Me complace
recordar aquí unas palabras, que fueron las preferidas de Jerjes, el gran rey
de los persas, acerca de los lacedemonios. Cuando Jerjes preparaba su gran
ejército para la conquista de Grecia, envió a sus embajadores por las ciudades
griegas a pedir agua y tierra: era la manera que tenían los persas de conminar
las ciudades a que se rindieran. Pero se guardó mucho de enviarlos a Atenas o a
Esparta, porque los que su padre, Darío, había enviado con semejante
intimación, fueron arrojados por los atenienses y los espartanos, unos a los
fosos y otros a los pozos, con la orden de que tomasen de allí el agua y la
tierra que deseaba su príncipe. Esas gentes no podían soportar que se atentara
contra su libertad ni tan sólo con la palabra. No obstante, por haber actuado
así, los espartanos reconocieron que habían ofendido a sus dioses y sobre todo,
a Taltibio, heraldo de Agamenón, el dios de los mensajeros. Decidieron enviar a
Jerjes, para calmar su ira, a dos de sus conciudadanos para que dispusiera de
ellos a su antojo y vengara así la muerte de los embajadores de su padre. Dos
espartanos, uno llamado Spertes y el otro Bulis, se ofrecieron como víctimas
voluntarias.
En efecto, se
fueron y, en el camino, llegaron al palacio de un persa llamado Hidarnes,
lugarteniente del rey para todas las ciudades costeras de Asia. Los recibió con
muchos honores y, tras ofrecerles grandes banquetes y discursos de toda índole,
les preguntó por qué rechazaban la amistad del rey. "Ved, espartanos, por
mi ejemplo, cómo honra el rey a los hombres de valor y creedme que, si estuviereis
a su servicio, él haría lo mismo por vosotros. Si os conociera, no tardaríais
en ser gobernadores de alguna ciudad de Grecia.”
“Hidarnes, no
eres buen consejero _respondieron los lacedemonios. Has probado, es cierto, el
bienestar que nos prometes, pero ignoras por completo aquel del que gozamos
nosotros. Has probado los favores de un rey, pero no sabes cuán dulce es la
libertad. ¡Oh, si tan solo tuvieras una idea de lo que es, tú mismo nos
aconsejarías defenderla, no ya con la lanza y el escudo, sino con los dientes y
las uñas.”
Sólo los
espartanos hablaron como había que hablar, pero lo cierto es que unos y otros
hablaron según como habían sido educados. Porque era imposible que el persa
lamentara una libertad que jamás tuvo, ni que el lacedemonio tolerara la
sumisión tras conocer la libertad.
Catón de Utica,
aún niño y bajo las enseñanzas de su maestro, iba con frecuencia al palacio de
Sila, el dictador, donde tenía entrada libre tanto por el rango de su familia
como por el parentesco que los unía. Llevaba siempre consigo a su maestro, como
tenían entonces por costumbre los niños bien nacidos de Roma. Veía que, en casa
de Sila, en su presencia o por mandato suyo, se encarcelaba a unos, o se
condenaba a otros, que unos eran desterrados y otros estrangulados, que se
confiscaban los bienes de unos y a otros se los degollaba. En suma, todo
ocurría no como en casa de un magistrado de la ciudad, sino como en casa de un
tirano del pueblo; aquel no era el santuario de la justicia, sino un pozo de
tiranía. Así dijo entonces el pequeño a su maestro: “Dadme un puñal, que
esconderé entre mis ropas. Entro a menudo en los aposentos de Sila antes de que
se levante, y tengo el brazo lo bastante fuerte como para liberar a la ciudad
de él.”
Éstas eran
palabras realmente propias de un Catón. Fue éste el comienzo de una vida digna
de su muerte. Y, aunque no se mencionara ni su nombre ni su país y se contara
lo ocurrido tal como sucedió, el hecho hablaría por sí solo: podría afirmarse
sin vacilar que era romano y que había nacido en Roma, cuando Roma era libre.
¿A propósito de qué todo esto? No pretendo en absoluto que el país y las
circunstancias tengan algo que ver, puesto que, en todos los países, en todos
los ambientes, es amarga la sumisión y placentera la libertad. Pero soy de la
opinión que hay que compadecer a aquellos que, al nacer, se encontraron con el
yugo al cuello; hay también que perdonarlos, o excusarlos, si, al no haber
conocido el menor atisbo de libertad y al no haber oído jamás hablar de ella,
no sienten la desgracia de ser esclavos.
Si hubiera un país,
como refiere Homero de los cimerios, donde el sol se mostrara a los hombres
bajo otro aspecto y, tras alumbrarlos durante seis meses, los dejara
somnolientos en la oscuridad sin volver a visitarlos durante el resto del año,
los que nacieran durante esa larga noche, si no hubieran oído hablar de la
claridad, ¿acaso se sorprendería alguien de que, al no conocer la claridad, se
acostumbraran a vivir en las tinieblas en que nacieron, sin desear la luz?
Nadie se lamenta de no tener lo que jamás tuvo, y el pesar no viene jamás sino
después del placer y consiste siempre en el conocimiento del mal opuesto al
recuerdo de la alegría pasada. La naturaleza del hombre es ser libre y querer
serlo. Pero también su naturaleza es tal que, de una forma natural, se inclina
hacia donde lo lleva su educación.
Digamos, pues,
que en el hombre, todas las cosas son naturales, tanto si se cría con ellas
como si se acostumbra a ellas. Pero sólo le es innato aquello a lo que su
naturaleza, en estado puro y no alterada, lo conduce. Así pues, la primera
razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre, al igual que los más bravos
caballos rabones que, al principio, muerden el freno que, luego, deja de
molestarles y que, si antes coceaban al notar la silla de montar, después hacen
alarde de los arneses y, orgullosos, se pavonean bajo la armadura. Se dice que
ciertos hombres han estado siempre sometidos y que sus padres ya vivieron así.
Pues bien, éstos piensan que les corresponde soportar el mal, se dejan embaucar
y, con el tiempo, crean ellos mismos las bases de quienes los tiranizan.
Pero el tiempo jamás
otorga el derecho de hacer el mal, aumenta por el contrario la ofensa. Siempre
aparecen algunos, más orgullosos y más inspirados que otros, quienes sienten el
peso del yugo y no pueden evitar sacudírselo, quienes jamás se dejan domesticar
ante la sumisión y quienes, al igual que Ulises, a quien nadie ni nada detuvo
hasta volver a su casa, no pueden dejar de pensar en sus privilegios naturales
y recordar a sus predecesores y su estado original. Son éstos los que, al tener
la mente despejada y el espíritu clarividente, no se contentan, como el
populacho, con ver la tierra que pisan, sin mirar hacia adelante ni hacia
atrás. Recuerdan también las cosas pasadas para juzgar las del porvenir y
ponderar las presentes. Son los que, al tener de por sí la mente bien
estructurada, se han cuidado de pulirla mediante el estudio y el saber. Éstos,
aun cuando la libertad se hubiese perdido irremediablemente, la imaginarían, la
sentirían en su espíritu, hasta gozarían de ella y seguirían odiando la
servidumbre por más y mejor que se la encubriera.
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