¿Quién fue más
fácil de manejar, más simple y, por decirlo así, más tonto que Claudio, el emperador;
quién llevó más cuernos de su mujer que Claudio de Mesalina? No obstante, la
entregó al verdugo. Los tiranos tontos siguen siendo tontos cuando se trata de
hacer el bien, pero no sé cómo, al fin, por poca lucidez de que dispongan,
acaban empleándola para cometer alguna crueldad.
Es harto
conocido el comentario de Calígula, quien, al contemplar el cuello desnudo de
su mujer, a quien adoraba, y sin quien parecía no poder vivir, la acarició
pronunciando estas edificantes palabras: “Este hermoso cuello podría ser
degollado si así lo ordenara”. He aquí por qué la mayoría de los tiranos de la
Antigüedad solían morir por manos de sus propios favoritos, quienes, tras
conocer la naturaleza de la tiranía, no se sentían seguros de los caprichos del
tirano y temían su poder. Así fue asesinado Domiciano por Estéfano, Cómodo por
una de sus amantes, Antonino por Macrino y así casi todos los demás.
Ésta es la razón
por la que un tirano jamás es amado, ni ama él mismo jamás. La amistad es algo
sagrado, no se da sino entre gentes de bien que se estiman mutuamente, no se
mantiene tan sólo mediante favores, sino también mediante la lealtad y una vida
virtuosa. Lo que hace que un amigo esté seguro del otro es el conocimiento de
su integridad. Tiene como garantía de ello la naturaleza de su carácter amable,
su confianza y su constancia. No puede haber amistad donde hay crueldad,
deslealtad, injusticia. Cuando se juntan los malos, siempre hay conspiraciones,
jamás una asociación amistosa. No se aman, se temen: no son amigos, sino
cómplices.
Ahora bien,
aunque esto no sea un obstáculo, sería difícil encontrar en la vida de un
tirano una sólida amistad, ya que, al estar por encima de todos y no tener
iguales, se sitúa más allá de los límites de la amistad, que sólo se da en la
más perfecta equidad, cuya evolución es siempre igual y en la que nada se
enturbia. He aquí por qué, entre los ladrones, se produce, al parecer, cierta
buena fe en el reparto del botín, porque se sienten iguales y compañeros y, si
no se quieren entre sí, al menos se temen y saben perfectamente que, si no
estuvieran unidos, su fuerza se debilitaría.
En cambio, los favoritos del tirano jamás pueden estar seguros de serlo,
porque ellos mismos le han demostrado que lo puede todo y que ningún derecho ni
deber alguno lo obliga a nada, de modo que el tirano pasa a creer que sus
caprichos son su única razón, que ninguno de sus favoritos, por lo tanto, puede
ser su amigo y que no tiene más remedio que convertirse en el amo de todos.
Así pues, es de
lamentar que, ante tantos y tan claros ejemplos y ante tan cercano peligro,
nadie quiera aprovechar esas experiencias pasadas, que tanta gente se aproxime
aún gustosa al tirano y que no haya nadie lo bastante perspicaz y atrevido como
para decirle lo que le dijo, según narra el cuento, el zorro al león que se
hacía pasar por enfermo: “Vendría de buena gana a verte a tu madriguera, pero
veo muchas huellas de animales que van en dirección a ella y ninguna que vuelva.”
Estos miserables
ven resplandecer los tesoros del tirano, admiran boquiabiertos su esplendor y,
atraídos a su vez por su magnificencia, se aproximan a él sin caer en la cuenta
de que se meten en la llama que inexorablemente los consumirá. Así, el sátiro
indiscreto, según antiguas fábulas, al ver arder el fuego sustraído por
Prometeo, lo encontró tan bello que fue a besarlo y se quemó. Así también la
mariposa que, deseosa de gozar, se metió en el fuego porque la atraía el
resplandor de su llama y descubrió ese otro atributo del fuego que es el de
quemar, según cuenta Lucano, el poeta toscano.
Pero, suponiendo
que esos individuos escapen a la influencia de aquel a quien sirven, jamás se
salvan del que lo sucederá. Si es bueno, en seguida se darán cuenta de ello y
deberán entrar en razón. Si es malo y parecido a su antecesor, éste no dejará
de rodearse a su vez de sus propios favoritos, quienes, a su vez también, no se
contentarán con ocupar el lugar de sus predecesores sin disponer ellos también
de sus bienes y privilegios. ¿Cómo puede alguien, conocedor de esos peligros y
de la inestable seguridad con la que puede contar, aún aspirar a ocupar lugar
tan frágil y malhadado y a servir, con riesgo de su vida, a amo tan peligroso?
¡Qué peso y qué
martirio, Dios mío: dedicarse día tras día y noche tras noche a complacer a un solo
hombre y, al mismo tiempo, temerle más que a cualquier otra persona en el
mundo; estar siempre al acecho, el oído atento para poder averiguar a tiempo de
dónde vendrá el golpe, para detectar las dificultades, espiar los gestos de sus
propios compañeros y descubrir de antemano a los que traicionan a su amo;
reírles todas las gracias y, sin embargo, temerles a todos, no tener enemigo
declarado ni amigo seguro alguno, vivir siempre con expresión de alegría,
mientras el alma vive en vilo, sin poder jamás estar contento ni atreverse a
mostrarse triste!
Pero es curioso
examinar lo que les queda tras tan gran tormento y lo que pueden esperar a
cambio de su desgracia y de tan miserable existencia. En general, el pueblo no
acusa al tirano de los males que padece, sino a los que lo gobiernan. El
pueblo, la nación entera, todos, hasta los campesinos y los labradores, conocen
sus nombres, descubren sus patrañas, lanzan contra ellos mil ultrajes, mil
insultos, mil maldiciones. Todas sus oraciones, todas sus voces se elevan
contra ellos; todas las plagas, todas sus desgracias y toda su miseria se las
atribuyen a ellos. Y, si alguna vez les rinden en apariencia algún homenaje, en
el fondo, los están maldiciendo y sienten ante ellos más temor que ante un
animal salvaje. Ésta es la gloria, éste es el honor que reciben por sus
servicios al pueblo; aunque cada súbdito consiguiera arrancarle un pedazo de su
cuerpo, no se daría (al menos eso creo) por satisfecho, ni la mitad de su
desgracia se daría por saciada, ni tan sólo después de su muerte.
Y, aun cuando
esos tiranos hayan desaparecido, los que le sobreviven siguen ennegreciendo de
mil maneras la historia de esos “come pueblo”. Su reputación queda ya
definitivamente difamada en los libros, y sus huesos son; por así decirlo,
arrastrados en el fango por la posteridad, recibiendo así un merecido castigo
aun después de su muerte.
Aprendamos pues
de una vez, aprendamos a obrar bien. Miremos al cielo y, tanto por nuestra
dignidad como por simple amor a la virtud, dirijámonos a Dios todopoderoso,
honrado testigo de nuestros actos y justo juez de nuestras faltas.
Por mi parte,
pienso _y creo no equivocarme_ que no hay nada más contrario a Dios, tan
bondadoso y justo, que la tiranía. En lo más hondo de los abismos, Él reserva
sin duda a los tiranos y a sus cómplices un terrible castigo.