miércoles, abril 20, 2011

Pueblo en marcha V. Tierras de Manzanillo. Juan Goytisolo.




El día siguiente voy a pescar frente al Mégano y me levanto temprano. Cuando abro la ventana la niebla envuelve a Manzanillo. Por un instante creo que estoy en París o en alguna ciudad triste y húmeda del Norte. El paso de un negro que va silbando La Internacional me devuelve a la realidad y me tranquiliza. El muchacho de las ORÍ aguarda a la entrada del hotel con las manos hundidas en los bolsillos. Hace un fresco ligero que estimula y acaba de despertarme. Durante unos minutos avanzamos sin prisa por las calles vacías. Un pescador camina hacia el puerto con un cestillo de mimbre y un jamo. Los cafés no han abierto aún y los empleados del municipio riegan y escobazan las arcadas del parque.

Debemos embarcar en el bar del INIT y, una vez allí, mi compañero me presenta a los restantes miembros de la expedición: el patrono de la lancha, sus dos hijos, un mulato corpulento de una cincuentena de años llamado Beto García, su hermano Agustín y dos soldados del servicio de vigilancia. En tanto que Agustín y los muchachos van y vienen con los avíos, Beto echa una última ojeada al motor. Las gaviotas revolotean y se ciernen inmóviles en el aire antes de caer sobre la presa en furiosa calada. Un alcatraz se eterniza en un pilote solitario. Los camaroneros siguen las manchas de pececillos. A cada envión, el tarrayador ahorra la red llena y, detrás de él, en la bancada de proa del bote, el remero cía en dirección a los pontones desiertos.

Cuando salimos el reloj marca las siete. El hijo mayor del patrono pone el motor en marcha y Beto marca el rumbo con el timón. Sentado en la tapa de la regala, Agustín ceba los anzuelos: es más delgado y joven que su hermano y tiene el rostro aindiado y ademanes felinos. Los soldados escuchan la radio tumbados en las literas. El patrono ha soltado el curricán por la popa y sostiene el cordel, vigilando la mordida.

A medida que el sol calienta, las nubes escampan y se diluyen. Unas millas después el cielo es intensamente azul. Los cayos perturban la regularidad del horizonte como engañosos espejismos. El viento ha amainado por completo y el aguaje de la quilla abre un surco de espuma en la cara quieta del agua.

De improviso, Miguel —el patrono— tira del curricán y hala a bordo un serrucho de buen tamaño que Agustín remata con el mazo. Beto se incorpora para verlo y, como la embarcación da una guiñada, el hijo mayor de Miguel le sustituye en el timón. La cayería salpica el paisaje de islotes de mangle y aproamos hacia un caico balizado con perchas. Doscientos metros antes, Beto para el motor. Estamos en el veril del bajo y el mar transparenta las rocas del fondo. Hay corales, tortugas, erizos, estrellas. Los hijos del patrono se arrojan al mar con sus equipos de pesca submarina y, como el sol calienta, me zambullo también y permanezco aboyado en la lumbre del agua.

Media hora después trepo por la escala con todo el sabor del mar en los labios. Beto me sirve una taza de café y me tiendo a descansar con la cabeza apoyada en un rollo de cuerda. Los soldados se comunican por radio con la Comandancia de Marina de Manzanillo. Cuando Miguel forcejea con algún ejemplar de peso, Agustín lo atraviesa con la fisga. Al rato, los dos chicos vuelven con varias langostas y tortugas. Los peces muerden continuamente el anzuelo y, al abandonar el placer, colorados, roncos, chernas y rubias se apilan en el suelo de la lancha.

El resto de la mañana fondeamos en otros caladeros y, como pienso en los pescadores miserables de Almería y me admiro de la riqueza del golfo, Beto me explica que las presas son tan grandes que, a menudo, no caben a bordo y las deben llevar arrizadas hasta Manzanillo.

__A veces, cuando cuadra calma, pescamos más de sesenta arrobas __dice.

__¿Qué artes emplean?

__Aquí cuabeamos, tarrayamos, salimos con el chinchorro, el palangre, la nasa, ¡qué sé yo!... En esto todavía hay mucha anarquía. El día en que los astilleros funcionen las cosas irán de otra manera. ¿Ha visto los Omicron?

__Sí.

__Eso es algo serio, chico... Con barcos nuevos sacamos aquí como para abastecer a toda la isla.

Tras una maniobra rápida __tomaba el sol con los ojos cerrados y no me he dado cuenta__ un guardacosta de Santa Cruz del Sur se detiene junto a nosotros. Sus tripulantes son tres muchachos jóvenes que __por efecto del uniforme quizá__ tienen un vago aire común de familia. El cabo ha lanzado un chicote a la lancha y Agustín amadrina las embarcaciones hasta dejarlas apareadas. En la cubierta del guardacostas un perro duerme en un jergón a la sombra del toldo. A su lado hay un rimero de libros y me acerco a echarle una ojeada: Obras escogidas de Martí, Los fundamentos del socialismo en Cuba, Así se templó el acero, un tratado de mecánica, varias libretas escolares manchadas de tinta.

__El bicho este no para de leer __dice el cabo apuntando al soldado más grueso—. Luego nos infla unos globos que ni él mismo los entiende.

__Tú hablas más que un cao __dice el soldado__. Mejor que te calles y así no dirás tonterías.

__No se fíen de andoba que no legisla bien __el cabo guiña un ojo__. Desde que estamos con él nos tiene locos. Esta mañana quería escribir una carta de amor a la Yaquelín Kennedy, ¿no es verdad, Arturo?

__Sí__ dice el otro soldado.

__El hombre tiene comején en la azotea. Se alfabetizó en octubre y ya quiere estudiar para cosmonauta.

Los soldados prosiguen con sus bromas durante un buen rato y el muchacho de las ORI ejercita su puntería sobre una bandada de flamencos. Agustín limpia los pescados antes de guardarlos en la nevera. El sol destiñe el azul del cielo y el agua permanece inalterablemente llana.

Los hijos de Miguel guisan y condimentan el arroz y, al cabo de una hora, nos sentamos en torno a un caldero de congrí y medregal frito.

__Acá se come por la libre __dice Beto después del reparto__. El que quiera repetir no tiene más que servirse.

__Conozco uno que cuando se faja a tragar se empuja él solo una paila de ajiaco__ el cabo guiña el ojo de nuevo—. Con aquello de que está enfermo...

__No arrugues, que no hay quien planche__ dice el soldado grueso con la boca llena.

__Este maldito es capaz de dejarnos a todos en ayunas. Vigílenlo porque es de los de Patria o Muerte.

__La tienen cogida conmigo__ explica el gordo__ todo el dia están así.

__Tú come y no los escuches__ aconseja Beto.

__Son ellos, yo no me meto con nadie.

__Cállate__ ríe el cabo__ que te tengo a tí más miedo en tierra que a una picuda en el mar.

Al terminar, el gordo se va a dormir su ahitera en el jergón y levamos ancla. La proa de la lancha corta el mar como la reja de un arado. La costa del golfo es cenagosa y baja, cubierta de mangle. El Mégano __como su nombre indicase asienta en un banco de arena, casi a flor de agua, en la desembocadura del Cauto. Cuando nos aproximamos a la ribera, un pescador lanza la tarraya entre las varas que balizan el emplazamiento de
los engodos. Antes de hundirse, el arte se abre como un pañuelo agitado para una despedida y, al halar de él, la red emerge poco a poco con los camarones enmallados.

Fondeamos a una cincuentena de metros del médano y los pescadores vienen a recogernos con piraguas y cayucos. Para avanzar, fincan la palanca en el fondo y toman impulso con los dos brazos. Otros nos esperan a la sombra de una cabaña encharcada y en ruina. El aspecto primitivo y salvaje del lugar es realmente insólito. Los bohíos son de cuje, guano y tronco de palma. Algunos tienen el varazón descobijado y parecen abandonados por sus habitantes. Las moscas bullen por millares sobre los boquerones machacados del engodo y, cuando los remeros orillan las piraguas en la arena, caen sobre nosotros igual que una nube.

Por sus ranchos pobres, el manglar tupido y el suelo cenagoso, el Mégano parece un poblado de África. Hasta el triunfo de la Revolución un centenar de pescadores vivía allí en condiciones miserables. Sin médico, sin luz, sin escuelas, los niños desmedraban, devorados por el jején y el mosquito. Para colmo de males, a cada crecida del río, el agua invadía las chozas y arrastraba consigo sus pobres enseres.


__Lo que me daba más desespero __dice Beto__ era que mis doce hijos crecieran ignorantes, sin saber leer ni escribir.

Ahora los pescadores disponen de viviendas modernas y confortables en la Ciudad Pesquera. La Revolución les ha restituido la dignidad de hombres y sus hijos frecuentan las clases. Las últimas familias que vivían en el Mégano se mudaron en otoño. A partir de entonces los hombres sólo van allí a pescar y, al cabo de la semana o la quincena, regresan a descansar a sus casas de Manzanillo.

__Todos los pescadores somos milicianos __dice Beto__. El que no defienda esto no tiene madre.

Mientras me guía por el poblado, Agustín me habla de los brigadistas de Patria o Muerte que vinieron a alfabetizar a sus compañeros.

__Era un sitio muy duro para ellos... Pero aguantaron.

__¿Se han ido?

__Anteanoche los despedimos con una fiesta. Hubo discurso, canto, baile, de todo.

__Los queríamos como hermanos __dice un viejo con una hermosa barba blanca__. Para enseñarme a mí gastaron mucha paciencia.

__Hacían la vida de todos nosotros. Al principio no se podían acostumbrar a los mosquitos, pero luego encendían un fuego al lado de la hamaca y dormían como en la ciudad.

__El rubito se puso perdido con el jején __dice el viejo__. Cuando se fue, tenía el cuerpo hecho una llaga.

Dos hombres tintan redes con algarroba de mangle y otro cobija el techo de su bohío con pencas de guano. En el interior de una choza diviso una paila llena de camarones secos. Más lejos, un muchacho remienda la tralla de su tarraya. Los pescadores apelmazan la masa del engodo en un machucador tras haber mezclado el boquerón con el fango. Las moscas forman una galaxia alrededor de nosotros, pero el sol baja ya y comienza a perder fuerza.

__Durante la tiranía los casquitos venían a quemarnos los bohíos porque decían que ayudábamos a los rebeldes. En aquellos tiempos afrijolaban a un hombre por menos que nada.

__Entraban en tu casa y lo destrozaban todo __refiere Beto__. Encima uno estaba felíz de que no lo sonaran.

__A mí un teniente me soltó una galleta y luego me dio un jalón y me botó por el suelo__dice un muchacho.

__Eran unos desmadrados... Mataban las gallinas por gusto.

__Un día unos marineros se ajumaron y le metieron veintiocho tiros a un puerco.

Agustín y Beto suben conmigo a la lancha y, hasta el anochecer, visitamos la desembocadura del Cauto y el poblado de Esteros. Durante kilómetros, el panorama se reduce a agua y árboles y __de trecho en trecho__ a algún bohío deshabitado, como en ruina. A nuestro paso centenares de aves de color blanco dejan las palizadas y troncos arrastrados por la corriente y vuelan sin prisa a emboscarse en las playas fangosas, tras el verde tupido de los manglares. Un flamenco rasa la superficie del agua batiendo pesadamente las alas. Al borde del río un rancho con un embarcadero de troncos agoniza asfixiado por la manigua.

En la primera revuelta nos cruzamos con una chalana de carboneros. Los hombres visten un simple calzón remangado sobre las rodillas y, al costearnos, saludan agitando sus palancas. Minutos después avistamos un llano entarquinado, orillado de espadañas y juncos. El sol reverbera cegadoramente sobre el fango. Cuando nos ven, las becainas corren por el suelo y se ocultan en un cayo de monte que crece aislado en medio de la sabana.

Beto da media vuelta y retornamos al golfo de Guacanayabo. Los cortadores de mangle han detenido la chalana junto a un pontón y la corriente del río forma hiladas de diferente color que se diluyen en la cara quieta del mar sin fundirse del todo. Encima de nosotros los rabiahorcados trazan majestuosos círculos al acecho de alguna presa. Los carboneros arranchan en albinas y cayos y, a lo largo del trayecto, divisamos varias piraguas.

Un bote de camarones cala los engodos para la pesca del día siguiente.

Esteros está edificado sobre la ciénaga y sus chozas se reflejan en el agua a contraluz igual que una calcomanía. Son bohíos lacustres __verdaderos palafitos__ de vara en tierra, con horcones de jata y techo de guano, miserables y rústicos. Para ir de una casa a otra, sus habitantes han ingeniado una red de improvisados puentecillos sostenidos por pilotes. Cuando desembarcamos el aire crepuscular parece estancado y __por afán de  novedad, creo yo__, el jején se encarniza conmigo.

Los pescadores nos rodean, descalzos, con sus ropas de trabajo y sus sombreros de paja. Nos dicen que los alfabetizadores de Patria o Muerte han regresado por la mañana a Manzanillo y un viejo me enseña sus cuadernos escolares. En el hogar común, el cocinero avienta el fuego con un balay y vigila el arroz del caldero.

__Ahora todos viven en la Ciudad Pesquera __dice Agustín__. Acá estaban aún peor que nosotros.

Oscurece y regresamos al Mégano. Beto debe discutir con sus compañeros los asuntos de la Cooperativa y, entre tanto, Agustín me conduce a un bohío de suelo terrero con una cesta de yarey que cuelga del techo lo mismo que un columpio. Antes de la Revolución servía de cuna para sus hijos. Actualmente la emplea para poner la carnada a buen recaudo e impedir que la devoren los ratones.

__Cuando vivíamos en el Mégano nos acostábamos con las gallinas __dice.

__¿Cuánto tiempo has parado aquí?

__Desde que nací. En Manzanillo nos tenían olvidados. Paquito Rosales quizo ayudarnos, pero los curas y los burgueses no lo dejaban hacer nada.

__¿No había cura en el Mégano?

__¿Acá? __. Agustín ha encendido un quinqué de aceite y por sus ojos atraviesa un relámpago de ironía__. Ahora en más de treinta años que vivo aquí y no he visto uno ni por equivocación.

__¿Dónde estaban?

__Con los niños ricos y tiesos de cogote... Una vez uno sermoneó a los pescadores y hubo un sal-para-fuera que hasta le tiraron de la falda de la sotana y tuvo que venir la policía.

Miguel y sus hijos nos esperaban en la lancha. Beto ha tenido un repique con un pescador de rostro anguloso y, sentado en tertulia con varios amigos, me expone las dificultades y problemas con que se enfrentan.

__Un día voy a darle una tángana al guabina este __dice__. Si él pica un pan, yo pico otro pan.

__No le haga caso. Ya sabe que siempre ha sido sabrosón.

__En la Cooperativa no quiero vagos. Acá estamos para trabajar. Conozco mas de cuarenta que producen mas que él y la Revolución no les ha regalado ninguna casa.

__Eso es verdad. Los que no producen están quitando el pan a los otros.

__Algunos compañeros conservan aún la mentalidad de antes y tenemos que fajarnos duro con ellos __explica Agustín__. Por ejemplo, muchos piden fiar sin nesesidad... No comprenden que todo, la Cooperativa, los barcos, la Ciudad Pesquera, es nuestro. Que la Revolución lo hizo para nosotros.

__Al principio hubo varios que preferían salir con una barquita chiquitica y pasar privaciones con tal de pescar para ellos __dice un chico.

__Como ahora ganan en una semana para vivir el resto del mes, unos cuantos se creen que la Revolución les ha dado casa para estar de vacaciones la mitad del año __dice Beto__. Pues bien, aquí nadie vive a costillas de nadie. Los imperialistas tratan de ahogarnos y debemos producir más. Si todo el mundo hiciera como ellos nos moriríamos enseguida de hambre.

__El capitalismo les ha deformado el cerebro __tercia otro__. Ni ahora tan siquiera entienden lo que es la plusvalía.

__ Con los jovencitos ya es distinto... Ellos tienen la cabecita mas fresca y asimilan mejor. A todos los que pasamos de treinta años lo que deberían hacer es fusilarnos por viejos.

__Yo llamo viejo al que guarda complicidad con el pasado __rie Beto__. Este menda va para cuarenta y nueve y no quiere que lo fusilen.

Al concluir la comida, la conversa prosigue durante un buen rato y los pescadores hablan todavía de la Cooperativa, mientras los hijos de Miguel friegan los platos y los soldados se comunican por radio con la Marina de Manzanillo. Por fin, el cansancio es más fuerte que las palabras y Agustín y Beto van a acostarse a tierra con los demás pescadores. En la lancha quedan Miguel, sus dos hijos, los soldados y el muchacho de las ORÍ. La luna se curva entre las nubes, fina como una hoz. Tumbado sobre la manta la observo largamente antes de dormir. Desde hace poco sopla un ventolín fresco y el balanceo del mar acuna como una nana.

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