miércoles, octubre 17, 2018

El Discurso de la Servidumbre Voluntaria (II)

Hay tres clases de tiranos: unos poseen el Reino gracias a una elección popular, otros a la fuerza de las armas y los demás al derecho de sucesión. Los que lo han adquirido por el derecho de la guerra se comportan, todo el mundo lo sabe, como en país conquistado. Los que nacen reyes no acostumbran a ser mucho mejores, sino que, por haber nacido y sido educados en el seno de la tiranía, sorben con la leche la naturaleza misma del tirano y consideran a los pueblos que les están sometidos como a siervos traspasados por herencia y además, según sus inclinaciones preferidas, se muestran avaros o pródigos y usan del Reino cómo de su propia herencia. Aquel que detenta el poder gracias al voto popular debería ser, a mi entender, más soportable, y lo sería, creo, de no ser porque a partir del momento en que asume el poder, situándose por encima de todos los demás, halagado por lo que se da en llamar grandeza, toma la firme resolución de no abandonarlo jamás. Acostumbra a considerar el poder que le ha sido confiado por el pueblo como un bien que debe transmitir a sus hijos. Ahora bien, a partir del momento en que él y sus hijos conciben esa idea funesta, es extraño comprobar cómo superan en vicios y crueldades a los demás tiranos. No ven mejor manera de consolidar su nueva tiranía sino incrementando la servidumbre y haciendo desaparecer las ideas de libertad con tal violencia que, por más que el recuerdo sea reciente, pronto se desvanece por completo en la memoria.
Así pues, a decir verdad, veo claramente que hay entre ellos alguna diferencia, pero no veo elección posible entre ellos, pues, si bien llegan al trono por caminos distintos, su manera de reinar es siempre aproximadamente la misma. Los elegidos por el pueblo lo tratan como a un toro por domar, los conquistadores lo convierten en una presa sobre la que ejercen todos los derechos, y los sucesores lo tienen por un rebaño de esclavos que les pertenece por naturaleza.
A propósito, quisiera formular una pregunta: si por ventura nacieran hoy personas totalmente nuevas, que no estuvieran acostumbradas a la sumisión ni atraídas por la libertad, que no supieran siquiera qué es ni la una ni la otra y se les diera a elegir entre ser siervos o vivir en libertad, ¿qué preferirían? No cabe duda de que elegirían obedecer tan solo a su propia razón que servir a un hombre, a no ser que sean como esos judíos de Israel que, sin coacción ni necesidad algunas, se entregaron al tirano Saúl. No puedo leer la historia de ese pueblo sin sentir un gran despecho, que podría incluso llevarme a mostrarme inhumano con él, hasta el punto de alegrarme de todos los males que más tarde padecieron. Porque, para que los hombres, mientras quede en ellos algún vestigio de humanidad, se dejen someter, deben producirse de dos cosas una: o bien están obligados, o bien han sido engañados.
Obligados ya sea por fuerzas extranjeras, como Esparta y Atenas por el ejército de Alejandro, ya sea por facciones, como cuando el gobierno de Atenas, en época anterior, cayó en manos de Pisístrato, que se hizo del poder apoyándose en los pequeños campesinos de la montaña. Por engaño también pierden los hombres su libertad, pero en tal caso, son con menos frecuencia seducidos por otro que por su propia ceguera. Así, el pueblo de Siracusa antigua capital de Sicilia, asediado por todas partes por el enemigo, sin pensar en otra cosa que en el peligro inmediato y sin prever el porvenir, eligió a Dionisio I y le dio el mando general de los ejércitos. No tuvo en cuenta a quién había otorgado tanto poder, de modo que ese astuto y habilidoso guerrero, al volver victorioso, como si no hubiera vencido al enemigo sino a sus propios conciudadanos, pasó a ser, primero, capitán rey y después, rey tirano.
No es fácil imaginarse hasta qué punto un pueblo, sometido de esta forma por la astucia de un traidor, puede caer en el envilecimiento y hasta en tal olvido de sus derechos que ya será casi imposible despertarlo de su torpor para que vuelva a reconquistarlos, sirviendo con tanto afán y gusto que se diría, al verlo, que no tan solo ha perdido la libertad, sino también su propia servidumbre para abotargarse en su esclavitud. Es cierto que, al principio, se sirve porque se está obligado por la fuerza. Pero los que vienen después se acostumbran y hacen gustosamente lo que sus antecesores habían hecho por obligación.
Así, los hombres que nacen bajo el yugo, educados y criados en la servidumbre, sin mirar más allá, se contentan con vivir como nacieron y, sin pensar en tener otro bien ni otro derecho que el que encontraron, aceptan como algo natural el estado en que nacieron. No obstante, no hay heredero, por pródigo o despreocupado que sea, que no repase alguna vez los registros de su padre para comprobar si disfruta realmente de todos los derechos de sucesión y si nadie se ha apoderado de los que le corresponden a ellos o a sus antecesores. Pero, en general, la costumbre, que ejerce tanto poder sobre nuestros actos, lo ejerce sobre todo para enseñarnos a servir: tal como cuentan de Mitrídates, quien se habituó a ingerir veneno, es la costumbre la que consigue hacernos tragar sin repugnancia el amargo veneno de la servidumbre.
No puede negarse que la naturaleza es la que nos orienta ante todo según las buenas o malas inclinaciones que nos ha otorgado; pero hay que confesar que ejerce sobre nosotros menos poder que la costumbre, ya que por bueno que sea lo natural, si no se lo fomenta, se pierde, mientras que la costumbre nos conforma siempre a su manera, pese a nuestras inclinaciones naturales. Las semillas del bien, que la naturaleza deposita en nosotros, son tan frágiles que no pueden resistir al más mínimo impacto de las pasiones, ni a la influencia de una educación contraria. Tampoco se conservan muy bien, degeneran fácilmente, se funden y se convierten en nada, al igual que los árboles frutales, que, al tener todos su particularidad, conservan su especie mientras se los deja crecer naturalmente, pero que la pierden en seguida para dar otros frutos muy distintos en cuanto se les injerta. Las hierbas tienen también cada una su propiedad, su característica natural  y su singularidad; sin embargo, el hielo, el tiempo, el terreno, o la mano del jardinero, deterioran o mejoran, según los casos, su calidad; la planta que vimos en un lugar puede ser irreconocible en otro.
Quien haya visto en su casa a los venecianos, esa gente que vive con tanta libertad que el más infeliz se negaría a ser rey y que, nacidos y educados todos de esta forma, no conocen otra ambición que la de conservar y fomentar la libertad; así enseñados y hechos desde la cuna, hasta el punto de que no cambiarían su libertad por todas las venturas terrenales, quien haya visto, pues, a esos hombres y viajara después a las tierras del que llamaremos gran señor, al encontrar allí a gentes que no nacieron más que para servirle y que, para mantener el poder de su amo, le han dedicado toda su vida, ¿pensaría acaso que unos y otros son de la misma naturaleza, o creería que, al salir de la ciudad de los hombres, ha entrado en un parque de animales?
Cuentan que Licurgo, el civilizador de Esparta, había criado a dos perros hermanos, amamantados con la misma leche, uno cebado en la cocina, el otro corriendo por los campos al son de la trompa y el cuerno. Al querer mostrar al pueblo lacedemonio que los hombres son tal como los hace su educación, expuso los dos perros en la plaza pública y colocó entre ellos un plato de sopa y una liebre. Uno corrió al plato de sopa y el otro a la liebre. “Sin embargo, _dijo_ son hermanos.” Pues bien, ese legislador supo educar tan bien a los lacedemonios que cada uno de ellos habría preferido cien veces morir que reconocer a otras instituciones que las de Esparta.

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