“No veo un bien en la soberanía de
muchos; uno solo sea amo, uno solo sea rey.” Así hablaba en público Ulises,
según Homero.
Si hubiera dicho simplemente: “No veo
bien alguno en tener a varios amos”, habría sido mucho mejor. Pero, en lugar de
decir, con más razón, que la dominación de muchos no puede ser buena ya que la
de uno solo, en cuanto asume su naturaleza de amo, ya suele ser dura e
indignante, añadió todo lo contrario: “Uno solo sea amo, uno solo sea rey”.
No obstante, debemos perdonar a Ulises,
quien, entonces, se vio obligado a utilizar este lenguaje para aplacar la
sublevación del ejército, adaptando, según creo, su discurso a las
circunstancias más que a la verdad. Pero, en conciencia, ¿acaso no es una
desgracia extrema la de estar sometido a un amo del que jamás podrá asegurarse
que es bueno porque dispone del poder de ser malo cuando quiere? Y, obedeciendo
a varios amos, ¿no se es tantas veces más desgraciado?
No quiero, de momento, debatir tan
trillada cuestión: a saber, si las otras formas de república son mejores que la
monarquía. De debatirla, antes de saber qué lugar debe ocupar la monarquía
entre las distintas maneras de gobernar la cosa pública, habría que saber si
hay incluso que concederle un lugar, ya que resulta difícil creer que haya algo
público en un gobierno en el que todo es de uno. Pero reservemos para otra
ocasión esta cuestión, que merece ser tratada por separado y podría provocar
por sí sola todas las discusiones políticas posibles.
De momento, quisiera tan sólo entender
cómo pueden tantos hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones
soportar a veces a un solo tirano, que no dispone de más poder que el que se le
otorga, que no tiene más poder para causar perjuicios que el que se quiera
soportar y que no podría hacer daño alguno de no ser que se prefiera sufrir a
contradecirlo.
Es realmente sorprendente _y, sin
embargo, tan corriente que deberíamos más bien deplorarlo que sorprendernos_
ver cómo millones y millones de hombres son miserablemente sometidos y
juzgados, la cabeza gacha, a un deplorable yugo, no porque se vean obligados
por una fuerza mayor, sino, por el contrario, porque están fascinados y, por
decirlo así, embrujados por el nombre de uno, al que no deberían ni temer,
puesto que está solo, ni apreciar, puesto que se muestra para con ellos
inhumano y salvaje.
¡Grande es, no obstante, la debilidad de
los hombres! Obligados a obedecer y a contemporizar, divididos y humillados, no
siempre pueden ser los más fuertes.
Así pues, si una nación, encadenada por
la fuerza de las armas, es sometida al poder de uno solo _como la ciudad de
Atenas a la dominación de los treinta tiranos_, no deberíamos extrañarnos de
que sirva; debemos tan sólo lamentar su servidumbre. O mejor dicho: no
deberíamos ni extrañarnos ni lamentarnos, sino más bien llevar el mal con
resignación y reservarnos para un futuro mejor.
Nuestra naturaleza es tal que los deberes
cotidianos de la amistad absorben buena parte de nuestras vidas. Es natural
amar la virtud, estimar las buenas acciones, agradecer el bien recibido e
incluso, con frecuencia, reducir nuestro propio bienestar para mejorar el de
aquellos a quienes amamos y que merecen ser amados. Así pues, si los habitantes
de un país encontraran entre ellos a uno de esos pocos hombres capaces de
darles reiteradas pruebas de su predisposición a inspirarles seguridad, gran
valentía en defenderlos y gran prudencia en guiarlos; si se acostumbraran
paulatinamente a obedecerle y a confiar tanto en él como para concederle cierta
supremacía, creo que sería preferible devolverle al lugar donde hacía el bien
que colocarlo allí donde es muy probable que haga el mal. Sin embargo, es al
parecer muy normal y muy razonable mostrarse buenos con aquel que tanto bien
nos ha hecho y no temer que el mal nos venga precisamente de él.
Pero ¡oh Dios! ¿qué ocurre; cómo llamar
ese vicio tan horrible; acaso no es vergonzoso ver a tantas y tantas personas,
no tan sólo obedecer, sino arrastrarse? No ser gobernados, sino tiranizados:
sin bienes, ni parientes, ni mujeres, ni hijos, ni vida propia. Soportar
saqueos, asaltos y crueldades, no de un ejército, no de una horda descontrolada
de bárbaros contra la que cada uno podría defender su vida a costa de su
sangre, sino únicamente de uno solo. No de un Hércules o de un Sansón, sino de
un único hombrecillo, las más de las veces el más cobarde y afeminado de la
nación, que no ha husmeado siquiera una sola vez la pólvora de los campos de
batalla, sino apenas la arena de los torneos, y que es incapaz no sólo de
mandar a los hombres, sino también de satisfacer a la más miserable mujerzuela.
¿Llamaremos eso cobardía; diremos que los
que se someten a semejante yugo son viles y cobardes?
Si dos, tres y hasta cuatro hombres ceden
a uno, nos parece extraño, pero es posible; en este caso, y con razón,
podríamos decir que les falta valor. Pero si cien, miles de hombres se dejan
someter por uno solo, ¿seguiremos diciendo que se trata de falta de valor, que
no se atreven a atacarlo, o más bien que por desprecio o desdén no quieren
ofrecerle resistencia? En fin, si viéramos, ya no a cien ni a mil hombres, sino
cien países, mil ciudades, a un millón de hombres negarse a atacar, a aniquilar
al que sin reparos los trata a todos como a siervos y esclavos, ¿cómo llamaríamos
eso; cobardía?
Es sabido que hay un límite para todos
los vicios que no se puede traspasar. Dos hombres, y quizá diez, pueden temer a
uno. ¡Pero que mil, un millón, mil ciudades no se defiendan de uno, no es
siquiera cobardía! Asimismo, el valor no exige que un solo hombre tome de
asalto una fortaleza, o se enfrente a un ejército, o conquiste un reino.
Así pues, ¿qué es ese monstruoso vicio
que no merece siquiera el nombre de cobardía, que carece de toda expresión
hablada o escrita, del que reniega la naturaleza y que la lengua se niega a
nombrar?
Que se pongan a un lado y a otro a mil
hombres armados, que se los prepare para atacar, que entren en combate, unos
luchando por su libertad, los otros para quitársela: ¿de quiénes creéis que
será la victoria; cuáles se lanzarán con más gallardía al campo de batalla: los
que esperan como recompensa el mantenimiento de su libertad, o los que no
pueden esperar otro premio a los golpes que asestan o reciben que la
servidumbre del adversario?
Unos llevan siempre como bandera la
felicidad de su vida pasada y la esperanza de un bienestar similar en el
porvenir; no piensan tanto en las penalidades y en los sufrimientos momentáneos
de la batalla como en todo aquello que, si fueran vencidos, deberían soportar
para siempre ellos, sus hijos y toda la posteridad. Los otros, en cambio, no
tienen mayor incentivo que la codicia, que, con frecuencia, se mitiga ante el
peligro y cuyo ficticio ardor se desvanece con la primera herida.
En batallas tan famosas como las de
Milcíades, Leónidas y Temístocles, que tuvieron lugar hace dos mil años y que
están tan frescas en la memoria de los libros y de los hombres como si acabaran
de celebrarse, ¿qué dio _para mayor gloria de Grecia y ejemplo del mundo entero_
a tan reducido número de griegos, no el poder, sino el valor de contener
aquellas formidables flotas que el mar apenas podía sostener, de luchar y
vencer a tantas naciones, cuyos capitanes enemigos todos los soldados griegos
juntos no habrían podido rivalizar en número? En aquellas gloriosas jornadas,
no se trataba tanto de una batalla entre griegos y persas como de la victoria
de la libertad sobre la dominación, de la generosidad sobre la codicia.
¡Son realmente fabulosos los relatos de
gloriosas gestas que la libertad inscribe en el corazón de aquellos que la
defienden!
Pero, ¿quién creería, si sólo lo oyera y
no lo viera, que en todas partes, cada día, un solo hombre somete y oprime a
cien mil ciudades privándolas de su libertad? Si sucediera en un país lejano y
alguien viniera a contárnoslo, ¿quién creería que no es pura invención? Sin
embargo, si un país no consintiera dejarse caer en la servidumbre, el tirano se
desmoronaría por sí solo, sin que hubiera que luchar contra él, ni defenderse
de él. La cuestión no reside en quitarle nada, sino en nada darle.
Que una nación no haga esfuerzo alguno
por su felicidad, si no quiere: ahora bien; que no se forje ella misma su
propia ruina. Son pues, los propios pueblos los que se dejan, o mejor dicho, se
hacen encadenar, ya que con sólo dejar de servir, romperían sus cadenas.
Es el pueblo el que se somete y degüella
a sí mismo; el que teniendo la posibilidad de elegir entre ser siervo o libre,
rechaza la libertad y elige el yugo; el que consiente su mal, o peor aun, lo
persigue. Si le costara algo recobrar la libertad, no tendría por qué darse
prisa alguna, aunque recuperar los derechos naturales y, de bestia, volver a
ser hombre deberían ser las cosas que más tendría que desear. Sin embargo, no
exijo de él tanto valor: no quiero siquiera que ambicione no sé qué seguridad
de vivir algo más desahogadamente.
Pero ¿es que no está claro? Si para
obtener la libertad no hay más que desearla; si para ello, basta con quererla
¿habrá nación alguna en el mundo que estime su precio aún demasiado elevado
para obtenerla mediante un simple deseo; quién puede lamentar el sentir la
voluntad de recobrar un bien que debe ser reconquistado a costa de la propia
vida? Pues la pérdida de ese bien, amarga la existencia de cualquier hombre de
honor y convierte la muerte en alivio.
Al igual que el fuego de una pequeña chispa
se hace grande y no cesa de crecer, pues cuanta más leña encuentra a su paso
más abrasa, aunque acaba por consumirse y apagarse solo si se le deja de
alimentar, los tiranos, cuanto más saquean, más exigen, cuanto más arruinan y
destruyen, más se les alimenta y más se les ceba; se consolidan entonces aun
más y se hacen siempre más fuertes con el fin de aniquilar y arrasarlo todo.
Pero, si no les diéramos nada, si no les obedeciéramos, aun sin luchar contra
ellos ni atacarlos, se quedarían desnudos y vencidos, al igual que el árbol,
cuyas raíces ya no reciben savia, pasa a ser muy pronto un tronco seco y
muerto.
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