, las palmas desmedradas y amarillas. Los hombres de Acosta limpian el campo enmaniguado para convertirlo más tarde en zona de cultivo. Mientras tumban la maleza a golpe de machete, con un gancho sujetan las ramas espinosas y bejucos a fin de trabajar con mayor desahogo. Otros foguerean los residuos vegetales y el humo se extiende por la sabana espeso y blanco, como una cortina de bruma.



Cuando volvemos, el sol empieza a descender y un aura tiñosa se pone en cruz sobre la rama de un algarrobo. A lo lejos se divisan los cerros bermejos, cubiertos de palmas reales. Un campesino barbudo se pierde por una trocha montado en un alazán. Los chapeadores desmaniguan un cayo de monte y, al pasar junto a ellos, Peña les saluda con la bocina.



Acosta nos aguarda en la Comandancia. Es un hombre moreno y robusto, de acogedora cordialidad. Mientras tomamos el café, me expone el plan de autoabastecimiento de la ciudad y el desarrollo previsto para los próximos años. El núcleo urbano poseerá industria, granjas agrícolas y porcinas, ganado propio. Antes de la Revolución la tierra era baldía y pertenecía a un solo dueño. Actualmente da trabajo a miles de hombres y, en corto plazo, habitarán en ella todos los niños de la Sierra.



__Que venga ahora el propietario y reclame: Esto es mío __dice __. Del susto que recibe, no puede contarlo.



Al terminar nos acompaña a recorrer las cochiqueras. Los soldados han ido a cordelear palmiche al monte y vuelcan las calderas de salcocho en las canoas. Los cerdos hozan a orillas de la aguada y un verraco cubre a su pareja en medio de la indiferencia general. Los puercos se ceban en chiqueros limpios y bien cuidados. Las parideras están en el cobertizo vecino. Cuando pasamos, una marrana se halla en trance de alumbrar y los recién nacidos buscan ya la querencia de sus ubres calientes e hinchadas.



Tras una asomada al matadero y cámaras frigoríficas, el comandante se despide de nosotros y Peña me conduce en yipi hacía Las Mercedes. El sol está a punto de quitarse y el cielo parece más azul que nunca. Los camiones transportan el personal desde los centros de trabajo y los hombres se apiñan en las cajas con sus sombreros rústicos, sus uniformes verde olivo, sus cintos y sus machetes. Un montuno con el perfil de un Cristo cabalga en una silla tejana hacia los potreros y rancherías. Al poco, alcanzamos los estribos de la Sierra Maestra y la belleza del lugar me sobrecoge. Las colinas ondulan y se altean desde el llano hasta las escurrideras agrestes de la montaña. Sobre las lomas rojizas, las palmas reales se elevan como explosiones de fuego de artificio, solidificadas e inmóviles. El jeep repecha una cuesta muy pina y, en el abra, el sendero se desboca. Las Mercedes se acurruca en la vaguada con sus bohíos de guano, su reparto nuevo y el bar en donde se avistan los guajiros para discutir y beber ron. Liberado por el comandante Che Guevara meses antes de la caída del dictador, en sus alrededores se libró una de las batallas más importantes de la guerra. A la vuelta del camino una oxidada tanqueta del Ejército de Batista recuerda al forastero el heroísmo de quienes lucharon y murieron por la libertad de su patria.



Desgraciadamente oscurece y es preciso regresar a Manzanillo. El muchacho de las ORÍ nos aguarda en el parque de automóviles y me despido del capitán. Las sombras se espesan rápidamente sobre el valle. Las luces de la Ciudad Escolar dibujan una constelación de estrellas y, delante de nosotros, los faros barren el camino como dos conos de luz blanca.



Cuando llegamos, los primeros alfabetizadores de la Sierra recorren Manzanillo con sus uniformes y la ciudad vive un clima festivo, de excitación y alegría. En la plaza un altavoz anuncia a grito herido el programa de actos de la semana. Todo el mundo tararea el himno de las Brigadas Conrado Benítez. Bajo los portales circula un río de gente y en los cafés no cabe una aguja. Durante largo rato voy de un bar a otro bebiendo saoco y poniendo discos de órgano oriental en las victrolas. Al cabo, tropiezo con los guajiros que conocí la víspera y les ofrezco una ronda de Carta Blanca. Ellos se empeñan en invitarme a su vez y me llevan a un local con techo de guano situado al borde del puesto. Junto a la barra dos hombres con un clave y un tres improvisan décimas de punto criollo. Los guajiros me presentan a varios compañeros y contesto a las preguntas de siempre. Les explico que soy barcelonés, que ando por la isla desde hace tres semanas, que el pueblo de España tiene los ojos puestos en Cuba y su Revolución. Los amigos me escuchan en silencio y, luego de pasar el platillo con los níqueles, el trovador arranca a cantar con voz ronca:



La República Española

ya sé que un día cayó,

pero la recuerdo yo

como un astro que aureola...



De pronto, un hombre se aproxima cojeando a la barra. Es alto y fornido, y el blanco del pantalón y la camisa resaltan el color atezado y mate de su rostro. Gasta sombrero de ala ancha tirado hacia atrás y, cuando topa con mi mirada, se detiene y me observa también.



__¿Se acuerda usted de mí?



Es Marcelino, el mayoral de la carretera de Bayamo.



__Cómo no __su mano es callosa, dura—. Usted es el español que iba en el taxi.



__¿Quiere tomar usted alguna cosa?



__Gracias __dice __. Rolando, el chófer, ¿sigue por acá?



__No creo. Me parece que ayer mismo regresó a Santiago.



__Tenía un mandado para él y con el embullo de verle me olvidé de decírselo.



Marcelino se acoda en la barra y, mientras el trovador recita, permanece callado y taciturno, ajeno y como hostil a la alegría que nos rodea. Le veo beber un vaso y otro y otro, y en su cara se pinta una expresión sombría,

una tristeza profunda y desamparada.



__Perdone la curiosidad __dice de improviso__, ¿Es usted médico?



__No.



__Bueno, en Europa, ¿conoce usted alguno?



Le digo que sí, que conozco, y, al tragar saliva, la nuez le sube y baja repetidas veces como el pistón de un motor.



__Estoy muy mal, ¿sabe usted?... En la guerra me agujerearon el cuerpo a balazos.. Yo quiero trabajar con el ganado porque es lo mío, pero no puedo. Me canso mucho, ¿comprende? Estoy agujereado aquí y en la pierna, y en el otro brazo, por todas partes...



Marcelino se desabotona la camisa y me muestra dos cicatrices blancas bajo el vello abundante del pecho.



__Me han ofrecido un sitio chévere en una oficina pero yo no quiero. El ganado es lo mío, ¿comprende? Antes monteaba veinte horas sin cansarme…Si me curara sería el hombre más feliz del mundo.



__¿Quién le cuida?



__Un doctor muy bueno que hay en Bayamo. Pero no me encuentro bien. Además, con mujeres…Estoy agujereado, ¿comprende?



Marcelino me mira de hito en hito y el dolor agazapado dentro se remansa lentamente en sus pupilas.



__Soy hombre como antes y, si vuelve a haber tiros, me fajo con quien sea... Pero, con mujeres... Me balacearon aquí y aquí… por todas partes...



Marcelino parece absolutamente desesperado y, por un momento, creo que va a gritar. La maldición más cruel del mundo le separa de los otros y sus ojos brillan de modo intenso y semejan aguarse.



__He probado todas las cosas... Cuando pienso en mi mujer me dan gana de llorar, ¿comprende?



Le digo que sí, que comprendo y, como los demás compañeros me arrastran casi a la fuerza al bar Eureka, le pido que me espere unos minutos, Marcelino vacía su vaso y mira obsesionado un punto fijo, delante de él.



__Me canso en seguida, ¿comprende?



Cuando logro darles el quiebro y vuelvo al bar, ha desaparecido. Inútilmente lo busco por todos los establecimientos de la ciudad. Al fin regreso al hotel y me acuesto sin desvestirme. Pienso que, a los tres años de su caída, la tiranía ofende aún el corazón del hombre y la sangre del hombre y la dignidad del hombre. Por primera vez desde mi llegada a la isla he perdido el sueño y, para descansar, me veo obligado a recurrir a los somníferos.