sábado, diciembre 03, 2016

La muerte del lobo.

Cumple bien la misión penosa y ardua que te ha tocado en suerte
y luego sufre y muere, cual yo, sin decir nada.
Alfred de Vigny.

En un giro extraño, el gobierno cubano, portando las cenizas de Fidel Castro, ha decidido desandar la marcha de la Caravana de la Victoria que en los primeros días del año 1959 hizo él junto a la alta jefatura del ejército rebelde desde Santiago hasta la Habana. Por aquel entonces el motivo principal debió de ser la necesidad de hacer conspicua esta demostración de triunfo y anunciar el fin de una época, lo que no parece ser el caso hoy día.
Hace 57 años Fidel no se sintió obligado a rendir tributo a la ciudad que preparó su desembarco; envió hombres y dineros, armas y medicinas, ropa y zapatos, periodistas y fotógrafos neoyorquinos; brindó un valioso servicio de tránsito a sus agentes; respaldó su desplazamiento en la loma con huelgas en la calle; le fundió como baluarte el movimiento obrero y la burguesía media; le ofrendó una pléyade de héroes y mártires. Era de esperar que el gobierno no se sintiera obligado hoy día a mostrar las cenizas en Manzanillo, abandonado a su suerte por décadas hasta el estado actual; una ciudad decrépita que perdió no sólo su merindad sino su autoestima, con un conformismo extravagante, dudando hasta de su paisanaje.
La relación de los hechos históricos contradice el concepto establecido de que Santiago es la ciudad rebelde por antonomasia, ni siquiera en la revolución de Fidel. Su primera gestión política exitosa fue en Manzanillo, que propició el célebre secuestro de la campana de la Demajagua en la Habana, puesta en sus manos por el portorriqueño manzanillero Modesto Tirado, después de habérsela negado al ministro de Gobernación de Grau, en octubre de 1947.
Tenía que ser Santiago el nicho porque fue la escuela. Reposará junto a Martí, que fue enterrado allí porque murió accidentalmente en esa región; también junto a Céspedes, que debiera reposar en Manzanillo, donde está Masó y otros colaboradores y donde estuvo su taller.
No fue Santiago más que Manzanillo, en lo que va de historia, ni en la colonia ni en la república; no tuvo más representación el el Moncada o en el Granma, no lo superó en los aportes, en héroes o en mártires.
No tuvo Manzanillo que decir adiós al Cid que cabalgó Rocinantes: alfarero que moldeaba con polvo del camino y agua de lluvia; nuestro Juan de Robres que creaba el hospital y también los pobres. Su muerte provoca una mezcla formidable de sentimientos porque se atrevió a mezclar todos los colores de la vida: fue Procustes, fue Damocles, fue Danaides: unía dividiendo; convertía el revés en victoria; hacía más con menos; reconciliaba a Marx con Martí; vivía dos vidas, como la luna, una pública y otra privada.

Hubo algo que no sabía hacer: indiferentes. Y eso parece ser la especialidad de los que quedan, empeñados en continuar el fidelismo sin Fidel. Buena suerte.