miércoles, octubre 17, 2018

El Discurso de la Servidumbre Voluntaria (III)

Me complace recordar aquí unas palabras, que fueron las preferidas de Jerjes, el gran rey de los persas, acerca de los lacedemonios. Cuando Jerjes preparaba su gran ejército para la conquista de Grecia, envió a sus embajadores por las ciudades griegas a pedir agua y tierra: era la manera que tenían los persas de conminar las ciudades a que se rindieran. Pero se guardó mucho de enviarlos a Atenas o a Esparta, porque los que su padre, Darío, había enviado con semejante intimación, fueron arrojados por los atenienses y los espartanos, unos a los fosos y otros a los pozos, con la orden de que tomasen de allí el agua y la tierra que deseaba su príncipe. Esas gentes no podían soportar que se atentara contra su libertad ni tan sólo con la palabra. No obstante, por haber actuado así, los espartanos reconocieron que habían ofendido a sus dioses y sobre todo, a Taltibio, heraldo de Agamenón, el dios de los mensajeros. Decidieron enviar a Jerjes, para calmar su ira, a dos de sus conciudadanos para que dispusiera de ellos a su antojo y vengara así la muerte de los embajadores de su padre. Dos espartanos, uno llamado Spertes y el otro Bulis, se ofrecieron como víctimas voluntarias.
En efecto, se fueron y, en el camino, llegaron al palacio de un persa llamado Hidarnes, lugarteniente del rey para todas las ciudades costeras de Asia. Los recibió con muchos honores y, tras ofrecerles grandes banquetes y discursos de toda índole, les preguntó por qué rechazaban la amistad del rey. "Ved, espartanos, por mi ejemplo, cómo honra el rey a los hombres de valor y creedme que, si estuviereis a su servicio, él haría lo mismo por vosotros. Si os conociera, no tardaríais en ser gobernadores de alguna ciudad de Grecia.”
“Hidarnes, no eres buen consejero _respondieron los lacedemonios. Has probado, es cierto, el bienestar que nos prometes, pero ignoras por completo aquel del que gozamos nosotros. Has probado los favores de un rey, pero no sabes cuán dulce es la libertad. ¡Oh, si tan solo tuvieras una idea de lo que es, tú mismo nos aconsejarías defenderla, no ya con la lanza y el escudo, sino con los dientes y las uñas.”
Sólo los espartanos hablaron como había que hablar, pero lo cierto es que unos y otros hablaron según como habían sido educados. Porque era imposible que el persa lamentara una libertad que jamás tuvo, ni que el lacedemonio tolerara la sumisión tras conocer la libertad.
Catón de Utica, aún niño y bajo las enseñanzas de su maestro, iba con frecuencia al palacio de Sila, el dictador, donde tenía entrada libre tanto por el rango de su familia como por el parentesco que los unía. Llevaba siempre consigo a su maestro, como tenían entonces por costumbre los niños bien nacidos de Roma. Veía que, en casa de Sila, en su presencia o por mandato suyo, se encarcelaba a unos, o se condenaba a otros, que unos eran desterrados y otros estrangulados, que se confiscaban los bienes de unos y a otros se los degollaba. En suma, todo ocurría no como en casa de un magistrado de la ciudad, sino como en casa de un tirano del pueblo; aquel no era el santuario de la justicia, sino un pozo de tiranía. Así dijo entonces el pequeño a su maestro: “Dadme un puñal, que esconderé entre mis ropas. Entro a menudo en los aposentos de Sila antes de que se levante, y tengo el brazo lo bastante fuerte como para liberar a la ciudad de él.”
Éstas eran palabras realmente propias de un Catón. Fue éste el comienzo de una vida digna de su muerte. Y, aunque no se mencionara ni su nombre ni su país y se contara lo ocurrido tal como sucedió, el hecho hablaría por sí solo: podría afirmarse sin vacilar que era romano y que había nacido en Roma, cuando Roma era libre. ¿A propósito de qué todo esto? No pretendo en absoluto que el país y las circunstancias tengan algo que ver, puesto que, en todos los países, en todos los ambientes, es amarga la sumisión y placentera la libertad. Pero soy de la opinión que hay que compadecer a aquellos que, al nacer, se encontraron con el yugo al cuello; hay también que perdonarlos, o excusarlos, si, al no haber conocido el menor atisbo de libertad y al no haber oído jamás hablar de ella, no sienten la desgracia de ser esclavos.
Si hubiera un país, como refiere Homero de los cimerios, donde el sol se mostrara a los hombres bajo otro aspecto y, tras alumbrarlos durante seis meses, los dejara somnolientos en la oscuridad sin volver a visitarlos durante el resto del año, los que nacieran durante esa larga noche, si no hubieran oído hablar de la claridad, ¿acaso se sorprendería alguien de que, al no conocer la claridad, se acostumbraran a vivir en las tinieblas en que nacieron, sin desear la luz? Nadie se lamenta de no tener lo que jamás tuvo, y el pesar no viene jamás sino después del placer y consiste siempre en el conocimiento del mal opuesto al recuerdo de la alegría pasada. La naturaleza del hombre es ser libre y querer serlo. Pero también su naturaleza es tal que, de una forma natural, se inclina hacia donde lo lleva su educación.
Digamos, pues, que en el hombre, todas las cosas son naturales, tanto si se cría con ellas como si se acostumbra a ellas. Pero sólo le es innato aquello a lo que su naturaleza, en estado puro y no alterada, lo conduce. Así pues, la primera razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre, al igual que los más bravos caballos rabones que, al principio, muerden el freno que, luego, deja de molestarles y que, si antes coceaban al notar la silla de montar, después hacen alarde de los arneses y, orgullosos, se pavonean bajo la armadura. Se dice que ciertos hombres han estado siempre sometidos y que sus padres ya vivieron así. Pues bien, éstos piensan que les corresponde soportar el mal, se dejan embaucar y, con el tiempo, crean ellos mismos las bases de quienes los tiranizan.
Pero el tiempo jamás otorga el derecho de hacer el mal, aumenta por el contrario la ofensa. Siempre aparecen algunos, más orgullosos y más inspirados que otros, quienes sienten el peso del yugo y no pueden evitar sacudírselo, quienes jamás se dejan domesticar ante la sumisión y quienes, al igual que Ulises, a quien nadie ni nada detuvo hasta volver a su casa, no pueden dejar de pensar en sus privilegios naturales y recordar a sus predecesores y su estado original. Son éstos los que, al tener la mente despejada y el espíritu clarividente, no se contentan, como el populacho, con ver la tierra que pisan, sin mirar hacia adelante ni hacia atrás. Recuerdan también las cosas pasadas para juzgar las del porvenir y ponderar las presentes. Son los que, al tener de por sí la mente bien estructurada, se han cuidado de pulirla mediante el estudio y el saber. Éstos, aun cuando la libertad se hubiese perdido irremediablemente, la imaginarían, la sentirían en su espíritu, hasta gozarían de ella y seguirían odiando la servidumbre por más y mejor que se la encubriera.

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