Ese sistema, esa
práctica, esos reclamos eran concebidos por los antiguos tiranos para
embrutecer a sus súbditos y fortalecer el yugo. Los pueblos embrutecidos,
entregados a esos pasatiempos y distraídos por un efímero placer que los
deslumbraba, se acostumbraban así a servir tan neciamente (aunque peor) como a
leer aprenden los niños pequeños con las imágenes iluminadas. A los tiranos
romanos se les ocurrió, además, otra cosa: celebrar a menudo los decemviros,
(reunión de hombres del pueblo, agrupados y enrolados de diez en diez y
alimentados a expensas del tesoro público) cebando a esas pobres gentes
embrutecidas y agasajándolas por el sistema, siempre fácil, de seducirlas
mediante el paladar. El más inteligente jamás habría dejado su cuenco de sopa
para recobrar la libertad de la república de Platón. Los tiranos se desprendían
fácilmente de un cuarterón de trigo, un sextario de vino y un sestercio; por lo
tanto resultaba lamentable oír clamar “¡Viva el rey!” a los súbditos.
Los muy zafios no se daban cuenta de que no hacían más que rembolsarse
parte de lo que era suyo, y que el tirano no habría podido obsequiarles esa
mínima parte sin habérsela sustraído antes. Cualquiera de los que recogían el
sestercio y se hartaban en los festines públicos, bendiciendo a Tiberio y a
Nerón por su magnanimidad, podía, al día siguiente, verse obligado a entregar
sus bienes para satisfacer la avaricia del tirano, a sus hijos para
saciar su lujuria y hasta su sangre para alimentar la crueldad de aquellos
espléndidos emperadores, y todo ello sin decir una palabra, ni mover un dedo.
El pueblo ha sido
siempre así. Se muestra dispuesto y disoluto para el placer que se le brinda en
forma deshonesta, e insensible al daño y al dolor que padece honestamente. No
conozco a nadie ahora que, al oír hablar de Nerón, no tiemble tan sólo con el
sonido del nombre de ese monstruo, esa inmunda y sucia bestia. Sin embargo,
todo hay que decirlo, después de su muerte, tan repugnante como había sido su
vida, el noble pueblo de Roma se llevó tal disgusto, al recordar sus juegos y
festines, que estuvo a punto de llevar luto por él. Así lo escribió Cornelio
Tácito, excelente historiador que merece toda nuestra confianza.
No deben extrañarnos tales extremos, en vista de lo que ese mismo pueblo
hizo a la muerte de Julio César, quien había anulado todas las leyes y
aplastado la libertad de Roma. En ese personaje no hubo, en mi opinión, nada
que valiera la pena, pues su humanidad misma, que tanto se alaba, fue más
lamentable aún que la crueldad del más salvaje tirano que jamás haya existido,
porque, de hecho, fue esa venenosa bondad suya la que endulzó la servidumbre
del pueblo. Pero, después de su muerte, ese pueblo aún conservaba en el paladar
el sabor de sus banquetes y, en el espíritu, el recuerdo de sus prodigalidades,
y, para rendirle los honores fúnebres e incinerarlo, amontonó los bancos de la
plaza pública para construir una hoguera, elevó una columna en su honor como al
Padre del pueblo (así rezaba el capitel) y le rindió más honores, por muerto
que estuviera, que los que hubiera debido rendir a cualquier otro hombre en el
mundo, de no ser a aquellos que lo habían matado.
Los emperadores
romanos no olvidaban asumir ante todo el título de tribuno del pueblo, tanto
porque esa tarea era considerada santa y sagrada, como porque así estaba
establecido para la defensa y protección del pueblo. Con el beneplácito del
Estado, se aseguraban de este modo la confianza del pueblo, como si a éste le
bastara con oír nombrar el título, sin sentir por ello sus efectos.
Los de hoy no lo
hacen mucho mejor, pues, antes de cometer algún crimen, aun el más indignante,
lo hacen preceder de algunas hermosas palabras sobre el bien público y el
bienestar de todos. Los reyes de Asiria, y después los de Media, no aparecían
en público sino al anochecer, con el fin de que el populacho creyera que en ellos
había algo sobrehumano y de crear esta ilusión en aquellos que alimentaban su
imaginación con cosas que jamás habían visto. Así, todas las naciones que
estuvieron largo tiempo sometidas al imperio asirio se acostumbraron a servir
gracias a este misterio. Y obedecían más a gusto al no saber a qué amo servían,
ni tan sólo si ese amo existía. De modo que vivían en el temor de alguien a
quien nadie había visto jamás.
Los primeros
reyes egipcios no aparecían en público sin llevar un gato, o una rama, o un haz
de fuego sobre la cabeza; así ataviados, pasaban a ser algo así como
ilusionistas. Con ello, por extraño que parezca, conseguían hacerse respetar y
admirar por sus súbditos y por gentes que, de no ser tan necias o de no estar
tan embrutecidas, se habrían burlado y reído. Es realmente lamentable oír
hablar de lo que hacían los tiranos del pasado para consolidar su tiranía y de
las pequeñas astucias a las que recurrían, encontrando siempre al pueblo tan
dispuesto a todo que no tenían más que tender la red para que cayera en ella.
Lo enredaron con tanta facilidad que jamás se sometió mejor como cuando más lo
engatusaron.
¿Y qué diré de
otra patraña que los pueblos antiguos tomaron por verdad absoluta? Creyeron
firmemente que el pulgar de Pirro, rey de los epirotas, era milagroso y curaba
a los enfermos del bazo. Enriquecieron aún más ese cuento añadiendo que aquel
dedo, tras haberse consumido el cuerpo en el fuego, había sido encontrado
intacto entre las cenizas. El pueblo ha elaborado siempre de este modo engañosas
fantasías para, después, creer en ellas a ciegas. Muchos autores las han
trascripto y recogido en sus libros, de tal manera que puede verse con
facilidad que las han sacado de la leyenda popular callejera.
Vespasiano, al
volver de Asiria y pasar por Alejandría para dirigirse a Roma con el fin de
hacerse con el imperio, realizó milagros. Enderezó a los cojos, devolvió la
vista a los ciegos y así muchas cosas más que no podrían ser creídas, en mi
opinión, más que por tontos aún más ciegos que aquellos a quienes se pretendía
curar. Incluso los tiranos encontraban muy extraño que los hombres pudiesen
soportar el que uno solo los maltratara. Iban con la religión por delante, a
modo de escudo, y, de ser posible, se adjudicaban algún rasgo divino para dar mayor
autoridad a sus viles actos.
Salmóneo, según la sibila de Virgilio, por haberse burlado del pueblo ante el que intentó hacerse pasar por Júpiter, se encuentra en los infiernos, “castigado con terrible rigor por haber intentado remedar los rayos y los truenos. Montado en un carro de cuatro caballos y blandiendo un hachón encendido, corría ufano por los pueblos de Grecia y por la ciudad de Elida exigiendo para sí la adoración debida a los dioses. ¡Insensato! Pretendía remedar, con unas ruedas de bronce y con el ímpetu de los caballos, las tempestades y el trueno inimitable. Pero el omnipotente padre, a través de las espesas nubes, le lanzó un rayo (no echó mano de vanas antorchas y humosas teas como Salmóneo) y, tras envolverle en un denso torbellino, lo precipitó en el abismo.”
Salmóneo, según la sibila de Virgilio, por haberse burlado del pueblo ante el que intentó hacerse pasar por Júpiter, se encuentra en los infiernos, “castigado con terrible rigor por haber intentado remedar los rayos y los truenos. Montado en un carro de cuatro caballos y blandiendo un hachón encendido, corría ufano por los pueblos de Grecia y por la ciudad de Elida exigiendo para sí la adoración debida a los dioses. ¡Insensato! Pretendía remedar, con unas ruedas de bronce y con el ímpetu de los caballos, las tempestades y el trueno inimitable. Pero el omnipotente padre, a través de las espesas nubes, le lanzó un rayo (no echó mano de vanas antorchas y humosas teas como Salmóneo) y, tras envolverle en un denso torbellino, lo precipitó en el abismo.”
Si el que no fue
sino un necio se encuentra ahora en los infiernos, creo que los que han abusado
de la religión para hacer el mal, encontrarán allí, con mayor razón, el justo
castigo a sus actos.
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