Sin embargo,
cuando pienso en esa gente que adula al tirano para sacar provecho de su
tiranía y de la servidumbre del pueblo, quedo estupefacto a la vez ante su
maldad y su necedad. Pues, a decir verdad, acercarse al tirano, ¿acaso es otra
cosa que alejarse de la libertad y, por decirlo así, abrazar voluntariamente la
servidumbre? Que dejen de lado su ambición y se descarguen de su avaricia, que
se miren a sí mismos y se reconozcan, y verán claramente que las gentes del
campo, a quienes pisotean y tratan peor que a presidiarios o esclavos son, no
obstante, más felices y más libres que ellos.
El labrador y el
artesano, por muy sometidos que estén, quedan en paces al hacer lo que se les
manda, mientras que el tirano ve a los que lo rodean acechar y mendigar sus
favores. No basta con hacer lo que les ordena el tirano, sino que deben pensar
lo que él quiere que piensen y, a menudo, para complacerlo, deben incluso
anticiparse a sus deseos. No están solamente obligados a obedecer, sino que
deben también complacerlo, doblegarse a sus caprichos, atormentarse, matarse a
trabajar en sus asuntos, gozar de sus mismos placeres, sacrificar sus gustos al
suyo, anular su personalidad, despojarse de su propia naturaleza, estar atentos
a sus palabras, a su voz, a sus señales y a sus guiños, no tener ojos, pies ni
manos como no sea para adivinar sus más recónditos deseos, o sus más secretos
pensamientos. ¿Es esto vivir feliz; puede llamarse a esto vivir?
¿Hay en el mundo algo menos soportable, no digo ya para un hombre de buen
corazón, o para un hombre bien nacido, sino tan sólo para cualquiera que tenga
un mínimo de sentido común, o, sin más, un resto de humanidad; habrá otra
manera de vivir más mísera, carente de todo, cuando podría gozar del libre albedrío, de la
libertad, de su cuerpo y de la vida?
Pero se empeñan
en servir para amontonar bienes, como si no pudieran ganar nada que sea suyo,
ya que no pueden decir que se pertenecen a sí mismos. Y, como si nadie pudiera
tener nada propio bajo el yugo del tirano, quieren apropiarse de los bienes sin
recordar que ellos mismos son los que brindan al tirano el poder de quitarlo
todo a todos y de negar a todos la posibilidad de tener algo que sea suyo.
Saben, no obstante, que nada ata más a los hombres a su crueldad que los
bienes; que no hay contra él crimen alguno digno de muerte más que la
independencia, o disponer de algo; que no ambicionan más que la riqueza y que
se la toman de preferencia con los ricos, quienes, sin embargo, se presentan
ante el tirano como un rebaño ante el carnicero, pletóricos y rechonchos, para
excitar más aún su voracidad.
Esos favoritos
no deberían recordar tanto a los que han juntado muchos bienes gracias a los
tiranos como a los que, tras haber juntando un tiempo, después han perdido los
bienes y la vida; parecen ignorar que, si bien muchos han acumulado riquezas,
pocos las han conservado. Releyendo todas las historias de la Antigüedad,
reflexionando sobre aquellas que acuden a nuestra memoria, veremos cuán
numerosos son los que, tras haberse ganado con malas artes la confianza del
príncipe, ya sea fomentando su maldad, ya sea abusando de su simpleza, acabaron
aplastados por ese mismo príncipe. Cuanto más fácil fue su ascensión en los
favores del tirano, menos sabiduría tuvieron para conservarlos. De la cantidad
de gente que siempre ha frecuentado la corte de los malos reyes, pocos, o
ninguno, han podido eludir al fin la crueldad del tirano al que, antes, habían
azuzado contra los demás. En la mayoría de los casos, tras haberse enriquecido
a la sombra de sus favores y a costa de otros, terminan ellos mismos por
enriquecer a otros.
Incluso los
hombres de bien, si es que alguna vez hubo hombre de bien amado por el tirano,
por mucho que goce de este privilegio y por muy brillantes que sean su virtud y
su integridad _que siempre, vistas de cerca, inspiran hasta a los malos cierto
respeto_, no podían estar por mucho tiempo en la corte del tirano; tenían por
fuerza que sentir en su propia piel el mal que afectaba a todos y, a costa de
sí mismos, pasar por las desventuras de la tiranía.
Podemos citar ejemplos:
Séneca, Burro, Trasea, tres hombres de bien, sobre dos de los cuales, Séneca y
Burro, recayó el infortunio de que el tirano les confiara el control de sus
asuntos: los dos fueron apreciados y amados por él; uno de ellos había sido
incluso su preceptor y maestro y, como prenda de su amistad, tenía el recuerdo
de los cuidados que le había prodigado en su infancia. Pero el ejemplo de esos
tres hombres, cuya suerte fue tan cruel, ¿ya no basta para probar la escasa
confianza que pueden inspirar los malos amos? Y, de hecho, ¿qué amistad puede
esperarse del que tiene el corazón tan duro que odia a todo un reino (que,
paradójicamente, le obedece dócilmente) y de un ser que, por no saber amar,
destruye así paulatinamente su propio imperio?
Si alguien opinara que Séneca, Burro y Trasea fueron víctimas del tirano
por haber sido buenos, que investigue lo que sucedía en la corte de Nerón: comprobará
que los que obtuvieron sus favores y se mantuvieron por malas artes tampoco
duraron mucho más. ¿Quién ha oído hablar de amor más desprendido y de afecto
más obstinado; quién ha leído jamás algo semejante a la constante y entregada
dedicación de Nerón a Popea? Pues bien, ¿acaso no la envenenó él mismo?
Agripina, su madre, mató a su marido Claudio para entregarle el imperio, hizo
todo lo posible para favorecerlo y cometió, para conseguirlo, todo tipo de crímenes. No obstante, su propio hijo, fruto de
sus entrañas, aquel a quien ella misma había colocado a la cabeza del imperio,
tras haberla traicionado varias veces, finalmente le quitó la vida; nadie se
atrevió a afirmar entonces que no merecía semejante castigo, que, en cambio,
habría recibido la aprobación de todos de habérselo infligido otro.
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