sábado, septiembre 22, 2018

Saco y la anexión (IV)

Nadie me negará que es muy posible una guerra entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña, y muy posible la hace la política belicosa de un partido que desea expulsarla del septentrión de la América. Crece esta posibilidad, si en las próximas elecciones para la presidencia de la república llega a subir al poder el general Cass. En estas circunstancias, ¿cuál sería la suerte de Cuba si, incorporada en los Estados Unidos, se rompiesen las hostilidades entre las dos potencias? Dominando Inglaterra los mares con sus escuadras formidables, bloquearía nuestros puertos; impediría los socorros que pudiera darnos la confederación; nuestros frutos no podrían exportarse y, para colmo de infortunio, echaría sobre nuestras costas un ejército de negros, más temibles por sus simpatías y sus ideas que por sus bayonetas y cañones. Cuba pues, perecería, y perecería asida a la bandera que habría enarbolado como símbolo de salvación.
Pero ni salvación muy segura me parece que habría para la conservación de la esclavitud, aun en medio de la paz. No negaré que la agricultura cubana tomaría, con la anexión, un vuelo prodigioso; pero este vuelo sería debido en mucha parte a los esclavos procedentes de los criaderos americanos; y lo que tan ventajoso fuera para la prosperidad material de Cuba, complicaría su posición política y social. La raya que separa los estados del Norte de los del Sur, va ahondándose cada día. La cuestión de la esclavitud se está debatiendo hoy en ellos con más vehemencia que nunca y la fogosa polémica de la prensa, sostenida por oradores entusiastas en las juntas públicas que se celebran, hacen ya palpitar las entrañas de la república. Si Cuba formase hoy parte de ella, estaría incomparablemente más inquieta que al presente, y hasta quizás se vería obligada a tomar violentas precauciones para impedir que en ella cundiese el contagio de la propaganda. Acaso no dista mucho el día en que los estados del Norte fulminen su anatema contra las regiones del Sur: su separación será entonces inevitable y Cuba, arrastrada por la necesidad de conservar sus esclavos, seguiría la suerte de la nueva nación que al Sur se formará. Entrando en ella, no solo echará de menos en su nueva alianza todo aquel grado de fuerza y protección que fue a buscar en los brazos de la disuelta confederación, sino que quedaría reunida a la parte de ella menos civilizada, menos industriosa, y por desgracia compuesta de distintas razas, tanto más antipáticas, cuanto una de ellas es blanca y dominadora y otra negra y esclava.
Los pueblos de la antigüedad pudieron vivir muchos siglos, rodeados de la esclavitud; pero las modernas sociedades de América, que llevan en su seno esta gangrena, estando constituidas sobre bases muy diferentes, preciso es que sufran las consecuencias de su viciosa organización, o que se atemperen a los principios dominantes de nuestra edad. ¿Y me permitirán mis compatricios que les hable aquí con toda franqueza; se indignarán contra mí, lo mismo que en años pasados, cuando hablé sobre los peligros del comercio de esclavos; las lecciones de la experiencia, no los habrán hecho más tolerantes y previsores; conjurarán la tempestad, apartando la vista de la nube o enmudeciendo a su aspecto? No se me tache pues, de abolicionista, porque no lo soy: yo no soy más que un mensajero del tiempo, un mensajero pacífico del siglo XIX, que es el único abolicionista. Las voces penetrantes que resuenan en Europa y que incesantemente atraviesan los mares; el clamor continuo que baja del septentrión de la América y los ejemplos irresistibles que ofrecen las Antillas extranjeras y las repúblicas hispanoamericanas, anuncian a Cuba que su verdadera salvación y estabilidad consiste, no en injertarse en un tronco enfermo como el suyo, sino en arrojar el veneno que roe sus entrañas. Me dirán algunos que pienso así porque no tengo esclavos; pero por lo mismo que no los tengo, veo las cosas bajo un punto de vista más claro, pues ni me ciega el interés, ni me alucinan falsas esperanzas.
No propondré una marcha precipitada, como la de los ingleses y franceses, porque en nuestro estado, no solo es imposible, sino injusta, impolítica y desastrosa. La ley publicada en Colombia, en 1824, ha sabido conciliar, sin sacudimientos ni violencias, los grandes intereses  que juegan en esta delicada cuestión; y tomándola por base de nuestra reforma social, puede modificarse según las circunstancias; y una de las modificaciones que yo haría, si alguna parte tuviese en tan importante trabajo, sería la de dar otra patria a todos los nuevos libertos, pues harto crecido es ya el número de los que hay en nuestro suelo.
Llego a percibir que, al leer el párrafo anterior, muchos dirán que estoy abogando indirectamente por la independencia, pues, a no ser por los esclavos, hace mucho tiempo que los cubanos la habrían proclamado. Así lo cree el gobierno, y por eso ha escogido como piedra angular de su política en Cuba la esclavitud de los negros y el tráfico de ellos, que tan criminalmente ha protegido. De aquí la repugnancia a fomentar la población blanca y el empeño en introducir una nueva raza de Asia ó de América, para complicar más la situación. Este error, no menos funesto a la colonia que a la metrópoli, nace de haber identificado a Cuba con las posesiones del continente de América, cuando sus circunstancias son tan diversas; pues lo que fue en aquellas un suceso inevitable, en Cuba, aun sin esclavos, es sobremanera difícil. Las colonias continentales de España estaban asentadas en la vasta superficie que se extiende desde las Californias hasta la Patagonia, y desde las aguas del Atlántico, hasta las playas del Pacífico; mas Cuba solo ocupa un espacio muy pequeño en el mar de las Antillas.  La población de aquellas era muy superior en número a la de su metrópoli; mas la de Cuba, aparte de ser muy escasa, está compuesta en mucha parte de peninsulares. Defendían a aquellas de los ataques exteriores la inmensa distancia que las aparta de Europa, la dificultad de sus comunicaciones internas, la espesura de sus bosques y la fragosidad de sus montañas; mas Cuba dista menos de España, y menos todavía por los prodigios del vapor, apenas entonces conocidos: es de fácil acceso por todas sus costas y, en razón de su misma pequeñez, está cortada de caminos en casi todas sus direcciones. Propagado en aquellas el fuego de la insurrección, ¿cómo sujetar a un tiempo países tan inmensos y tan lejanos? Si todo el gran poder de Inglaterra no habría podido someterlos, ¿sería bastante para conseguirlo una nación empobrecida, sin ejércitos ni escuadras y que acababa de salir, tan postrada, de la sangrienta lucha con el capitán del siglo? Cuba sin embargo, por su corta extensión, tiene menos recursos para su defensa, pues, estrechado por la naturaleza el círculo de sus maniobras militares, puede el gobierno reconcentrar con ventaja en un solo punto todas las fuerzas de la nación, y cargar con ellas sobre una débil Antilla, abierta por todas partes a los golpes del enemigo.
Reflexione el gobierno que el mal que teme es menos grave que el que pretende evitar; pues aun en el caso de que sus temores pudieran realizarse en el largo transcurso de los tiempos, siempre le quedaría en Cuba una rama española y un buen mercado español. Reflexione que la raza africana es tan irreconciliable con los europeos como con los cubanos, y que si funesta puede ser para los unos, también puede serlo para los otros. Reflexione que así como él se apoya en los esclavos para evitar la independencia, otros pueden también servirse de ellos para conseguirla. Reflexione que son un gran embarazo en sus relaciones diplomáticas, y que si por desgracia tuviese que sostener una guerra con alguna potencia marítima, los esclavos serían los enemigos más formidables de Cuba. Reflexione que tarde o temprano llegará el día en que la esclavitud ha de sufrir profundas modificaciones; y que si poco a poco no las va preparando, podrá verse forzado a resolver de un golpe el problema, perdiendo entonces a Cuba por los mismos medios con que intentó preservarla. Reflexione, en fin, que si hay algún interés que pueda reunir los peninsulares a los cubanos para hacer la independencia, este interés es la esclavitud.
Unos y otros están muy inquietos por el temor de perderlos repentinamente. Sus temores crecen con los acontecimientos que pasan a su alrededor; y como el vacilante estado de la política de España no les inspira confianza, no sería extraño que, en un momento de conflicto, entendiéndose cubanos y europeos por la comunidad de intereses y peligros, o se declarasen independientes, o se pusiesen bajo el amparo de algún pueblo vecino. Así, vendría a suceder que la misma esclavitud en que el gobierno español se apoya para dominar a Cuba, fuese el instrumento escogido por la Providencia para castigar su pecado.
Si aquella isla se pierde por un levantamiento de los esclavos, o por una revolución anexionista, el gobierno español será el único responsable de cuantas desgracias puedan acaecer. A mí no me consta si en Cuba ha habido conspiración o conspiradores en favor de la anexión: lo que sí me consta es que reina en todos los cubanos un profundo descontento y un vehemente deseo de salir de la esclavitud política en que se hallan. Y no me vengan a citar en contra las serviles representaciones que allí se acaban de hacer, ofreciendo al trono vidas y haciendas en prueba de fidelidad. En los países despóticos, el pueblo no puede expresar su opinión, y en Cuba, donde no hay más voz ni voluntad que la de los hombres que mandan, y donde las firmas son arrancadas violentamente por el temor de la persecución, muy templada ha de ser el alma del cubano, a quien, presentándole uno de esos documentos, vergüenza de mi patria y de la historia, se resista a poner su nombre en ellos.
Por más que digan los parciales y aduladores, la isla de Cuba apenas es una sombra de lo que pudiera y debiera ser. Hasta la misma agricultura, que tanto nos ponderan, pues en ella consiste su riqueza, ¿no está todavía en su infancia, reducida a una esfera muy pequeña, y asentada exclusivamente sobre el deleznable cimiento de la esclavitud? Pero, incluso suponiendo que estuviese en el último grado de perfección, ¿piensa el gobierno que toda la felicidad de los cubanos debe estar cifrada en vender azúcar, café y tabaco, en pasearse en un carruaje por las tardes y en divertirse en bailes y teatros? Los pueblos, al paso que adelantan en civilización, van adquiriendo nuevas necesidades, y los que antes vivieran contentos con solos los goces físicos, ya hoy tienen exigencias intelectuales, políticas y morales que satisfacer. La sabiduría de un buen gobierno consiste en observar atentamente estos progresos sociales, para poner en armonía con ellos las instituciones; pues resistir ciegamente, permaneciendo en la inmovilidad, es provocar una revolución. Cuba se va acercando ya al punto crítico en que la cultura de sus moradores y, lo que es más alarmante todavía, la injusticia y los ultrajes que están sufriendo sus hijos, hacen imperiosa en ella una reforma política. Americanos isleños y continentales, han sentido en todos tiempos el cruel azote de su metrópoli; pero mientras esta no tenía instituciones liberales, cabía en la apariencia la disculpa de que los españoles corrían igual suerte en todas las Españas. Mas hoy ¿qué excusa podrá alegar el gobierno en justificación de la bastarda política que sigue en Cuba?

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