Yo, Federico Escario García, de cuarenta y tres
años de edad, en el empleo desde el veintiocho de marzo de mil ochocientos
noventa y cuatro, Coronel Jefe de media brigada, Primera Brigada, División de
Manzanillo; General de Brigada en el Consejo de Defensa de Santiago de Cuba,
constituido el 15 de julio de 1898 para considerar la capitulación y en la
capitulación firmada el 16 de julio de 1898, por la parte española junto al
Teniente Coronel Ventura Fontán y por la parte americana el Mayor General
Joseph Wheeler, Mayor General W. H. Lawton y Teniente Primero J. D. Miley en la
misma ciudad, sumo a la amargura de la derrota, la decepción de comprobar la
inutilidad de tanto esfuerzo por la integridad de la patria en una tierra en
que sus hijos rechazan la hispanidad por herencia, sus bienes de abolengo, si
bien es cierto que España, más que madre, ha sido para ellos madrastra.
He visto al león exhausto, hambriento, enfermo,
caer de rodillas ante el ataque de la jauría. He escuchado los relatos de
sobrevivientes del buque Mercedes, hundido inútilmente en la parte estrecha del
canal de la bahía, acerca del ataque insurgente en los españoles que llegaban a
la orilla, desarmados, casi desnudos, heridos, enfermos. He presenciado un
ejército sin comida, ni agua, ni suficiente pertrecho, totalmente desatendido
por una población cuyas propiedades abandonaba para que aquel las defendiera. Si
solamente quinientos veinte hombres habían estado resistiendo por diez horas a
las fuerzas invasoras en El Caney, con toda clase de privaciones y con una
población civil extra de veinte mil refugiados, muchos de ellos chaqueteros que
eran voluntarios y que llegaron de Santiago el día 5 tras el anuncio del
bombardeo, ¡qué no habríamos podido hacer de haber llegado a tiempo; Oh, Dios,
no permitas que mi patria pierda cuatro siglos de grandeza!
Recibí órdenes precisas de la Habana, por
telégrafo, de salir inmediatamente de Manzanillo para Santiago de Cuba, sin
distracciones en el camino para llegar antes del 1º de julio de 1898 y ayudar
en su defensa.
No llegué a Santiago sino la tarde del 3 de julio,
gracias a tácticas dilatorias, hostilidad y encuentros diarios con insurgentes
cubanos, notablemente los del general cubano Pancho Estrada, que tendieron
emboscadas a lo largo de cincuenta y dos leguas de marcha forzada y mataron o
hirieron a noventa y siete de mis hombres.
Salí de Manzanillo el 22 de junio a las 5 de la
tarde. Cuando regresamos a esta ciudad después de la batalla de Peralejo, el
general Martínez Campos escribió al ministro de la guerra que la recepción del
pueblo de Manzanillo, tan frío e indiferente de ordinario, lo había indemnizado
de las preocupaciones de esos días. Ahora yo tenía mis nuevas y graves
preocupaciones. No pude esperar la llegada de provisiones desde Jamaica en el
vapor Purísima Concepción que, aun burlando la vigilancia del bloqueo americano,
fue atacado por los buques americanos en Casilda el día 20 y aunque estaba
siendo defendido por los vapores Fernando el Católico y el cañonero
Dependiente, el combate duró hasta el mismo día 22 y llegó a Manzanillo el 25
de madrugada. Mi columna salió compuesta por tres mil setecientos cincuenta y
dos hombres; de los batallones de Alcántara, Andalucía, Cazadores de Puerto Rico
y dos batallones del regimiento Isabel la Católica; la segunda sección de la
primera batería del quinto regimiento de montaña; parte de la octava compañía
del primer regimiento de zapadores; guerrillas montadas de Calicito, Bayamo y
Manzanillo; cinco oficiales médicos y treinta hombres del departamento médico
destinados a los hospitales de Santiago y la décima compañía de la columna de
transporte a cargo de trece mil raciones de galletas y quince mil raciones
extra de comida cargadas por ciento cuarenta y ocho mulas y cincuenta bestias
de carga.
La noche del 22
acampamos en Palmas Altas, en la que muy pocos pudieron descansar como
pretendíamos, quizás porque el suelo anegado por la constante lluvia contrastaba
demasiado con la comodidad que quedaba atrás y tan cerca.
El 23 amaneció más claro
el cielo, recogimos el campamento, reorganizamos la columna e iniciamos la
marcha a las 5 y 30 abriéndonos paso por el margen izquierdo del Río Yara,
cortando la alta hierba de Guinea y pasando lejos de las poblaciones para
evitar encuentros con el enemigo, según la orden recibida. Atravesamos la
llanura de Don Pedro y al oscurecer ordené acampar en un vado del Río Yara, al
lado del célebre pueblo homónimo. La vanguardia contestó un fuego cerrado de
diez minutos que mató a un hombre e hirió a tres. Habíamos sido hostilizados
durante todo el día, pero el enemigo se retiró según el reporte de
reconocimiento de la fuerza montada. La acampada fue tranquila y placentera en
una arboleda, con un cielo claro.
La mañana del 24 fue
anunciada por el toque de diana y después del café se organizó la columna y
continuó la marcha a través de Arroyo Pavón, Ana López y Sabana la Loma,
sosteniendo ligeras escaramuzas en que murió un hombre y otro fue herido,
acampando en la ribera del Río Canabacoa.
El día 25 levantamos
campamento a la hora acostumbrada y se procedió a formación bajo un fuerte
aguacero, continuando la marcha por Las Peladas, Palmarito y cruzando los ríos
Buey y Yao, armando campamento en Babatuaba. Como ayer, la columna fue
hostilizada todo el día, pero el enemigo siempre fue rechazado y dispersado,
aunque murió un hombre. La noche pasó tranquilamente.
Al cruce del Río Buey no
pude evitar el recuerdo del 13 de julio de 1895, del valiente general
Santocildes; el que no se apuraba por falta de municiones mientras quedaran
bayonetas; el que dudaba que hubieran fundido la bala que le quitara la vida y
acto seguido se la quitaron tres. De aquí partieron hacia Peralejo unos mil
trescientos hombres al mando de Santocildes, las dos columnas que habían salido
de Veguitas; una a las 5 de la mañana con Martínez Campos, su Estado Mayor y
los trescientos hombres montados del Primer batallón de Isabel la Católica más
cuarenta guerrilleros montados de Manzanillo, bajo las órdenes del teniente
coronel Vaquero; la otra treinta minutos después, a las órdenes de Santocildes
con el resto, donde se incluían doscientos cincuenta hombres del Sexto
Peninsular del teniente coronel San Martín y la columna mía que había se había
unido a Martínez Campos a las ocho de la noche del día anterior, proveniente de
Manzanillo, a marcha forzada desde el mediodía y el fango al pecho de la cabalgadura, con
cuatrocientos seis hombres del Segundo batallón de Isabel la Católica y sesenta
guerrilleros montados. Acabando de pasar el Buey por Barrancas se avistó al
enemigo en el flanco izquierdo de la sabana, sin que nos hostilizaran. Una
guerrilla de cuarenta hombres de Travesí y cuarenta de Isabel la Católica
hicieron un reconocimiento infructuoso. Marchábamos a eso de las doce del día
por el camino de Magüey, a dos kilómetros de la bifurcación del camino a
Peralejo, cuando la vanguardia del teniente coronel José Vaquero encontró al
enemigo, rompiéndose el fuego. Treinta minutos después, ya dentro de la sabana,
el fuego enemigo nos envolvía, atacaron primero a la vanguardia, luego los flancos
derecho e izquierdo y finalmente por la retaguardia, alternativamente, al ser desplazados
varias veces de sus posiciones por nuestras fuerzas montadas, pero restablecidos
en el acto por superioridad numérica. Se intensificó el fuego por la
retaguardia a mi mando y la extrema retaguardia al mando del comandante Félix
Díaz Andino. La situación era enervante; nuestro avance en un cuadro de un
kilómetro estaba limitado por sendas cercas de alambre de púas y un arco de
manigua que se extendía al frente y los lados desde donde el enemigo disparaba
oculto contra nuestras tropas descubiertas.
El capitán Méndez,
ayudante del general Santocildes, ya fuera de la sabana, en el camino de
Bayamo, recibió una respuesta descortés al instar a su jefe a que abandonara su
posición, creyendo que estaba siendo apuntado por el enemigo; luego de algún
tiempo, a la tercera hora de combate, pudo verlo en el suelo rodeado de dos
asistentes, muerto al lado de su ayudante de campo el teniente Sotomayor, que
lo quiso socorrer. Se hizo cargo de la columna el mismo Martínez Campos, quien
puso a la vanguardia al teniente coronel Francisco San Martín que había
avanzado desde el flanco derecho hasta esa altura, tras haber sido herido
gravemente el teniente coronel Vaquero. Martínez Campos concibió un avance
después de una hora de fuego cerrado y ordenó cargar a los frentes de la
sección exploradora y las compañías primera y tercera de Isabel la Católica al
coronel teniente coronel de Estado Mayor Máximo Ramos, su ayudante capitán
Primo de Rivera y su ayudante teniente marqués del Baztán, lo que puso en fuga
al enemigo, todo cubierto con fuego vivo de los flancos. Notando el general que
la retaguardia a mi mando estaba a la altura del camino de Magüey, concibió
invertir el orden de formación, tomando yo la vanguardia y ésta pasando al
flanco derecho y retaguardia; pero el paso del arroyo Babatuaba se convirtió en
un cuello de botella por el alto número de acémilas y heridos y volvió a
intensificarse el combate. Entonces la caballería enemiga, demasiado tarde,
intentó obstaculizar el paso por el flanco izquierdo, pues no habían apostado
fuerza alguna en el arroyo. Maceo quedó desconcertado y, ya cruzado el arroyo,
sólo algunos grupos de caballería hostilizaban nuestra retaguardia. Llegamos a
Bayamo a las 9 de la noche, burlando a un enemigo seis veces superior, práctico
en el terreno, hábil y bien armado.
Había llegado el general
en jefe con su Estado Mayor a Manzanillo en el vapor Villaverde, 10 de julio de
1895 a las 10 de la noche, recibido por el comandante general del distrito Sr.
Lachambre, el comandante militar de la plaza, el ayudante de Marina y el
alcalde municipal. Llevaba el propósito de visitar Bayamo donde según la voz
general había grandes deficiencias y Lachambre le informó que tenía noticias de
que a tres leguas de Bayamo esperaba Maceo con tres mil negros del sureste
oriental más las partidas de la jurisdicción, cuyo cabecilla más importante era
Bartolomé Masó, pero quien no secundaba a Maceo en su obra de destrucción,
desolación, asesinatos y atropellos, lo que provocó entre ellos gran disgusto. Pidió
cabalgaduras para sus hombres sin indicar el rumbo que tomaría la próxima
madrugada a las cuatro, acompañado por la columna del teniente coronel Vaquero,
perturbando el silencio de las calles de la ciudad, como alma que lleva el
diablo.
El 26 de junio de 1898 recomenzó
la marcha a Santiago a las 6:30 de la mañana. Tuvimos un día muy largo y
atareado con escaramuzas contra avanzadas enemigas a través de las alturas de
San Francisco, Peralejo, Río Mabay y Almirante, donde acampamos. Castigamos
duramente al enemigo sin sufrir el más leve daño.
La moral de la columna
era excelente y la hora apropiada para elevar su espíritu haciendo una movida
que, aunque contradecía las órdenes de no trabar batalla, satisfaría un deseo
generalizado en la tropa: no pasar de largo ante una ciudad ingrata e infestada
de enemigos. Decidí que el segundo comandante ocupara Bayamo. Ordené al coronel
Manuel Ruiz formar dos columnas con 600 infantes y una de caballería. Las tres
columnas salieron a las 3 de la tarde, después de la primera merienda, rumbo a
Bayamo, a mostrarle que todavía España estaba viva y a dispersar al enemigo. Al
mando de la fuerza de caballería iba Luis Torrecilla, comandante del primer
batallón de Isabel la Católica; el teniente coronel Baldomero Barbón en uno de
los grupos de infantería y el otro a cargo del mismo coronel Ruiz. Las tres
columnas avanzaron hacia diferentes puntos, acercándose al objetivo sin
dificultad; se escuchaban señales de alarma y se veían grupos corriendo por las
calles, pero el enemigo no disparó hasta que nuestras columnas silenciosas y en
orden alcanzaron la ribera del Río Bayamo, tratando de detenerlas con un fuego
estable de fusilería.
A la orden de ataque
nuestras fuerzas cruzaron raudamente el río, armas en ristre, y entraron sin
resistencia al bastión enemigo de España. Tuvimos que lamentar una sola baja.
Aquella horda tuvo que retroceder en fuga precipitada. Ocupamos edificaciones y
calles y varios grupos reconocieron la ciudad completa. Se encontraron paquetes
de documentación y correspondencia y se destruyeron la estación y parte de la
línea telegráfica que habían establecido los insurgentes con Jiguaní y Santa
Rita.
Como era de esperar, los
bayameses no brindaron información alguna sobre el enemigo. Unos pocos
entreabrían las puertas por curiosidad, sin disimular su disgusto por la
presencia inesperada e indeseada del soldado español.
Las fuerzas regresaron a
Almirante desconociendo los resultados de ese día; sólo después se supo: el
enemigo tuvo diez muertos y nueve heridos. Así terminó la primera parte de
nuestra gloriosa marcha desde Manzanillo.
Resulta imposible
ignorar la diferencia que hacen tres años en la vida cotidiana. Nuestra entrada
a Bayamo con Martínez Campos el 13 de julio de 1895 fue triunfal. Se comentaba
que en los alrededores se habían concentrado unos seis mil separatistas
incluyendo a los Maceo, Tamayo, Rabí, Salvador Ríos, Periquito Pérez, Quintín
Banderas. Antonio Maceo quería dar un golpe de efecto que bien podía ser volver
a quemar la ciudad, conociendo su situación defensiva por sobrados informantes
internos; no tenía fuertes exteriores, ni circuito de ninguna clase, las
defensas interiores eran débiles y aisladas, sus combatientes y recursos no
eran una incógnita: la ciudad estaba prácticamente desguarnecida desde el día 9
de julio de 1895 en que habían salido cuatrocientos hombres escoltando un
convoy a Cauto y sólo quedaba una sección de artillería con una pieza de
montaña, otra sección de ingenieros, una guerrilla de catorce caballos y unos
ciento cincuenta infantes, unos cuarenta voluntarios, alrededor de cien
enfermos del hospital militar disponibles y unos trescientos fusiles. Por eso
la noche del 12 el comandante militar Vara del Rey, esperando un ataque masivo
por todos los puntos, al tomar sus disposiciones, animó a la ciudadanía con
excelente espíritu, pero con precarias posibilidades. Maceo no atacó Bayamo
porque la acción contra Martínez Campos en el camino de Manzanillo valdría
mucho más. En esta ciudad el Casino español sirvió de capilla ardiente amplia
para los cadáveres de los héroes que pudieron rescatarse; el entierro de
Santocildes, su ayudante Sotomayor y los
otros mártires, a las 5 de la tarde del domingo 14, significó una muestra de amor
patrio; ahora nos tocaba la otra cara de la moneda.
Al romper el día 27 de
junio en Almirante levantamos campamento y seguimos camino por la sabana de
Guanábano, a través de Chapala cruzando el Río Cautillo, destruyendo la línea
telegráfica enemiga desde Bayamo hasta Santa Rita, donde acampamos sin novedad.
A las 6 del día 28
retomamos la marcha hacia Baire vía Cruz Alta, Río Jiguaní, Jiguaní, Piedra de
Oro, Granizo, Cruz del Yarey y Salado.
El enemigo, más numeroso
que en días anteriores y en alturas dominantes del vado del Jiguaní, trataba de
impedirnos cruzarlo, lo que frustramos con oportunos ataques por sus flancos y
tiros de artillería precisos. Después continuamos la marcha sin interrupción
hasta Cruz del Yarey, donde aparecieron nuevamente, pero ofreciendo menos
resistencia.
Estaban resueltos a
impedir nuestra marcha, sin embargo, pues nos estaban esperando en las ruinas
de lo que había sido el poblado de Baire y en cuanto nos divisaron comenzaron
un hostil fuego de fusilería, silenciado por el rápido avance de la vanguardia
que los precipitó a una vergonzosa fuga. En este encuentro fue herido mi
segundo comandante, coronel Manuel Ruiz, y muerto su caballo. Tuvimos cuatro
soldados muertos y cinco heridos y acampamos esa noche en Baire.
El día 29 mandé a
suspender la marcha para descansar. Lo sofocante de la marcha abriendo camino
por la alta hierba a lo largo de casi todo el trayecto en fila india, la lluvia
incesante que mojaba la ropa y ponía el suelo resbaladizo, las enfermedades y
heridas que provocaban largas filas de camillas, la certeza del cumplimiento de
la mitad del camino, la condición sine qua non de una encrucijada con tres
caminos diferentes a Santiago, todo esto me llevó a esa decisión. Tuvimos tres
heridos más, aun así.
El 30 al amanecer
abandonamos Baire y nos encaminamos a Palma Soriano, donde dejamos heridos y
muertos para continuar marcha via Ratonera, Arroyo Doncella y el Río Contramaestre
hasta La Mantonia, con el objetivo de pasar la noche. Pero tan pronto como la
columna comenzaba a ocupar el camino a la Ratonera, el enemigo abrió fuego
desde trincheras, siendo silenciado por las primeras tropas que salían. No me
fue difícil vislumbrar que ese ataque era un preludio de emboscadas y cambié la
ruta para evitar bajas, por lo que nuestras fuerzas llegaron a los barrancos de
Arroyo Doncella, cuyo vado alcanzamos por un estrecho sendero. Nuestra vanguardia
provocó la salida del enemigo de sus posiciones en acecho sin contestar a sus
disparos. Cuando nos concentramos nuevamente tras vadear el Doncella, nos
decidimos a vadear el Contramaestre, donde debía de esperar el enemigo, a
juzgar por sus notas y amenazas escritas a lo largo de la ruta. El teniente
coronel Baldomero Barbón, al mando de media brigada de vanguardia desde que el
coronel Ruiz había sido herido, desplegó sus soldados en orden de combate y
avanzó resueltamente. Nuestra columna tenía que salir de la zona montañosa a
través de un estrecho valle del Contramaestre, en descampado, a plena vista de
posiciones dominantes del enemigo y obligados a ascender la empinada ruta hacia
la ribera opuesta. Con la hierba de Guinea como escudo y sus corazones como
trincheras, estos bravos soldados me seguían con aplomo y disciplina. Era
verdad que el enemigo nos acechaba en grandes números y posiciones
inexpugnables para adversarios que no aceptaran el reto, pero los
desconcertamos con un fuego cerrado de fusilería, disparos certeros de
artillería y un avance relámpago que les derrumbó su moral combativa y los hizo
retroceder, abandonando sus posiciones a los que desafiaban la muerte, conscientes
de su tarea sagrada impuesta por el honor.
Tras el cruce del Contramaestre,
a través de extensos pastizales, la columna llegó a la finca La Mantonia, donde
variadas huellas alrededor de sus diversas chozas indicaban la cercanía de
grandes fuerzas enemigas. Como en efecto, tan pronto entró al lugar la
vanguardia, comenzaron a hostilizar con disparos aislados desde trincheras en
una ladera de unos mil doscientos metros cuya línea debíamos pasar sin otra
protección que las altas yerbas.
Francisco González, al
mando de dos compañías de vanguardia del batallón de Alcántara y cumpliendo
órdenes del teniente coronel Barbón, después de haber observado la disposición
de las trincheras enemigas, avanzó firmemente y sin contestar al fuego, a lo
largo del único pasadizo posible, hasta que logró tenerlas a tiro hecho por el
flanco izquierdo, obligando al enemigo a abandonarlas, que también dejó mucha
munición Remington. Fueron heridos ese día nueve soldados rasos y el capitán
Genaro Ramiro, del batallón de Alcántara y murieron cinco.
En Manzanillo se había efectuado
la primera batalla naval donde el alto mando americano pretendía destruir
cuatro cañoneras españolas surtas en el puerto, por los buques Hist, Hornet y
Wompatuck. En media hora de batalla contra las cañoneras, baterías de costa e
infantería desde la colina, el primero fue impactado once veces, el segundo puesto
fuera de combate y el tercero seriamente dañado.
El amanecer del primero
de julio anunciaba un día aciago. Reiniciamos la marcha a través de Las Lajas,
desplazando enemigos de buenas posiciones y vadeando el río Guarinao. Supimos
que cerca de allí había considerables fuerzas hostiles por las escaramuzas que
sostuvieron nuestros destacamentos al sorprender dos emboscadas. La columna
descubrió un campamento recién construido en el centro de una depresión del
terreno, rodeado de escarpadas lomas, con capacidad para unos dos mil hombres.
Convencido de la idoneidad del lugar para una emboscada, impartí órdenes para
el avance y posicionamiento de la artillería.
El enemigo activó una
línea de defensa limitada por montañas a ambos lados e incluyendo la loma de
Aguacate y nuestra estación de heliógrafo. Aunque dedicamos mucho más de la
mitad de la columna repartiendo una lluvia de balas no logramos moverlos.
Ordené alto al fuego y envié señales de corneta porque la tenacidad y
organización de aquellos combatientes me hicieron dudar de su identidad.
Reiniciamos el ataque y mandé tomar las posiciones hostiles. Mi columna avanzó
serena, segura, bien dirigida, gritando hurras a su patria, en pos de la muerte:
con una violenta carga a la bayoneta, desplazó al enemigo de su trinchera,
donde quedaron abandonados diecisiete cadáveres y munición bastante moderna.
Esta batalla fue la más difícil desde que salimos de Manzanillo, con siete
muertos y cuarenta y dos soldados y un teniente heridos: los rebeldes querían
lucirse con Schafter. Continuamos marcha hasta Arroyo Blanco, donde
pernoctamos.
Ese día frente a
Manzanillo pasaron dos buques auxiliares por el canal Cuatro Reales, enviados por
Sampson, de apoyo al escuadrón de Young, derrotado veinticuatro horas antes. El
Scorpion, que portaba cañones de repetición de cinco pulgadas y el Osceola,
comandados por los tenientes Marix y Purcel habían pasado la noche en Cabo
Cruz. En una hora de batalla la precisión, rapidez y uniformidad de fuego de
las fuerzas españolas en Manzanillo obligaron a los americanos a retirarse,
levantando su moral combativa significativamente.
Ese mismo día a las
siete de la mañana en Santiago comenzó el ataque de la flota americana con los
buques New York y Oregon, que duró hasta las once. Desde un globo cautivo
observaban una ciudad fantasma, por cuyas calles transitaba sólo algún soldado,
voluntario o merodeador. Los ladridos de los perros abandonados, el silbido de
los proyectiles volando por sobre las casas vacías y las explosiones
conformaban un concierto macabro. Toda la población había huido hacia El Caney
obedeciendo la advertencia del alto mando americano. En el Caney el general
Vara del Rey combatía casa por casa desde las seis de la mañana, con quinientos
veinte hombres, contra una fuerza invasora mucho más numerosa y poderosa bajo
las órdenes del general Wheeler y el general Linares en la loma de San Juan con
doscientos cincuenta hombres contra el coronel Chaffee. Los americanos no sólo
tenían ventajas numérica y de armas, sino también la cooperación de los
mambises y quizás de la providencia: cuando era transportado en camilla, bajo
una lluvia de proyectiles, con ambas piernas heridas por mosquete, Vara del Rey
y dos camilleros fueron muertos instantáneamente.
El segundo día de julio,
al experimentar la misma estrategia insurgente de lentificar nuestra marcha
hacia Palma Soriano, que alcanzamos a las tres de la tarde, sentí una gran
frustración por no haber llegado a tiempo a la meta: aquellos nuevos cuatro muertos
y seis heridos ya me parecieron bajas inútiles. La respuesta del jefe del
ejército en Santiago a un heliograma que le mandé a San Luis fue que grandes
fuerzas americanas habían desembarcado y dominaban partes de la ciudad y que
debía forzar la marcha para apoyar la defensa de la plaza. Sólo para cumplir
con una orden expresé a mis hombres reunidos: "Soldados: salimos de
Manzanillo porque el enemigo amenazaba a Santiago. Debemos correr a ayudar a
nuestros compañeros. Nos llama el honor; el nuestro y el de nuestros padres.
Yo, que estoy orgulloso de haberlos acompañado en estos días en que nuestra
patria exige de nosotros redoblar energía y coraje, les dirijo estas sencillas
palabras para que sepan que estoy profundamente complacido con vuestro comportamiento,
para destacar la necesidad de hacer un esfuerzo supremo que salve el honor de
nuestra amada patria, como hemos hecho hasta ahora. Entonces gritemos, Viva
España, y vayamos en busca de aquellos que quieren averiguar lo que vale cada
uno de ustedes. La victoria es nuestra."
Ordené una cena
abundante y descanso, sin saber que en Santiago mis compatriotas tenían para
comer solamente arroz hervido. Todos los comercios estaban cerrados y los que
abrían se aprovechaban de la situación.
El 3 de julio la diana
tocó a las dos de la mañana. Marchamos sin descanso, sin comida ni pausa en la hostilidad
rebelde, escuchando el estruendo de la batalla próxima en crescendo, hasta las
once, cuando tuvimos la primera vista de la ciudad sitiada y supimos de la
inmolación de nuestra flota en una escapada imposible. Organicé una columna
relámpago con treinta hombres de los más fuertes de cada compañía del primer batallón del
regimiento de Isabel la Católica y la caballería completa, bajo el mando del
teniente coronel Baldomero Barbón, con la que llegamos a Santiago a las tres de
la tarde. Al llegar el resto de la columna se diluyó en la defensa de la
ciudad.
Durante toda la marcha
habíamos tenido veintisiete muertos y heridos sesenta y ocho soldados, dos
oficiales y un coronel.
Ante la inminencia de la
hecatombe, me aterraba el pensamiento del destino de nuestras familias, allá
lejos, donde los americanos bombardeaban la ciudad desde el mar y los insurgentes
atacaban desde los alrededores.
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