En memoria de Josefita.
Lo que recuerdo de aquel suceso bochornoso es que estábamos de receso entre clases y jugábamos a escupir lo más lejos posible el esputo. Ya sé que suena raro el que tantos chicos dispusieran al mismo tiempo de un escupitajo suficientemente denso como para impulsarlo con el aire expelido por la boca en forma de embudo; mas en el Trópico y en primavera eso es bastante probable. En una escuela nueva, manchar las paredes así, en juego tan inescrupuloso, justificaba la incomodidad de cualquier alma pía. Pero no era por eso que Josefita se molestó. Había salido de su aula como exhalación en el preciso momento en que yo me disponía a disparar con la bala en el directo. Era una vieja señorita solterona, con unos espejuelos de aros plásticos en forma de paramecio, toda cosméticos y una mirada fría que hipnotizaba. Era famosa porque sus castigos de golpearnos en la palma de la mano con una larga regla de madera no los hacía como los demás, sujetando la tuya con la suya: uno mismo debía servirse. Iba descontando los golpes y repetía los números ordinales si uno, en un movimiento instintivo, retiraba la mano. Por esos tiempos se estilaba mucho lo de maestras solteronas; a fuerza de dar el ejemplo siempre, se quedaban pendiendo en las alturas y no se resignaban a casarse con cualquier pelagatos. O eran simplemente lesbianas, como hoy día se autoproclaman sin tanto rodeo. Maestra de quinto grado ella y yo un insignificante alumno del tercero, mis posibilidades de salir ileso del juicio sumarísimo al que seguramente me sometería, eran poco menos que nulas. Nunca he olvidado su perfume de flor marchita, ni su aliento, hablándome a una distancia humillantemente corta, o las arterias del cuello a punto de reventar. Es la hora en que no puedo explicarme qué pudo provocar tal enojo. Sí sé que podía sentirse humillada al tener que trabajar en una escuela de un barrio pobre y soportar las arengas políticas de los funcionarios del nuevo gobierno. Mascullaba las palabras y me miraba con un odio visceral. Yo no sabía qué contestar ni tampoco podía. Estaba seguro de que sólo esperaba mi respuesta para darle un final inesperado al discurso: “Ya ven cuán cínicos pueden ser estos pichones de proletarios”. Yo juro que no pude articular palabra. Y si las hubiese dicho tampoco las recordaría. Estaba muy ocupado con el terror pánico que me producía la bruja. Súbitamente sentí un latigazo en plena cara. Se trataba de la bofetada más infamante, dolorosa e innecesaria que he conocido. De hecho la única, porque Madre nunca me pegó. Llegué a casa con un dolor de cabeza como más nunca tuve; veía diablillos alrededor y una sombra negra. Lo peor era tratar de esconder el incidente porque de haberlo sabido ella, alguna vieja señorita maestra solterona iba a ser arrastrada por las greñas. Mi pobre madre buscó en su jardín lo que a su juicio la farmacopea verde podría poner alivio a una migraña común y ahí quedó cerrado aquel triste capítulo de mi vida. Desde entonces nunca le he hallado el discreto encanto a la burguesía. Luego supe que había tomado el destino de los desterrados y deploré que no hubiera sido el de los enterrados, mientras no había sufrido yo mismo el destierro. Contrariamente a lo que esperaba, nadie se burló de mí al otro día, cuando llegué temprano para poder arrancar una rosa del jardín, como cada día nos disputábamos. Lo que nunca podré olvidar es la curiosidad de mi mejor amigo que intrigado me preguntó: “Ven acá, chico, ¿qué le dijiste a Josefita?”
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