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domingo, julio 15, 2012
Manzanillo en tiempos del cólera.
Cuando los griegos llegaban a un pueblo que no tenía estatuas, sabían que no había héroes a quienes imitar.
El pueblo que se deja quitar sus símbolos, deja irse su autodeterminación y su honor; se pierde el ejemplo para sus hijos.
Al llegar de distantes riberas, hace unos años, se me encogió el corazón de dolor al ver la estatua de Masó con la nariz rota. Es posible que una estatua sea una mole de piedra solamente para los iconoclastas que la han profanado, pero no para el manzanillero que yo conocí. No creo que ninguno de los rapaces que se bañaban en el balneario o pescaban en el muelle de la Beattie hubiera hecho eso.
Manzanillo fue cediendo sus mejores hijos a la migración tanto externa como interna. Se fue llenando de inmigrantes de toda la zona rural de la región considerada manzanillo histórico, que tanta gloria dio a su historia; El Turquino, San Lorenzo, La Demajagua.
Ya casi nadie es manzanillero: policía, camarera, taxista, funcionario, y dependiente no lo son en el acento ni el fenotipo. Por eso será que a nadie le duele el genocidio socio-cultural que allí se ha visto.
Hay una crueldad extrema en la combinación actual de un mandón bayamés de turno y un ciudadano indolente y acomplejado. Las probabilidades de otra revista Orto y otro grupo literario Manzanillo son insignificantes. No debe de nacer en un futuro cercano ningún Martinillo, Blas Roca o Hubert Matos. No hay indicios de que ande solfeando por ahí algún Carlo Borbolla, Alberto Socarrás o Anselmo Sacasas. Al Comisario del Pueblo le da lo mismo que el fundador del teatro Manzanillo haya sido el Padre de la Patria o el Hijo de la Puta. El comercio local seguirá haciéndose por carretera hacia ciudades cercanas porque el puerto se cerró. La hospitalidad de la ciudad ha de reducirse con la desaparición de ocho hoteles del casco histórico. Las antiguas calles adoquinadas serán intransitables con las próximas capas de asfalto. La destrucción del ayuntamiento y la Colonia Española marchan según lo planificado. Las farolas del parque Céspedes, instaladas en el siglo XIX, han sido sustituídas por bellas bolas plásticas.
Pero nada de eso es comparable con el hecho de que se haya mantenido a una ciudad de cien mil habitantes durante muchos años suministrándole agua corriente durante unas horas cada cinco o seis días. No por falta de fuente porque el pueblo se asienta en una de las mayores cuencas hidrográficas del país, sino por ahorrar corriente o no tener piezas de respuesto. Las consecuencias no se han hecho esperar. El brote del cólera debiera provocar otro de la cólera.
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