martes, octubre 23, 2018

El Discurso de la Servidumbre Voluntaria (VIII)

¿Quién fue más fácil de manejar, más simple y, por decirlo así, más tonto que Claudio, el emperador; quién llevó más cuernos de su mujer que Claudio de Mesalina? No obstante, la entregó al verdugo. Los tiranos tontos siguen siendo tontos cuando se trata de hacer el bien, pero no sé cómo, al fin, por poca lucidez de que dispongan, acaban empleándola para cometer alguna crueldad.
Es harto conocido el comentario de Calígula, quien, al contemplar el cuello desnudo de su mujer, a quien adoraba, y sin quien parecía no poder vivir, la acarició pronunciando estas edificantes palabras: “Este hermoso cuello podría ser degollado si así lo ordenara”. He aquí por qué la mayoría de los tiranos de la Antigüedad solían morir por manos de sus propios favoritos, quienes, tras conocer la naturaleza de la tiranía, no se sentían seguros de los caprichos del tirano y temían su poder. Así fue asesinado Domiciano por Estéfano, Cómodo por una de sus amantes, Antonino por Macrino y así casi todos los demás.
Ésta es la razón por la que un tirano jamás es amado, ni ama él mismo jamás. La amistad es algo sagrado, no se da sino entre gentes de bien que se estiman mutuamente, no se mantiene tan sólo mediante favores, sino también mediante la lealtad y una vida virtuosa. Lo que hace que un amigo esté seguro del otro es el conocimiento de su integridad. Tiene como garantía de ello la naturaleza de su carácter amable, su confianza y su constancia. No puede haber amistad donde hay crueldad, deslealtad, injusticia. Cuando se juntan los malos, siempre hay conspiraciones, jamás una asociación amistosa. No se aman, se temen: no son amigos, sino cómplices.
Ahora bien, aunque esto no sea un obstáculo, sería difícil encontrar en la vida de un tirano una sólida amistad, ya que, al estar por encima de todos y no tener iguales, se sitúa más allá de los límites de la amistad, que sólo se da en la más perfecta equidad, cuya evolución es siempre igual y en la que nada se enturbia. He aquí por qué, entre los ladrones, se produce, al parecer, cierta buena fe en el reparto del botín, porque se sienten iguales y compañeros y, si no se quieren entre sí, al menos se temen y saben perfectamente que, si no estuvieran unidos, su fuerza se debilitaría.
En cambio, los favoritos del tirano jamás pueden estar seguros de serlo, porque ellos mismos le han demostrado que lo puede todo y que ningún derecho ni deber alguno lo obliga a nada, de modo que el tirano pasa a creer que sus caprichos son su única razón, que ninguno de sus favoritos, por lo tanto, puede ser su amigo y que no tiene más remedio que convertirse en el amo de todos.
Así pues, es de lamentar que, ante tantos y tan claros ejemplos y ante tan cercano peligro, nadie quiera aprovechar esas experiencias pasadas, que tanta gente se aproxime aún gustosa al tirano y que no haya nadie lo bastante perspicaz y atrevido como para decirle lo que le dijo, según narra el cuento, el zorro al león que se hacía pasar por enfermo: “Vendría de buena gana a verte a tu madriguera, pero veo muchas huellas de animales que van en dirección a ella y ninguna que vuelva.”
Estos miserables ven resplandecer los tesoros del tirano, admiran boquiabiertos su esplendor y, atraídos a su vez por su magnificencia, se aproximan a él sin caer en la cuenta de que se meten en la llama que inexorablemente los consumirá. Así, el sátiro indiscreto, según antiguas fábulas, al ver arder el fuego sustraído por Prometeo, lo encontró tan bello que fue a besarlo y se quemó. Así también la mariposa que, deseosa de gozar, se metió en el fuego porque la atraía el resplandor de su llama y descubrió ese otro atributo del fuego que es el de quemar, según cuenta Lucano, el poeta toscano.
Pero, suponiendo que esos individuos escapen a la influencia de aquel a quien sirven, jamás se salvan del que lo sucederá. Si es bueno, en seguida se darán cuenta de ello y deberán entrar en razón. Si es malo y parecido a su antecesor, éste no dejará de rodearse a su vez de sus propios favoritos, quienes, a su vez también, no se contentarán con ocupar el lugar de sus predecesores sin disponer ellos también de sus bienes y privilegios. ¿Cómo puede alguien, conocedor de esos peligros y de la inestable seguridad con la que puede contar, aún aspirar a ocupar lugar tan frágil y malhadado y a servir, con riesgo de su vida, a amo tan peligroso?
¡Qué peso y qué martirio, Dios mío: dedicarse día tras día y noche tras noche a complacer a un solo hombre y, al mismo tiempo, temerle más que a cualquier otra persona en el mundo; estar siempre al acecho, el oído atento para poder averiguar a tiempo de dónde vendrá el golpe, para detectar las dificultades, espiar los gestos de sus propios compañeros y descubrir de antemano a los que traicionan a su amo; reírles todas las gracias y, sin embargo, temerles a todos, no tener enemigo declarado ni amigo seguro alguno, vivir siempre con expresión de alegría, mientras el alma vive en vilo, sin poder jamás estar contento ni atreverse a mostrarse triste!
Pero es curioso examinar lo que les queda tras tan gran tormento y lo que pueden esperar a cambio de su desgracia y de tan miserable existencia. En general, el pueblo no acusa al tirano de los males que padece, sino a los que lo gobiernan. El pueblo, la nación entera, todos, hasta los campesinos y los labradores, conocen sus nombres, descubren sus patrañas, lanzan contra ellos mil ultrajes, mil insultos, mil maldiciones. Todas sus oraciones, todas sus voces se elevan contra ellos; todas las plagas, todas sus desgracias y toda su miseria se las atribuyen a ellos. Y, si alguna vez les rinden en apariencia algún homenaje, en el fondo, los están maldiciendo y sienten ante ellos más temor que ante un animal salvaje. Ésta es la gloria, éste es el honor que reciben por sus servicios al pueblo; aunque cada súbdito consiguiera arrancarle un pedazo de su cuerpo, no se daría (al menos eso creo) por satisfecho, ni la mitad de su desgracia se daría por saciada, ni tan sólo después de su muerte.
Y, aun cuando esos tiranos hayan desaparecido, los que le sobreviven siguen ennegreciendo de mil maneras la historia de esos “come pueblo”. Su reputación queda ya definitivamente difamada en los libros, y sus huesos son; por así decirlo, arrastrados en el fango por la posteridad, recibiendo así un merecido castigo aun después de su muerte.
Aprendamos pues de una vez, aprendamos a obrar bien. Miremos al cielo y, tanto por nuestra dignidad como por simple amor a la virtud, dirijámonos a Dios todopoderoso, honrado testigo de nuestros actos y justo juez de nuestras faltas.
Por mi parte, pienso _y creo no equivocarme_ que no hay nada más contrario a Dios, tan bondadoso y justo, que la tiranía. En lo más hondo de los abismos, Él reserva sin duda a los tiranos y a sus cómplices un terrible castigo.

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