Hay tres clases
de tiranos: unos poseen el Reino gracias a una elección popular, otros a la
fuerza de las armas y los demás al derecho de sucesión. Los que lo han adquirido
por el derecho de la guerra se comportan, todo el mundo lo sabe, como en país
conquistado. Los que nacen reyes no acostumbran a ser mucho mejores, sino que,
por haber nacido y sido educados en el seno de la tiranía, sorben con la leche
la naturaleza misma del tirano y consideran a los pueblos que les están
sometidos como a siervos traspasados por herencia y además, según sus
inclinaciones preferidas, se muestran avaros o pródigos y usan del Reino cómo
de su propia herencia. Aquel que detenta el poder gracias al voto popular
debería ser, a mi entender, más soportable, y lo sería, creo, de no ser porque
a partir del momento en que asume el poder, situándose por encima de todos los
demás, halagado por lo que se da en llamar grandeza, toma la firme resolución
de no abandonarlo jamás. Acostumbra a considerar el poder que le ha sido
confiado por el pueblo como un bien que debe transmitir a sus hijos. Ahora
bien, a partir del momento en que él y sus hijos conciben esa idea funesta, es
extraño comprobar cómo superan en vicios y crueldades a los demás tiranos. No
ven mejor manera de consolidar su nueva tiranía sino incrementando la
servidumbre y haciendo desaparecer las ideas de libertad con tal violencia que,
por más que el recuerdo sea reciente, pronto se desvanece por completo en la
memoria.
Así pues, a decir
verdad, veo claramente que hay entre ellos alguna diferencia, pero no veo
elección posible entre ellos, pues, si bien llegan al trono por caminos
distintos, su manera de reinar
es siempre aproximadamente la misma. Los elegidos por el pueblo lo tratan como
a un toro por domar, los conquistadores lo convierten en una presa sobre la que
ejercen todos los derechos, y los sucesores lo tienen por un rebaño de esclavos
que les pertenece por naturaleza.
A propósito, quisiera
formular una pregunta: si por ventura nacieran hoy personas totalmente nuevas,
que no estuvieran acostumbradas a la sumisión ni atraídas por la libertad, que
no supieran siquiera qué es ni la una ni la otra y se les diera a elegir entre
ser siervos o vivir en libertad, ¿qué preferirían? No cabe duda de que elegirían
obedecer tan solo a su propia razón que servir a un hombre, a no ser que sean
como esos judíos de Israel que, sin coacción ni necesidad algunas, se
entregaron al tirano Saúl. No puedo leer la historia de ese pueblo sin sentir
un gran despecho, que podría incluso llevarme a mostrarme inhumano con él,
hasta el punto de alegrarme de todos los males que más tarde padecieron.
Porque, para que los hombres, mientras quede en ellos algún vestigio de
humanidad, se dejen someter, deben producirse de dos cosas una: o bien están
obligados, o bien han sido engañados.
Obligados ya sea
por fuerzas extranjeras, como Esparta y Atenas por el ejército de Alejandro, ya
sea por facciones, como cuando el gobierno de Atenas, en época anterior, cayó
en manos de Pisístrato, que se hizo del poder apoyándose en los pequeños
campesinos de la montaña. Por engaño también pierden los hombres su libertad,
pero en tal caso, son con menos frecuencia seducidos por otro que por su propia
ceguera. Así, el pueblo de Siracusa antigua capital de Sicilia, asediado por
todas partes por el enemigo, sin pensar en otra cosa que en el peligro
inmediato y sin prever el porvenir, eligió a Dionisio I y le dio el mando
general de los ejércitos. No tuvo en cuenta a quién había otorgado tanto poder,
de modo que ese astuto y habilidoso guerrero, al volver victorioso, como si no
hubiera vencido al enemigo sino a sus propios conciudadanos, pasó a ser,
primero, capitán rey y después, rey tirano.
No es fácil
imaginarse hasta qué punto un pueblo, sometido de esta forma por la astucia de
un traidor, puede caer en el envilecimiento y hasta en tal olvido de sus
derechos que ya será casi imposible despertarlo de su torpor para que vuelva a
reconquistarlos, sirviendo con tanto afán y gusto que se diría, al verlo, que
no tan solo ha perdido la libertad, sino también su propia servidumbre para
abotargarse en su esclavitud. Es cierto que, al principio, se sirve porque se
está obligado por la fuerza. Pero los que vienen después se acostumbran y hacen
gustosamente lo que sus antecesores habían hecho por obligación.
Así, los hombres
que nacen bajo el yugo, educados y criados en la servidumbre, sin mirar más
allá, se contentan con vivir como nacieron y, sin pensar en tener otro bien ni
otro derecho que el que encontraron, aceptan como algo natural el estado en que
nacieron. No obstante, no hay heredero, por pródigo o despreocupado que sea,
que no repase alguna vez los registros de su padre para comprobar si disfruta
realmente de todos los derechos de sucesión y si nadie se ha apoderado de los
que le corresponden a ellos o a sus antecesores. Pero, en general, la
costumbre, que ejerce tanto poder sobre nuestros actos, lo ejerce sobre todo
para enseñarnos a servir: tal como cuentan de Mitrídates, quien se habituó a
ingerir veneno, es la costumbre la que consigue hacernos tragar sin repugnancia
el amargo veneno de la servidumbre.
No puede negarse que
la naturaleza es la que nos orienta ante todo según las buenas o malas
inclinaciones que nos ha otorgado; pero hay que confesar que ejerce sobre
nosotros menos poder que la costumbre, ya que por bueno que sea lo natural, si
no se lo fomenta, se pierde,
mientras que la costumbre nos conforma siempre a su manera, pese a nuestras
inclinaciones naturales. Las semillas del bien, que la naturaleza deposita en
nosotros, son tan frágiles que no pueden resistir al más mínimo impacto de las
pasiones, ni a la influencia de una educación contraria. Tampoco se conservan
muy bien, degeneran fácilmente, se funden y se convierten en nada, al igual que
los árboles frutales, que, al tener todos su particularidad, conservan su
especie mientras se los deja crecer naturalmente, pero que la pierden en
seguida para dar otros frutos muy distintos en cuanto se les injerta. Las
hierbas tienen también cada una su propiedad, su característica natural y su singularidad; sin embargo, el hielo, el
tiempo, el terreno, o la mano del jardinero, deterioran o mejoran, según los
casos, su calidad; la planta que vimos en un lugar puede ser irreconocible en
otro.Quien haya visto en su casa a los venecianos, esa gente que vive con tanta libertad que el más infeliz se negaría a ser rey y que, nacidos y educados todos de esta forma, no conocen otra ambición que la de conservar y fomentar la libertad; así enseñados y hechos desde la cuna, hasta el punto de que no cambiarían su libertad por todas las venturas terrenales, quien haya visto, pues, a esos hombres y viajara después a las tierras del que llamaremos gran señor, al encontrar allí a gentes que no nacieron más que para servirle y que, para mantener el poder de su amo, le han dedicado toda su vida, ¿pensaría acaso que unos y otros son de la misma naturaleza, o creería que, al salir de la ciudad de los hombres, ha entrado en un parque de animales?
Cuentan que
Licurgo, el civilizador de Esparta, había criado a dos perros hermanos,
amamantados con la misma leche, uno cebado en la cocina, el otro corriendo por
los campos al son de la trompa y el cuerno. Al querer mostrar al pueblo
lacedemonio que los hombres son tal como los hace su educación, expuso los dos
perros en la plaza pública y colocó entre ellos un plato de sopa y una liebre.
Uno corrió al plato de sopa y el otro a la liebre. “Sin embargo, _dijo_ son hermanos.”
Pues bien, ese legislador supo educar tan bien a los lacedemonios que cada uno
de ellos habría preferido cien veces morir que reconocer a otras instituciones
que las de Esparta.
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