Cumple bien la misión penosa y ardua que
te ha tocado en suerte
y luego sufre y muere, cual yo, sin
decir nada.
Alfred de Vigny.
En un giro extraño, el gobierno cubano, portando las cenizas de Fidel Castro,
ha decidido desandar la marcha de la Caravana de la Victoria que en los primeros
días del año 1959 hizo él junto a la alta jefatura del ejército rebelde desde
Santiago hasta la Habana. Por aquel entonces el motivo principal debió de ser la
necesidad de hacer conspicua esta demostración de triunfo y anunciar el fin de
una época, lo que no parece ser el caso hoy día.
Hace 57 años Fidel no se sintió obligado a rendir tributo a la ciudad que
preparó su desembarco; envió hombres y dineros, armas y medicinas, ropa y
zapatos, periodistas y fotógrafos neoyorquinos; brindó un valioso servicio de
tránsito a sus agentes; respaldó su desplazamiento en la loma con huelgas en la
calle; le fundió como baluarte el movimiento obrero y la burguesía media; le
ofrendó una pléyade de héroes y mártires. Era de esperar que el gobierno no se
sintiera obligado hoy día a mostrar las cenizas en Manzanillo, abandonado a su
suerte por décadas hasta el estado actual; una ciudad decrépita que perdió no
sólo su merindad sino su autoestima, con un conformismo extravagante, dudando
hasta de su paisanaje.
La relación de los hechos históricos contradice el concepto establecido de
que Santiago es la ciudad rebelde por antonomasia, ni siquiera en la revolución
de Fidel. Su primera gestión política exitosa fue en Manzanillo, que propició el
célebre secuestro de la campana de la Demajagua en la Habana, puesta en sus
manos por el portorriqueño manzanillero Modesto Tirado, después de habérsela
negado al ministro de Gobernación de Grau, en octubre de 1947.
Tenía que ser Santiago el nicho porque fue la escuela. Reposará junto a
Martí, que fue enterrado allí porque murió accidentalmente en esa región;
también junto a Céspedes, que debiera reposar en Manzanillo, donde está Masó y
otros colaboradores y donde estuvo su taller.
No fue Santiago más que Manzanillo, en lo que va de historia, ni en la
colonia ni en la república; no tuvo más representación el el Moncada o en el
Granma, no lo superó en los aportes, en héroes o en mártires.
No tuvo Manzanillo que decir adiós al Cid que cabalgó Rocinantes: alfarero
que moldeaba con polvo del camino y agua de lluvia; nuestro Juan de Robres que
creaba el hospital y también los pobres. Su muerte provoca una mezcla formidable
de sentimientos porque se atrevió a mezclar todos los colores de la vida: fue
Procustes, fue Damocles, fue Danaides: unía dividiendo; convertía el revés en
victoria; hacía más con menos; reconciliaba a Marx con Martí; vivía dos vidas,
como la luna, una pública y otra privada.
Hubo algo que no sabía hacer: indiferentes. Y eso parece ser la especialidad
de los que quedan, empeñados en continuar el fidelismo sin Fidel. Buena
suerte.
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sábado, diciembre 03, 2016
sábado, noviembre 19, 2016
Patriotismo y antimperialismo.
Estimado Iroel;
Cuando bajaron de la Sierra los rebeldes yo tenía siete años. A los rebeldes les llamaban mau-mau y su promesa era derrocar a un gobierno oprobioso, entreguista, criminal, corrupto y anticonstitucional. Pero no decían que iban a detener la marcha de las instituciones democráticas.
En aquellos tiempos nos contaban de las proezas de los mambises con una perspectiva lejana, lógica de sesenta años de distancia. Hoy, a tantos años, la retórica heroica de 1957 al 59 en los medios de difusión masiva suena hueca.
Creo entender que la disquisición que se ha planteado la mesa redonda _el patriotismo cubano equivale a antimperialismo_ resulta en una solución disyuntiva. Yo veo patriotismo, y no en el mejor sentido de la palabra, en vez de antimperialismo.
Primero, no puedo concebir un antimperialismo absoluto, puesto que solamente las naciones que han sido invadidas, sojuzgadas, humilladas, pueden odiar a un imperio específicamente: los polacos a los rusos, los armenios a los turcos, los irlandeses a los ingleses. Los cubanos de finales del siglo XIX llegaron a sentir profundo desprecio por el imperio de la madre patria, pero no por el naciente imperialismo yanqui. La opresión de España era más bien espiritual, si obviamos las obligaciones impositivas. Después de la revolución del 68 en España, la revolución del 68 en Cuba no aceptaba los términos conciliatorios, casi familiares, del general Dulce porque la condición fundamental de estos era mantener lealtad a la bandera roja y gualda. Hasta ahí llega nuestro antimperialismo.
Nuestro patriotismo es solamente un sentimiento profundo de que no nos parecemos a nadie.
Quizas la apreciación de Fernando Ortiz de que somos un pueblo de ciudadanos soñolientos y lectores dormidos no sea tan exacta hoy como podría parecer en los inicios de la república, pero sí encuentro adecuada su proposición de que tenemos una mente comodona. Necesitábamos un líder que cargara con la responsabilidad de la teoría revolucionaria de cambiarlo todo porque eso era lo que queríamos. Ya no queremos cambiar las cosas porque el líder no quiere. Si los hecho contradicen la teoría, peor para los hechos.
Buscábamos un patricio con capacidad de liderazgo, da lo mismo un Quijote que un Juan de Robres.
Somos patriotas pero tenemos que importar el 80% de los alimentos, en un suelo fértil y con buen clima; aceptamos una constitución con un agradecimiento eterno a otro país; celebramos que la retórica de nuestros intelectuales sea una llamada a los Varegos.
Cuando bajaron de la Sierra los rebeldes yo tenía siete años. A los rebeldes les llamaban mau-mau y su promesa era derrocar a un gobierno oprobioso, entreguista, criminal, corrupto y anticonstitucional. Pero no decían que iban a detener la marcha de las instituciones democráticas.
En aquellos tiempos nos contaban de las proezas de los mambises con una perspectiva lejana, lógica de sesenta años de distancia. Hoy, a tantos años, la retórica heroica de 1957 al 59 en los medios de difusión masiva suena hueca.
Creo entender que la disquisición que se ha planteado la mesa redonda _el patriotismo cubano equivale a antimperialismo_ resulta en una solución disyuntiva. Yo veo patriotismo, y no en el mejor sentido de la palabra, en vez de antimperialismo.
Primero, no puedo concebir un antimperialismo absoluto, puesto que solamente las naciones que han sido invadidas, sojuzgadas, humilladas, pueden odiar a un imperio específicamente: los polacos a los rusos, los armenios a los turcos, los irlandeses a los ingleses. Los cubanos de finales del siglo XIX llegaron a sentir profundo desprecio por el imperio de la madre patria, pero no por el naciente imperialismo yanqui. La opresión de España era más bien espiritual, si obviamos las obligaciones impositivas. Después de la revolución del 68 en España, la revolución del 68 en Cuba no aceptaba los términos conciliatorios, casi familiares, del general Dulce porque la condición fundamental de estos era mantener lealtad a la bandera roja y gualda. Hasta ahí llega nuestro antimperialismo.
Nuestro patriotismo es solamente un sentimiento profundo de que no nos parecemos a nadie.
Quizas la apreciación de Fernando Ortiz de que somos un pueblo de ciudadanos soñolientos y lectores dormidos no sea tan exacta hoy como podría parecer en los inicios de la república, pero sí encuentro adecuada su proposición de que tenemos una mente comodona. Necesitábamos un líder que cargara con la responsabilidad de la teoría revolucionaria de cambiarlo todo porque eso era lo que queríamos. Ya no queremos cambiar las cosas porque el líder no quiere. Si los hecho contradicen la teoría, peor para los hechos.
Buscábamos un patricio con capacidad de liderazgo, da lo mismo un Quijote que un Juan de Robres.
Somos patriotas pero tenemos que importar el 80% de los alimentos, en un suelo fértil y con buen clima; aceptamos una constitución con un agradecimiento eterno a otro país; celebramos que la retórica de nuestros intelectuales sea una llamada a los Varegos.
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