Para obtener el bien que desea, el hombre
emprendedor no teme el peligro, ni el trabajador sus penas. Sólo los cobardes,
y los que ya están embrutecidos, no saben soportar el mal, ni obtener el bien
con el que se limitan a soñar. La energía de ambicionar ese bien les es
arrebatada por su propia cobardía; no les queda más que soñar con poseerlo. Ese
deseo, esa voluntad innata, propia de cuerdos y locos, de valientes y cobardes,
les hace ansiar todo aquello cuya posesión los hará sentirse felices y
satisfechos. Hay, no obstante, una cosa, una sola, que los hombres, no sé por
qué, no tienen siquiera la fuerza de desear: la libertad, ese bien tan grande y
placentero cuya carencia causa todos los males; sin la libertad todos los demás
bienes corrompidos por la práctica cotidiana de la servidumbre pierden por
completo su gusto y su sabor. Los hombres solo desdeñan, al parecer, la
libertad, porque de lo contrario, si la desearan realmente, la tendrían. Actúan
como si se negaran a conquistar tan precioso bien únicamente porque se trata de
una empresa demasiado fácil.
¡Pobres y miserables gentes, pueblos
insensatos, naciones obstinadas en vuestro propio mal y ciegas a vuestro bien!
Dejan que les arrebaten, ante sus narices,
la mejor y más clara de sus ganancias, que saqueen sus campos, que invadan sus
casas, que las despojen de los viejos muebles de sus antepasados. Viven de tal modo
que ya no pueden vanagloriarse de que lo suyo les pertenece. Es como si
consideraran ya una gran suerte el que les dejen tan solo la mitad de sus
bienes, de sus familias y de sus vidas. Y tanto desastre, tanta desgracia,
tanta ruina no proviene de muchos enemigos, sino de un único enemigo; aquel a
quien ustedes mismos han convertido en lo que es, por quien hacen con tanto
valor la guerra y por cuya grandeza se juegan constantemente la vida en ella.
No obstante, ese amo no tiene más que dos
ojos, dos manos, un cuerpo; nada que no tenga el último de los hombres que
habitan el infinito número de nuestras ciudades. De lo único que dispone además
de los otros seres humanos es de un corazón desleal y de los medios que ustedes
mismos le brindan para destruirlos. ¿De dónde ha sacado tantos ojos para espiarlos
si no es de ustedes mismos? Los pies con los que recorre sus ciudades, ¿acaso
no son también los de ustedes?
¿Cómo se atrevería a imponérseles si no
gracias a ustedes; qué mal podría causarles si no estuvieran ustedes de acuerdo;
qué daño podría hacerles si ustedes mismos no fueran encubridores del ladrón
que les roba, cómplices del asesino que los extermina y traidores de su propia
condición?
Siembran sus campos para que él los
arrase, amueblan y llenan sus casas de adornos para abastecer sus saqueos, educan
a sus hijas para que él tenga con quien saciar su lujuria, alimentan a sus
hijos para que él los convierta en soldados destinados a la carnicería de la
guerra, o bien para convertirlos en ministros de su codicia o en ejecutores de
sus venganzas. Se matan de fatiga para
que él pueda ostentar su riqueza y arrellanarse en sus sucios y viles placeres.
Se debilitan para que él sea más fuerte y más duro, así como para que los
mantenga a raya más fácilmente. Y hasta deberán alegrarse de eso.
Podrían liberarse de semejantes
humillaciones, _que ni los animales soportarían_ sin siquiera intentar hacerlo;
únicamente queriéndolo. Decídanse pues a dejar de servir, y serán hombres
libres. No pretendo que lo enfrenten, o que lo sacudan, sino simplemente que
dejen de sostenerlo. Entonces habrán de ver cómo se desploma, cual un gran
coloso, privado de la base que lo sostiene.
Los médicos dicen que es inútil intentar
curar llagas incurables, y quizá por eso no actúe yo con sensatez al intentar
hacer reflexionar a aquellos que han perdido desde hace mucho tiempo todo
conocimiento y ya no sienten el mal que los aflige, pues eso confirma que su enfermedad
es mortal. Procuremos, no obstante, si podemos, descubrir cómo se arraiga esa
pertinaz voluntad de servir, que podría dejarnos suponer que, en efecto, el
amor a la libertad no es un hecho natural.
Ante todo, no cabe duda, creo, que si
viviéramos en posesión de los derechos que la naturaleza nos ofrece y según los
preceptos que nos enseña, estaríamos probable y naturalmente sometidos a
nuestros padres y al uso de nuestra razón, pero jamás seríamos siervos de
nadie. Cada cual siente en sí, en su propia naturaleza, el impulso instintivo
de la obediencia paterna y materna. En cuanto a saber si el motivo de esa
obediencia es innata o no en nosotros, debería ser objeto de un detenido debate
entre académicos y de una reflexión a fondo en las escuelas de filósofos. De
momento, no creo equivocarme diciendo que hay en nuestra alma una semilla
natural de razón que, cultivada por los buenos consejos, hace brotar en
nosotros la virtud, mientras, por el contrario, ahogada por los vicios que, con
demasiada frecuencia, nos agobian, aborta asfixiada por ellos.
Pero si algo hay claro y evidente para
todos, si algo hay que nadie podría negar, es que la naturaleza, ministro de
Dios, bienhechora de la humanidad, nos ha conformado a todos por igual y nos ha
sacado de un mismo molde para que nos reconozcamos como compañeros, o mejor
dicho, como hermanos. Y si en el reparto que nos hizo de sus dones, prodigó
alguna ventaja corporal o espiritual a unos más que a otros, jamás pudo querer
ponernos en este mundo como en un campo acotado y no ha enviado aquí a los más
fuertes ni a los más débiles. Debemos creer más bien que, al hacer el reparto,
a unos más, a otros menos, quería hacer brotar en los hombres el afecto
fraternal y ponerlos en situación de practicarlo, al tener, los unos el poder
de prestar ayuda y los otros de recibirla.
Así pues, ya que esta buena madre nos ha
dado a todos toda la tierra por morada, de cierto modo nos ha alojado a todos
bajo el mismo techo y nos ha perfilado a todos según el mismo patrón, a fin de
que cada cual pueda, como en un espejo, reconocerse en el vecino; si nos ha
dado a todos ese gran don que son la voz y la palabra para que nos relacionemos
y confraternicemos y, mediante la comunicación y el intercambio de nuestros
pensamientos, nos lleva a compartir ideas y deseos; si ha procurado por todos
los medios conformar y estrechar el nudo de nuestra alianza y los lazos de
nuestra sociedad; si, finalmente, ha manifestado en todas las cosas el deseo de
que estuviéramos, no solo unidos, sino también que, juntos, no formáramos, por
decirlo así, más que un solo ser ¿cómo podríamos dudar de que somos todos
naturalmente libres, puesto que somos todos compañeros? Y ¿podría caber en la
mente de nadie que, al darnos a todos la misma compañía, la naturaleza haya
querido que algunos fueran esclavos?
A decir verdad, no vale la pena
preguntarse si la libertad es natural, puesto que no se puede mantener a ningún
ser en estado de servidumbre sin hacerle daño: no hay nada en el mundo más
contrario a la naturaleza, llena de razón siempre, que la injusticia. Queda
pues, por decir, que la libertad es natural y que, en mi opinión, no solo
nacemos con nuestra libertad, sino también con la voluntad de defenderla. Y si
aún queda, por casualidad, alguien que siga dudando y que esté tan envilecido
como para no reconocer los bienes y los afectos innatos que le son propios,
tendré que rendirle los honores que se merece y colocar, por así decirlo, a esa
bestia en estado bruto, en situación de enseñarle cuál es su auténtica naturaleza
y condición. ¡Que Dios me ayude! Si los hombres quisieran oírlo, les gritaría:
¡Viva la libertad!
Es sabido que algunas bestias mueren tan
pronto como son apresadas. Al igual que el pez pierde la vida cuando se lo saca
del agua, muchos animales se dejan morir para no sobrevivir a su libertad
natural perdida. Otros, de los más grandes a los más pequeños, cuando son
apresados, oponen tal resistencia con las pezuñas, los cuerpos, el pico y las
patas que, con ello, manifiestan claramente el valor que otorgan al bien que
les es arrebatado. Después, una vez cautivos, dan tantas señales aparentes del
sentimiento de su desgracia que es hermoso ver cómo prefieren languidecer que
vivir, sin jamás poder complacerse en la servidumbre, gimiendo continuamente por
haber perdido su libertad. ¿Qué significa el gesto del elefante que, tras
haberse defendido hasta el límite de sus posibilidades, ya sin esperanzas, a
punto de ser apresado, aprieta las mandíbulas y rompe sus colmillos contra los
árboles, sino que, llevado por el gran deseo que le inspira el seguir libre,
como lo es por naturaleza, concibe la idea de comerciar con los cazadores y de
comprobar si, por el precio de sus colmillos, podrá librarse y si su marfil,
abandonado allí a modo de rescate, comprará su libertad?
Asimismo, por mucho que cebemos al
caballo desde que nace con el fin de acostumbrarlo a servir, por muchos
cuidados y caricias que le prodiguemos, en el momento de domarlos muerde el
freno, o cocea cuando le clavamos la espuela. Con ello, no hace más que
indicar, me parece, que si accede a servir, no es de buen grado, sino obligado
por la fuerza. ¿Qué más podemos añadir?
Así pues, ya que todo ser humano,
consciente de su existencia, siente la desgracia de la sumisión y persigue la
libertad; ya que los animales, hasta aquellos que fueron criados para el
servicio del hombre, no pueden acostumbrarse a servir sino tras manifestar su
protesta, ¿qué desventurado vicio pudo desnaturalizar al hombre, único ser
nacido realmente para vivir libre, hasta el punto de hacerle perder el recuerdo
de su estado original y el deseo de volver a él?
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