lunes, abril 25, 2011

Pueblo en marcha VII. Tierras de Manzanillo. Juan Goytisolo.



Por espacio de dos días había callejeado sin rumbo por Manzanillo y empezaba a acordarme del nombre de los bares y de los discos de órgano oriental de las victrolas y de las infinitas combinaciones de refresco, jugos de fruta y hielo con ron Bacardí. Me agradaba sentarme en un banco del parque y contemplar la falda ceñida de las mujeres y su balanceo sensual mientras caminan protegiéndose de la resolana con marchitas y descoloridas sombrillas. Al atardecer, acodado en la barra de algún café, me entretenía observando los corros de comadres y los juegos misteriosos de los niños en tanto que, a mi lado, un guajiro de la Sierra o un negro vestido de rosa y blanco __como un helado de fresa y limón __hablaban de Kennedy y Fidel, de dialéctica y marxismo-leninismo. Imaginaba que conocía lo mejor de la provincia y no había visto aún Cabo Cruz.

Para llegar al cabo, la carretera bordea la costa del golfo de Guacanabayo y atraviesa Campechuela, Ceiba Hueca, San Ramón, Media Luna, Niquero. Es el mismo camino que tomé días antes en mi visita al Centro Juan Bautista Levié, y Agustín y Araluce __mis compañeros de ahora__ ríen de las desventuras de la Hermana Angelina. En los jardines veo caimitos, mangos y fríjoles saltarines que trepan como enredaderas. De vez en cuando algún guajiro aguarda en cuclillas el paso del autobús. Mientras Agustín atiende el volante del Chevrolet, Araluce me muestra el diminuto aeropuerto de la ciudad y las modernas instalaciones de la Granja San Francisco.

Un piquete de trabajadores desorilla las cercas de madera del INRA y repone los postes fogoneados. Más lejos, el marabuzal medra en los bajíos vecinos al mar. El platanal evoca una procesión de penitentes aspados de Semana Santa: el viento mueve las hojas como brazos de molino y el viajero imagina el estupor del Caballero Don Quijote. Los setos de agave se suceden con sus bohordos floridos y, al acercarnos a Campechuela, Araluce señala el central Francisco Castro Ceruto y explica que, el año anterior, sus operarios triunfaron en la emulación nacional de la zafra.

__El Gobierno los invitó a pasar una semana en Varadero, en casas de los millonarios, y había viejitos que al enterarse daban saltos y hasta se revolcaban por el suelo __dice.

La carretera cruza Campechuela de lado a lado. En el parque, los alfabetizadores cantan sobre las cajas de los camiones que deben transportarlos a Manzanillo y diviso el carrito de un fritero con el aviso: No le fío ni a mi madre. Agustín se desvía para enseñarme el malecón y el bosque de cocoteros cercano a la playa. El lugar produce impresión de gran riqueza. Al alcanzar de nuevo el camino los cañaverales sustituyen a los plátanos y campos de henequén. Las inscripciones y adornos de palma descubren los puntos de concentración de los brigadistas. Por la guardarraya de una finca dos bueyes mancornados tiran de una rastra de madera. El boyero va encima de la rastra y los azuza con sus gritos. Antes de la Reforma Agraria, la mayor parte de la tierra pertenecía a Delio Núñez Mesa y a la tristemente célebre familia de los León.

__Fidel les cortó la melena y los siquitriyó __dice Araluce__. Eran los caciques de la región y lo único que hicieron para el pueblo fue una cárcel.

En Media Luna, agrega, Delio Núñez había ametrallado a los parados que manifestaban contra la tiranía y, cuando su yerno fue capturado en Playa Girón, dijo __como el sobrino de Pepín Rivero y los demás__ que “había venido a defender el principio de la libre empresa”. En la actualidad el INRA construye cooperativas, repartos de viviendas, escuelas de capacitación, granjas avícolas. Tractores soviéticos y checoslovacos roturan los campos para la próxima siembra de algodón y el paro endémico es sólo un recuerdo del pasado, como el analfabetismo, el miedo, el hambre, las persecuciones.

Niquero presenta el aspecto de una población cubana típica, con casas de madera con tejado en pendiente y soportales hechos de horcones de jiquí. Las mujeres caminan haciendo oscilar sus sombrillas por en medio del arroyo y los guajiros las miran desde las arcadas, con sus sombreros de paja y el inevitable tabaco entre los labios. En el balcón de una vivienda un letrero dice: VIVA EL MARXISMO. La ciudad ha sido proclamada Territorio Libre de Analfabetismo y en las encrucijadas hay banderitas y arcos triunfales.

Al entrar en Belic es más de las dos. Agustín estaciona el automóvil junto a la Tienda del Pueblo y la belleza de las muchachas que pasean a la sombra del pórtico le enciende la sangre. Las mulatas y trigueñas del país son célebres en toda la isla. La que sirve en la barra del restaurante tiene los ojos oscuros y la piel mate y __como tropieza más de una vez con mi mirada__ sonríe maliciosamente.

__Aquí hay cada carro que es un merenguito __suspira Agustín.

__Anda, ¿por qué no vas a conquitarla? __bromea Araluce.

__Esas saben lo que quieren... A la cañona no se consigue nada.

El camarero nos trae ensalada de lechuga, tostones y arroz con fríjoles. Araluce es hombre cordial y sencillo y, entre bocado y bocado, me habla de los pescadores del Mégano. Durante un tiempo fue responsable de su cooperativa y conoce íntimamente a Beto y Agustín. Con gran modestia, explica que en el período de su gestión se cometieron varios errores y, por el bien de sus compañeros, prefirió dimitir y ceder el puesto a otro.

__Nadie camina sin haber gateado __dice__. Ahora sigo un cursillo de formación de cuadros y la próxima vez lo haré mejor.

A la salida de la población crece un espléndido bosque de cocoteros. Cuando pasamos, un muchacho sube por un tronco, apoyando la pierna izquierda y el pie derecho en los estribos de una cuerda que lleva sujeta a la cintura. La carretera es de piso terrero y, al avanzar, dejamos una tolvanera amarilla detrás de nosotros.

__Hace semanas que no llueve __dice Agustín__. Ayer cayó un cernidito, pero paró enseguida.

El camino da asomadas al mar y, en Las Coloradas, nos apeamos a ver el Granma, Araluce se adelanta a hablar con los soldados. Junto al arco conmemorativo hay una caseta militar y los centinelas leen sentados a la sombra. La lancha está varada en una explanada, en la costanera de la ciénaga. El dos de diciembre, ochenta y dos hombres __entre los que se contaban los hermanos Castro, Che Guevara, Camilo Cienfuegos y Almeida__ arribaron en ella a Cuba, después de una travesía difícil, cumpliendo cabalmente la sentencia de Fidel: “En el año mil novecientos cincuenta y seis seremos libres o seremos mártires”. El cabo y los centinelas nos preceden por una escalerilla hasta cubierta y, mientras visito el interior de la lancha, mi mirada se detiene en un voto marinero que, en forma apenas distinta, he leído en numerosas embarcaciones de España: “Señor, recuerda que el barco es pequeño y el mar inmenso”.

El soldado que desempeña funciones de guía __un mulato alto, de una cuarentena de años, que perdió un hijo en la “limpieza” del Escambray__ nos conduce por una pasadera de tablones, a través del lodazal, a la orilla en donde los expedicionarios desembarcaron. El Ejército ha iniciado la construcción de zanjas para el avenamiento de la aguaza y, a momentos, el barro reseco se cuartea. El sol cae implacablemente sobre nosotros. El mulato marcha delante de mí con el fusil terciado a la espalda y su camisa se embebe de sudor. Uno no llega a comprender cómo __hostigados por el ejército y la aviación de Batista__ los hombres de Fidel pudieron abrirse camino con el agua hasta la cintura y chapoteando por el fango. Al cabo de un kilómetro el mar sube de nivel y, a nuestro paso, los peces cienagueros se escurren entre cortaderas y raíces buscando la querencia de las charcas. Los mangles son cada vez mayores y sus ramas cuelgan como estalactitas, cerrando completamente el paisaje. La pasadera termina en un pontón, al borde mismo del agua. El mar está en lecho y no se ve mover una hoja. Clavada en el tronco de un árbol una inscripción reza simplemente: AQUÍ NACIÓ LA LIBERTAD DE CUBA.

Un centinela vigila el lugar día y noche. Quien está en este momento de facción escribe una carta tumbado bocabajo y, al concluir la página, relee la carilla mordiéndose la lengua. Cuando nos vamos, el mulato se echa a reír.

__Hace más de un mes que está así __dice__. Salió de permiso y volvió medio enamorao ese perverso.

La carretera corta en línea recta hacia Cabo Cruz. El Chevrolet baja y sube por los badenes. Hasta hace unos meses el camino se interrumpía después de Belic. La zona del cabo permanecía incomunicada con el resto de la isla y, para llegar a ella, había que trasladarse por mar. El Ejército ha trazado una senda transitable en medio del bosque de júcaros y almácigos. Araluce quiere mostrarme un rancho de carboneros y torcemos en dirección a Monte Gordo.

La vegetación es muy espesa y, en cuanto el automóvil se detiene, los mosquitos atacan con saña. Una columna de humo nos orienta entre la maleza. Caminamos por una trocha de mal huello y, al fin, desembocamos en un espacio despejado y liso.

Los carboneros limpian el plan con sus peines y amontonan las madres de leña en conos regulares. Son hombres montaraces y rudos, adaptados a la inclemencia y rigores del campo. Durante toda su existencia han vegetado en el olvido en los rincones más miserables de Cuba y les cuesta trabajo comprender que la Revolución se ha hecho también para ellos. Por primera vez, los alfabetizadores les han arrancado de la nebulosa en que vivían.

Segundo González __maestro voluntario de Monte Gordo y autor de un cuadro de costumbres guajiras que tuve ocasión de ver en Güira de Melena semanas más tarde__ me expuso un día en La Habana las dificultades con que tropezaron. Ahora ha vuelto allí y __sin arredrarse ante ellas__, Segundo, mi amigo, aprovecha los ratos que le dejan libre los niños, para darles, con abnegación ejemplar, los cursos de seguimiento.

Pocos kilómetros después de Monte Gordo, Cabo Cruz aparece de pronto __uno de los parajes más bellos de la isla, sin duda alguna__. La cayería forma un puerto natural navegable y el color del mar es increíblemente limpio. Los dos azules __el de detrás de los cayos y el de la parte de dentro__ son de tonalidades distintas, como si el añil de un pintor se hubiese disuelto menos en uno que en otro. En los últimos tiempos de la colonia, los españoles obraron un faro que se utiliza aún. A la derecha __entre el poblado y el golfo__ se extienden varias lagunas enmaniguadas. La costa sur es rocosa y una compañía de trabajadores se ocupa en la construcción de una carretera.

Agustín estaciona el automóvil frente a la Tienda del Pueblo y los pescadores nos rodean y saludan a Araluce. La Revolución les ha liberado en breve tiempo de su aislamiento secular.

Los habitantes del Cabo tienen escuela, visita médica, almacén de víveres, cooperativa. En el embarcadero contiguo fondea un omicrón matriculado en Santiago. Su patrono es un negro hercúleo, con el pecho cubierto de vello aborregado y vedijoso. Dos hombres vacían cajas de pescado por la escotilla, y el cocinero __un asturiano canoso que fue de los primeros en liarse la manta a la cabeza para luchar contra la dictadura__ nos sirve una taza de café. Los pescadores se acomodan también en la tapa de la regala y, al cabo de unos minutos de palique, compadrean conmigo como si fuéramos amigos de siempre.

Todos hablan de un tal Ramón Reyes a quien __días atrás__ un individuo desconocido pidió informes acerca de la distancia que había hasta Jamaica y el estado del cielo y la duración probable de un eventual viaje. El pescador contestó diligentemente a cada una de las preguntas y empuñando, de improviso, el revólver de miliciano agregó con suavidad: “Pero tú no vas, chico... Tú estás preso”. Identificado, el hombre resultó ser un ex policía de Batista, y Ramón Reyes volvió a sus nasas y redes como si no hubiese ocurrido nada.

Como demuestro interés por conocerlo me acompañan a su casa y me lo presentan triunfalmente. Ramón es un mulato flaco y barbudo, que lleva camiseta y gorro de marino blancos, y ríe con la inocencia de un niño y parece feliz de nuestro encuentro. El bohío en donde vive es de paredes de cuje y, en su interior, columbro un serón lleno de cocos, dos camas con bastidores de alambre y varios racimos de plátanos pintones. La mujer barre la entrada con una escoba de palma. Los hijos corren por el campo vecino y el más pequeño __hermoso como un gitanillo rubio__ suelta la concha de un cobo y se agarra llorando a las faldas de su madre.

__Uy, qué niño tan jeringón __suspira la mujer__. ¿Qué te pasa ahora?

El chiquillo balbucea algo ininteligible y grita más fuerte que antes.

__Hala, arranca __dice la madre__. Vete a amolar a otro lado.

__Antonio le ha botado el juguetico __acusa el mayor.

__Éste es un diablo __explica la mujer__. Ayer se fajó con otro y se desguazó toda la ropa.

__Lo hizo adrede __insiste el chico__. Yo lo vi.

__No es verdad __dice Antonio.

__Cállense los dos __ordena Ramón__. Y tú, como le vuelvas a botar la cosa, te voy a dar una entrada que te vas a acordar de mí.

Como el pequeño sigue con cantaleta, Ramón lo coge en brazos y le cubre la cara de besos. Instantáneamente el niño cesa de llorar.

__Este rubito es un castigo que me ha dado Dios __dice Ramón__. En cuanto me alejo un paso de él, no vivo.

El niño se frota los ojos recostado sobre el pecho de su padre y, cuando Ramón lo deja en tierra, vuelve a jugar con la concha rosada del caracol. Minutos después nos encaminamos todos hacia el pueblo. Al parecer, los brigadistas regresan aquella noche a La Habana y han ido al bar a celebrar la despedida. El sendero bordea la torre del faro y varios bohíos rústicos. A un centenar de metros de allí existe un cementerio sin muros, abandonado desde los tiempos de la colonia. Maleza y hierbajos cunden entre las cruces caídas y, al inclinarme sobre una lápida manchada de cera, descifro la inscripción: “Adelina Figueredo. Diciembre, 1887.”

El sol se cuela en filigrana por el manglar tupido. La uva caleta cubre la orilla de la playa y distingo una barca aconchada en el cieno. A trechos, el mar se abre paso bajo una bóveda de follaje y la luz espejea al fondo como si estuviéramos en una gruta. Los pescadores amarran sus botes y piraguas en los calefones. Las casas están esparcidas por el cocal y, al aproximarnos al centro del poblado, resuena una canción del trío Matamoros.

El bar es un cobertizo de techo de guano, con una barra minúscula, vitrola como las que privan en La Habana y pista de cemento para bailar. No hay mesas ni sillas, y el público se sienta en unos bancos laterales o se encarama en la cerca de madera. Enfrente del local se alza una vivienda peraltada sobre horcones y la dueña va y viene de la casa al bar con bocadillos y refrescos.

Cuando llegamos, el baile no ha empezado todavía. Los alfabetizadores son dos brigadistas de Patria o Muerte, empleados de la fábrica de cigarros Aromas de La Habana, que han permanecido cinco meses separados de los suyos enseñando a leer y escribir a los pescadores de Cabo Cruz. El más robusto se llama Pepe López, y la barba rizada y negra le resbala sobre su camiseta roja y un tanto descolorida. Su compañero lleva gafas oscuras y gasta barba también. La mujer les ha servido una botella de vino de fruta bomba y me dicen que aquél es el primer trago que toman desde que salieron de sus casas.

__Me he olvidado hasta del gusto del Bacardí __añade López.

__Eso tiene arreglo enseguida __dice Ramón__. Vengan a darse un palo con nosotros.

López y su amigo aceptan la convidada y los conocidos de Araluce se incorporan asimismo al grupo: el mulato Manuel Díaz y tres pescadores de cierta edad que vienen de calar las nasas de la langosta. Ramón agujerea los cocos y trocea el hielo. La dueña va de un lado a otro, siempre atareada. Manuel Díaz la llama con un silbido.

__Tú __dice__ ¿Tiene virado el moño?

__¿A mí?

__Parece que lleva a la espalda un chino muerto.

__Avemaría, qué hombre __la dueña sonríe al hablarme__. Ya comienza a tirar chinitas... La tiene cogida conmigo y no me deja.

__Anda __dice Ramón__. Abrenos una botella de Carta Blanca.

Manuel mezcla el agua de coco con el ron y el hielo machucado y distribuye los vasos a la redonda. Al poco aparecen dos jovencitas trigueñas de la brigada Conrado Benítez. Las dos dicen ser de Güira de Melena y López y sus amigos las invitan a bailar. La vitrola desgrana las notas cadenciosas del órgano de Manzanillo. Contagiados por el ejemplo, milicianos, pescadores y guajiros se emparejan con las muchachas de Cabo Cruz. El sol se ha ido tendiendo tras los uveros y una luz amarilla __como polvorienta__ aureola la silueta de los bailadores.

Al atardecer el aire se estanca y alguien enciende un fuego para ahuyentar a los mosquitos.

__En Cabo Cruz ninguna se queda a comer pavo __dice Ramón señalando a las muchachas__. Y tú, ¿no quieres bailar?

Le digo que prefiero ver a los otros, y un viejito me pasa el brazo por el hombro y ríe enseñando las encías.

__Acá y yo no fajamos a beber hasta coger una reverenda pea— anuncia.

__No le haga caso __dice Ramón__. El maldito este toma ron como agua.

__Yo no tengo pariente ni ariente __dice el viejo__. Soy baracutey.

__El mes pasado agarró una que se tangueaba y luego decía que estaba enfermo...

__En lugar de tomar, lo que debieras hacer es cuidarte.

__¿Cuidarme? __dice el viejo__. Para los años no hay ninguna medicina.

Oscurece y se alumbran los primeros quinqués. Los guajiros bailan al son del órgano sin quitarse el sombrero, solemnes y casi religiosos. El viento ha alejado los mosquitos y, en un bohío próximo, una mujer hamaquea a su hijo hasta que duerme y, después, se sienta a mirar junto a la puerta, con las manos cruzadas sobre la falda.

Al terminar la ronda de saoco, la dueña nos sirve otra. De seguida Araluce me arrastra del brazo a la casa de unos amigos. Allí, un viejo descuelga un racimo de plátanos del techo y se empeña en regalármelo. En la choza vecina, otro hombre quiere ofrecerme un platillo de camarones.

__Acéptalo, chico __dice__. Que esto es Cuba.

Como insisten y porfían no me queda otro remedio que obedecer. De vuelta al baile, Ramón y los demás pescadores gastan bromas a Manuel, que a los treinta y cinco años es todavía soltero y tiene una novia en La Habana que no ha visto desde hace meses.

__Tú chequéala... A lo mejor se ha empatado con otro.

__El domingo pasado él fue al cine con una viuda que tiene en Manzanillo.

__Como se entere tu novia te pega los tarros.

__Que se entere... Mientras ella está paseando por allá, pensé, veremos lo que se hace por acá.

__¿Y que hiciste?

__Nada __asegura Manuel__. Ve la película. Luego Pepe López y los brigadistas se acercan a nuestro grupo y, mientras bebemos el tercer saoco, Manuel me refiere la aperreada vida de él y sus compañeros bajo la tiranía batistiana.

__Estábamos esclavizados, trabajando para cuatro explotadores... A mí me latía la conciencia de ver niñitas de doce años que lucían como viejitas de ochenta.

__Fidel ha sido un Dios para los pobres __dice un guajiro.

__¿Dios? __exclama Manuel__. A Dios no le debo nada. Durante treinta años no me ha dado ni un cachito de pan así de grande... Dios somos nosotros. Si tú no trabajas, siéntate en tu casa a ver si Dios te trae para comer.

__Nosotros somos muy peludos para ser Dios __dice el guajiro.

Hay un coro de risas y López y sus amigos intervienen en la conversación.

__Acá __dice Ramón__ al que no es revolucionario se le chequea.

__Lo nuestro es chiquitico pero es puro __dice Manuel__. Lo hicimos a pulmón y no nos lo quita nadie.

__¿Y los americanos? __pregunto.

Conozco ya la respuesta del noventa por cien de la isla, pero quiero oírla aún.

—Los cubanos somos guapos para fajarnos. Como no boten la República al agua y maten a todos los niñitos, acá no vuelven a entrar.

Cuando me doy cuenta es hora de recogerse y Manuel y sus amigos hablan todavía de un pasado de miedo e injusticias y un presente de realidades y esperanza. El órgano oriental vibra en la noche de modo melancólico y las estrellas lucen en el cielo.

Al rayar el día siguiente, mientras iniciaba el regreso a La Habana, comprendí que la región de Manzanillo __y Cuba toda__ había calado hondo dentro de mí. Pensaba en Juan Angel y Manuel, en los compañeros de Ramón y los pescadores del Mégano, en la maestra que no temía a la muerte y en el mayoral ofendido en su condición de hombre. En la Revolución que había puesto en marcha a uno de los pueblos más nobles del mundo, y supe que, en adelante, vivir alejado de él no sería para mí una separación, sino un destierro.

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