La mirada del otro en la tradición negativa de la poesía cubana.
MILENA RODRÍGUEZ GUTIÉRREZ.
En un trabajo reciente aunque todavía inédito («contra colón: la distopía en la poesía cubana del xix y del xx»)1, aventuré un recorrido por la tradición otra, también llamada negativa, iconoclasta, o del reverso, de la poesía cubana. Aquel trabajo aludía a textos cubanos del siglo xix y del xx y se planteaba en cierto modo, así se reconocía literalmente, como una «ampliación y continuación» de la sección de la «Palma Negra» que aparece en la excelente antología de Francisco Morán La isla en su tinta y que agrupa, como es sabido, algunos textos emblemáticos, sobresalientes, de esa tradición negativa.
Me centro ahora en «A la isla de Cuba», uno de los poemas comentados y que allí se daba a conocer. Prácticamente desconocido para el lector cubano, este poema tiene suficiente interés como para merecer un detenido examen.
A la isla de Cuba
La tierra más famosa que vieron mis ojos.
CRISTOBAL COLÓN (Según Las Casas).2
¡Salve! Feliz morada de alacranes ,
mansión de filarmónicos mosquitos ,
tierra de terremotos y huracanes ,
salve con tus Panchitas y Panchitos ;
con tus ríos poblados de caimanes ,
tus plátanos , híscaros y caimitos .
¡De admiración yo te contemplo mudo!
¡Sartén de Nuevo Mundo!... te saludo.
¡Salve, fértil país de cucarachas ,
clásica tierra de la cascarilla ,
donde hacen tus simpáticas muchachas
(blancas, mulatas, chinas y amarillas)
de su cara un depósito de gachas
mosáico de albayalde y cochinilla!
¡Salve con tus guayabas y mamones ,
tus tortugas y enormes tiburones !
Tierra feliz en donde el sol radiante,
el cerebro derrite a los humanos;
en donde reina el vómito arrogante,
matando sin piedad a los cristianos.
Donde el pasmo y el cólera triunfante
se muestran absolutos soberanos,
y se pasa sudando el año entero,
lo mismo en agosto que en febrero.
Tierra en donde los negros son morenos
y pardos se apellida a los mulatos,
y a los hombres pacíficos y buenos,
mansos los llaman, cual si fueran gatos;
niños a los que tienen cuando menos
más años que han mudado de zapatos;
donde casacas llaman a los fraques,
y malakkof a los huecos miriñaques.
Tierra de las volantas y quitrines ,
en donde dicen grande en vez de anciano,
bailadores en vez de bailarines,
y al que es vivo y ligero que es liviano ;
chupas lo que allá son levitines,
tibores a una cosa que callamos,
al que gusta de andar caminador ,
y al que es algo locuaz conversador .
Tierra que muestras a la luz del día,
tus jóvenes montados en alambres,
verdes como corteza de sandías,
y gordos, el que más, como un estambre.
Pero en cambio su ardiente fantasía
morir no les hará nunca de hambre,
que cada cual percibe en su alma inquieta,
la inspiración bullir del que es poeta.
Todos nacen poetas en tu suelo,
y a Apolo por doquier alzando altares,
todos ensalzan con ardiente anhelo
las aguas del simpático Almendares .
Todos cantan aquí el cubano cielo,
los mangles , las palmeras y los mares ,
los felices natales de Panchita,
y el prematuro fin de mi abuelita .
¡Cuba! ¡Hermoso país! ¿Quién no te adora,
si tus brisas un punto ha respirado;
si ha sentido la llama abrasadora
de tu sol, su cerebro calcinado?
Si ha pensado morir en mala hora
a impulso de tu clima endemoniado.
¿Quién no creerá al verte que el Eterno
bajo tu suelo colocó el Infierno?
Queda a Dios con tu azúcar y tabaco
y tus bosques plantados de palmeras ,
con tu aguacate , quimbombó y ajiaco ,
con tus níveas beldades hechiceras .
Sigan cantando a Venus y al dios Baco
sus poetas, y al cielo y a las fieras,
y tú entre tanto canta, baila y fuma
que yo harto de ti dejo la pluma2.
La visión mítica, paradisíaca, de la isla de Cuba ha sido la visión canónica en la poesía cubana hasta hace pocas décadas. Esa tradición, como se ha dicho, se inicia con el Diario de navegación, del Almirante, y continúa en poemas como «Espejo de paciencia», «A la piña», o la «Silva cubana», escritos desde lo que Lezama llama «la perspectiva mitológica». Sigue manifestándose en el siglo xix y se desarrolla en el xx frecuentemente asociada, en la poesía surgida a partir de 1959 y hasta aproximadamente los años 80, a la visión idílica y mitificada de la Revolución, nuevo mito que nutre el mito originario.
Esa tradición mitológica ha opacado la tradición otra, llamada con diversos nombres: negativa, del reverso, iconoclasta, que también coexiste en la poesía cubana y que puede rastrearse, como han apuntado Jorge Luis Arcos o Francisco Morán, desde el siglo xix, en poemas como «La ronda», de Manuel de Zequeira; «El verano en La Habana», de Francisco Muñoz del Monte; «En días de esclavitud», de Juan Clemente Zenea, o «Nostalgias», de Julián del Casal3.
En los últimos años del siglo xx y en los primeros de este xxi, esa tradición otra se ha afianzado en la poesía cubana (también en la narrativa), convirtiéndose en dominante y central, en uno de los rumbos más visibles de la poesía contemporánea de la Isla, escrita tanto dentro como fuera de Cuba. Así, Francisco Morán, que ha recogido una notable muestra en la sección «Palma Negra», escribe que es precisamente esta tradición negativa la que «hace confluir, por primera vez en treinta y ocho años, a los escritores del exilio […] con los escritores de la isla»4. Se trata, como bien dice Morán, de un discurso poético que «descalifica y socava el mito»5.
Pienso que, acaso, valdría la pena recurrir a Nietzsche y a El origen de la tragedia (título, sin duda, con una resonancia especial en la Cuba de hoy) para denominar estas dos tradiciones, llamando a la primera, perspectiva apolínea, y a la segunda y opuesta, la negativa, dionisíaca. Estos nombres no se corresponden, tal vez, con todas las significaciones nietzscheanas asociadas a ambos términos, pero sí con algunas que me parecen determinantes; así, de la primera, la apolínea, podríamos destacar su espíritu socrático, cómo se manifiesta en ella «la ilusión sin límites del optimismo»6; frente a la segunda, espíritu pesimista, propio de aquellos que han visto, espíritu que da cuenta de lo extraño, lo monstruoso, lo paralizante, y que pone en evidencia que «del aniquilamiento del individuo puede nacer un goce»7. La tradición mitológica o apolínea de la poesía cubana tendría, pues, la misma función que para Nietzsche: ser una máscara que se coloca sobre la visión otra o dionisíaca, como esa «ilusión que oculta su verdadera naturaleza bajo un velo de belleza»8.
Digamos, entonces, que la tradición otra o dionisíaca pone en entredicho la tradición canónica, mítica o apolínea; nos hace recordar que ésta no sólo se basa en el mito, como dijera Lezama, sino también, en cierta medida, en el chisme, en el cotilleo: «y dice que es aquella isla la más fermosa que ojos hayan visto» (lo que dijo Las Casas que dijo Colón) y, también, en el malentendido (Cuba era, en la mente de Colón, Cipango, la tierra del oro y las riquezas). Después de todo, malentendido y chisme, ¿no son acaso ingredientes esenciales del mito? Y es que esta otra tradición dionisíaca encierra un discurso que resulta, en última instancia, contra-colombino: Cipango se convierte en la tradición dionisíaca en una isla cualquiera: otra isla más; o en una tierra frustrante para el individuo, o, incluso, en la isla de los infiernos. (No hace falta recordar «La isla en peso», de Virgilio Piñera, como paradigma de esa tradición negativa o dionisíaca).
Quiero referirme, en estas líneas, a un poema menor y prácticamente desconocido9 que, sin embargo, desde mi punto de vista, posee, para esta tradición otra o dionisíaca, un valor simbólico similar al que tienen las famosas palabras de Colón en la tradición apolínea; con la ventaja, asimismo, de que este poema menor abunda mucho más en el tema que nos interesa que las escuetas y archicitadas palabras del Almirante.
«A la isla de Cuba», que así se titula el poema, puede considerarse uno de los textos fundadores (entendiendo esta fundación en un sentido simbólico, aunque cronológicamente sea otro su lugar) de la «Palma negra», ya que encarna, como las palabras de Colón, la mirada del otro, la mirada del forastero, del viajero o del trasterrado. ¿Y no es acaso la mirada del otro la que primero empieza a constituirnos, la que comienza a darnos la dimensión de lo que somos? Se trata, por otra parte, de un poema cómico, y ¿qué mejor comienzo para la tradición otra que justamente la comicidad, la burla? Pocas estrategias más eficaces que lo cómico para «socavar el mito».
En «A la isla de Cuba» encontramos una mirada que representa un contrapunto a la visión colombina; contrapunto establecido por un sujeto-autor que, al parecer fue también, como Colón, un marino, pero en este caso del siglo xix, y, al contrario que el Almirante, anónimo, sin nombre y sin hazañas que contar o que cantarse. Se trata de unos versos menores, costumbristas, aunque escritos con bastante gracia, una gracia que se percibe todavía hoy (tal vez sea ese uno de los rasgos de la tradición dionisíaca, que los textos que la representan tienen un algo, cercano a lo real cubano, que los mantiene vivos, inmunes al paso de los años). El poema fue incluido por Antonio de las Barras y Prado en un libro no demasiado citado10, pero de gran interés y muy ilustrativo y recomendable para acercarse a La Habana y, en general, a la Cuba del xix. Se trata del titulado La Habana a mediados del siglo XIX. Memorias, escrito por un comerciante asturiano-andaluz («un caso de equilibrio entre el norte y el sur de España»)11, nacido en 1833 y que reside, al parecer, en Cuba entre 1851 y 1861. Las memorias, sin embargo, sólo van a ser publicadas póstumamente en Madrid en 1925 por Francisco de las Barras, su hijo. Así presenta el poema Antonio de las Barras en su libro:
Por entonces [aproximadamente, año 1861] circulaban por La Habana unos versos humorísticos, escritos, según me han dicho, por un guardia marino, desesperado por
la nostalgia, que estuvo de guarnición en un buque de este apostadero12.
Y añade De las Barras que, «aún cuando no muestran simpatía por la Isla tampoco pueden tacharse de ofensivos»13. «A la isla de Cuba» es, entonces, como decíamos, un texto anónimo, o aparentemente anónimo (siempre cabe la posibilidad de que lo hubiera escrito el propio autor de las Memorias, pero esta circunstancia no alteraría nuestro punto de vista: Antonio de las Barras sigue siendo un trasterrado anónimo, o sea, nadie); un poema que aparece, también —al igual que en cierto modo la frase fundadora del Diario… de Colón— sin la firma del autor original; un texto obtenido, asimismo, a través del chisme. Aunque aquí se trata de unos chismosos marginales, de mucha menor categoría (marginalidad, por otra parte, congruente con la propia tradición que instituye): De las Casas, el relator y chismoso ilustre, ha sido sustituido por De las Barras (la sustitución en los nombres es sin duda sugerente, de una resonancia premonitoria pavorosa: casas, para los apolíneos; barras, para los dionisíacos), chismoso menor y casi desconocido. Y el supuesto autor del chisme, el gran Almirante, se ha transformado en el oscuro, anónimo guardia marino español trasterrado.
Leyendo el poema, acaso lo primero que llama la atención es la cita que lo encabeza, versión de las palabras del Almirante, confusión entre fama y fermosura, que, desde el primer verso, nos percatamos que están colocadas con intención irónica, de burla. Y es que tanto la visión ofrecida de la Isla como el tono de sátira, de mofa que recorre el texto, se encargan de poner en entredicho las palabras de Colón sobre la supuesta fermosura (aquí presentada como fama) de la Isla.
Es éste un texto de la anti-utopía, y todavía más, del hartazgo. «Espejo de impaciencia», podríamos, acaso, titularlo, para continuar con nuestra idea de su carácter fundacional. Aparecen aquí, como en «El verano en La Habana», de Muñoz del Monte, las referencias negativas al clima de la Isla, elemento central en el poema, presentado con imágenes similares. Así, donde Muñoz del Monte escribe del sol que «La masa cerebral volatiliza; / La médula transforma en vapor denso, / Y en las venas la sangre carboniza», el trasterrado español habla de ese sol radiante que «el cerebro derrite a los humanos», de esa tierra donde «se pasa sudando el año entero / lo mismo en agosto que en febrero», o se refiere a «la llama abrasadora de tu sol, [que deja] su cerebro calcinado», o califica al clima de la Isla de «endemoniado»; o dice incluso que «...el Eterno / bajo tu suelo colocó el Infierno» (verso cuyas resonancias escapan, al menos leyéndolos hoy, de lo exclusivamente climatológico). De estas imágenes negativas sobre el clima de la Isla me parece de gran eficacia la burlona «Sartén de Nuevo Mundo» que, acompañada con sorna de ese «te saludo», remite y da la vuelta a los habituales saludos al sol de los románticos, que pueden hallarse en nuestra lengua en Espronceda o en la Avellaneda. Pero el español trasterrado va más lejos que el Muñoz de «El verano...» —audacia que, tal vez, puede permitirse un trasterrado español a diferencia de uno americano—: no se percibe en «A la isla...» la más mínima duda ni posibilidad de arrepentimiento, no hay en este texto ninguna «lágrima quemante» que pueda hacer retornar, con añoranza, lo rechazado.
En «A la isla...» se añaden, además, a la terrible circunstancia del clima por todas partes, nuevos motivos para el descontento y el rechazo. Como la presencia de alacranes, terremotos, cucarachas, mosquitos —esos mismos insectos que tanto exasperaban a la Condesa de Merlín—; enfermedades; junto al desconcierto burlón y al extrañamiento por el empleo que se hace en la Isla de la lengua propia. En este punto, merecería, tal vez, la pena que hiciéramos una digresión.
Podría pensarse que el autor-hablante de este poema se corresponde con el modelo del trasterrado ovidiano, ese que tan bien ha descrito Claudio Guillén en su espléndido El sol de los desterrados. Y algo de eso hay en estos versos, a través de cuya burla se lee, sin duda, la extrañeza, la incomodidad, el mal-estar en el sitio en el que se habita probablemente de manera forzada, lugar que no se reconoce como propio y que produce un choque, un rechazo para ese hablante forastero del poema. Llama la atención, sin embargo, que esa nostalgia del trasterrado se hace palpable, fundamentalmente, en el lenguaje; no en la lengua, que desde luego es la misma, sino más precisamente en el habla. Incomodan así al forastero que habla el mismo idioma, que a los hombres pacíficos se les llame mansos; o a los ancianos, grandes (acepción que, por cierto, no se utiliza ya apenas en Cuba); o casacas a los fraques, o bailadores a los bailarines, o todos esos Panchitas y Panchitos, etc. Es como si el hablante-autor del poema, ese supuesto marino español, sintiera, no sólo que no puede «servir a dos gramáticas a la vez»14, como dijera el cubanoamericano Pérez Firmat, sino más aun, que incluso dentro del mismo idioma, es imposible servir a dos hablas a la vez. En este sentido, el poema resultaría precursor de ciertos textos escritos por emigrantes en los que tiene una significativa presencia la nostalgia idiomática.
Pero volvamos a nuestra perspectiva cubana. Me parece interesante destacar cómo son vistas en el poema las mitificadas frutas de la Isla, presentadas como parte de la chanza del trasterrado. Así, como si se escribiera una especie de «Silva cubana» al revés, los plátanos, híscaros y caimitos, las guayabas y mamones, el aguacate y el quimbombó, el azúcar y el tabaco, y aun las archi-simbólicas palmeras cubanas pierden todo su poder mitológico; parafraseando a Cintio Vitier, podríamos decir que se convierten en «unas frutas cualquieras» (sin que deje de resonarnos la connotación negativa de la palabra cualquiera).
Pero «A la isla...» remite también a otro poema de la tradición negativa en el xix, aquella «Sátira contra los vicios de la sociedad cubana», de Federico Milanés. Aunque al trasterrado no le interesa tanto lamentarse de lo que funciona mal en la sociedad, sino sencillamente burlarse de algo que entraría en el orden del carácter, o de la identidad del cubano: «Pero en cambio su ardiente fantasía / morir no les hará nunca de hambre, / que cada cual percibe en su alma inquieta / la inspiración bullir del que es poeta». La burla toca entonces una zona acaso más sagrada en Cuba que la naturaleza con su sol, sus palmas, sus frutas; esto es, el propio carácter de sus habitantes, y especialmente, su más que pródiga disposición poética. Aparece entonces en el poema la siempre poética isla de Cuba, en la que todos andan prestos a poetizar y a componer alabanzas a cualquier cosa típica del terruño, por menor que resulte ante los ojos del otro, del extranjero o del forastero (¡cuántos poemas cubanos nos hace recordar el trasterrado con ese verso: «todos ensalzan con ardiente anhelo / las aguas del simpático Almendares»). Y es que pienso que este poema tan menor es un compendio de la poesía de la tradición otra, negativa o dionisíaca del xix; que contiene, además, de modo casi explícito, la propia crítica hacia la tradición apolínea, esa tradición que se revela a menudo tan cercana al ridículo, mitificando lo mismo el cielo cubano, que los mangles de la Isla, que el prematuro fin de la abuelita: «Todos cantan aquí el cubano cielo / los mangles, las palmeras y los mares, / los felices natales de Panchita, / y el prematuro fin de mi abuelita». (Entre paréntesis, también resuena ahora de un modo peculiar para los cubanos ese verso sobre el supuesto prematuro fin de la abuelita, o abuelito, con sus cantos asociados. Pensemos, por ejemplo, en la reciente antología Viaje a los frutos con sus textos laudatorios sobre el Comandante abuelito). Para ser justos, habría que decir entonces que más que nostalgia o añoranza por su tierra de origen hay en este texto aburrimiento, empacho, hartazgo (hastío sería demasiado metafísico): la mitificada fermosura (causa de la fama de la Isla), una vez descrita y desmenuzada, no produce así tanto el deseo de regresar, de volver a la tierra de origen —tampoco, a la manera casaliana, «un ansia infinita de llorar a solas»— sino, simplemente, unas ganas inmensas, vulgares y antipoéticas de «dejar la pluma».
Quisiera terminar anotando que tiene razón Antonio de las Barras cuando dice que el poema, a pesar de todo, no resulta ofensivo. «A la isla...» nos hace reír o sonreír todavía hoy a los cubanos (acaso más que en el siglo xix). Desde el punto de vista cubano, y siguiendo a Jorge Mañach, podría decirse que este texto constituye una de las mejores muestras escritas en verso —por un español trasterrado, un viajero— de choteo de la cubanidad. Los versos ponen así en evidencia la perspicacia de este choteador, su habilidad para, como dijera Mañach, discernir «lo cómico en la autoridad»15, para «descubrir lo objetivo risible que había pasado inadvertido a los observadores más intensos»16. El choteador, trasterrado español, chotea así aquello que los choteadores por antonomasia no se atreven nunca, o casi nunca, a chotear: su identidad, su cubanía. Paradójica, irónicamente, a muchos cubanos de hoy nos resulta más cercano De las Barras, el trasterrado español, y su choteo, que De Las Casas, el Almirante, y la supuesta fermosura de la Isla.
NOTAS:
1 Fue presentado en el VII Congreso de la Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos, en septiembre de 2006. Se publicará próximamente dentro de las Actas de dicho Congreso. 2 «A la isla de Cuba»; en Barras y Prado, Antonio de las; La Habana a mediados del siglo XIX ; Memorias, publicadas por su hijo Francisco de las Barras de Aragón; Imprenta de la Ciudad Lineal, Madrid, 1925, pp. 53-55. Las cursivas no son mías. Se encuentran en la edición original. 3 Pienso que dentro de esta tradición otra se inscriben también poemas de algunas autoras cubanas del XIX, como »En la bahía», de Luisa Pérez de Zambrana o varios textos de Mercedes Matamoros (Consultar mi artículo «En la bahía: una visión distinta sobre lo otro cubano»; en Encuentro de la cultura cubana , nº 40, 2006, pp. 238243. Ver también el artículo «Contra Colón: la distopía en la poesía cubana del XIX y del XX», en prensa). 4 Morán, Francisco; La isla en su tinta. Antología de la poesía cubana ; Verbum, Madrid, 2000, p. 23. 5 Id., p. 25. 6 Nietzsche, Friedrich; «El origen de la tragedia»; en Obras inmortales ; Edicomunicación, Barcelona, T. 3, p. 1253. 7 Id., p. 1245. 8 Id., p. 1284. 9 La única referencia que he encontrado a este poema aparece en el prólogo a la edición de las Poesías líricas , de Gertrudis Gómez de Avellaneda, publicadas en Madrid en 1974 en edición de José María Castro y Calvo. Castro
y Calvo comenta el libro en el que aparece el poema, o sea, las memorias de Antonio de las Barras, e incluye el texto completo, aunque con numerosos errores. (Consultar Castro y Calvo, José María; «Edición y estudio preliminar»; en Gómez de Avellaneda, Gertrudis; Poesías líricas ; Atlas, Madrid, 1974, pp. 2425). 10 Ha sido utilizado fundamentalmente con dos propósitos: desde España, para dar cuenta de la presencia de los asturianos en Cuba; desde Cuba, para referirse a uno de los aspectos tratados con mayor minuciosidad en las Memorias : la esclavitud y los negros. De este segundo caso es ejemplo el libro de Walterio Carbonell Cómo surgió la cultura nacional (Ediciones Bachiller, Biblioteca Nacional, La Habana, 2005, segunda edición corregida y aumentada), que cita prolijamente a Antonio de las Barras y Prado. 11 Barras de Aragón, Francisco de las; «Dos palabras»; prólogo a Barras y Prado, Antonio de las; La Habana a mediados , del siglo XIX. Memorias , publicadas por su hijo Francisco de las Barras de Aragón; Imprenta de la Ciudad Lineal, Madrid, 1925, p. 7. 12 Barras y Prado, Antonio de las; La Habana a mediados del siglo XIX ; ed. cit., p. 53. 13 Id. 14 Pérez Firmat, Gustavo; Cincuenta lecciones de exilio y desexilio ; Ed. Universal, Miami, 2000, p. 21. 15 Mañach, Jorge; «Indagación del choteo»; en La crisis de la alta cultura en Cuba. Indagación del choteo ; Ed. Universal, Miami, 1991, p. 63. 16 Id.