El Gran Turco se
dio cuenta de que los libros y la sana doctrina proporcionan a los hombres, más
que cualquier otra cosa, el sentido de su dignidad como personas y el odio por
la tiranía, de modo que no tiene en sus tierras a muchos sabios, ni tampoco los
solicita. Y en cualquier otro lugar, por elevado que sea el número de fieles a
la libertad, su celo y el amor que le prodigan permanecen pese a todo sin
efecto porque no logran entenderse entre ellos. La libertad de actuar, hablar y
de pensar les está casi totalmente vetada con el tirano y permanecen aislados
por completo en sus fantasías. Así pues, Momo, el dios burlón, no se mofó demasiado
del hombre que Vulcano había creado por no haberle puesto una ventanita en el
corazón para que, por ella, pudiesen leerse sus pensamientos.
Se cuenta que Bruto, Casio y Casca, cuando emprendieron la liberación de
Roma, o, mejor dicho, del mundo entero, no quisieron que Cicerón, el gran
celador del bien público (si alguna vez los hubo), participara. Estimaron su
corazón demasiado vulnerable para tan arriesgada hazaña; confiaban en su
voluntad, pero no en su valentía. Sin embargo, quien quiera recordar la
historia y consultar antiguos anales, comprobará que pocos fueron aquellos que,
viendo a su país mal llevado y en malas manos, tomaron, con buenas, cabales y
sinceras intenciones, la decisión de liberarlo y no llegaron hasta el final, y
que la libertad los ha siempre favorecido. Harmodio, Aristogitón, Trasíbulo,
Bruto el viejo, Valerio y Dión, quienes concibieron tan virtuoso proyecto, lo
llevaron a cabo felizmente: en esos casos, casi nunca a buen deseo mala
fortuna. Bruto el joven y Casio suprimieron con gran acierto la servidumbre,
pero, poco después de devolver la libertad, murieron, no miserablemente (¡qué blasfemia sería decir que
esos hombres pudieran morir, o vivir, miserablemente!), pero sí con gran
perjuicio, desgracia y ruina para la República que fue, al parecer, enterrada
con ellos.
Las otras acciones emprendidas después contra los emperadores romanos no
fueron más allá de conjuras urdidas por algunos ambiciosos o los que no hay que
compadecer por las penas de que fueron víctimas. Es evidente que lo que querían
no era suprimir, sino cambiar de cabeza la corona, con la intención de echar al
tirano, pero de conservar la tiranía. A esos, ni yo mismo les habría deseado
suerte, y me alegro de que hayan mostrado con su ejemplo que no se debe abusar
del santo nombre de libertad para llevar a cabo malas empresas.
Pero, volviendo
al hilo de mi discurso, del que casi me había apartado, la primera razón por la
cual los hombres sirven de buen grado es la de que nacen siervos y son educados
como tales. De ésta se desprende otra: bajo el yugo del tirano, es más fácil
volverse cobarde y apocado. Le estoy muy agradecido a Hipócrates, el padre de
la medicina, quien así lo afirmó en uno de sus libros: De las enfermedades.
Este buen hombre tenía sin duda buen corazón y bien lo mostró cuando el rey de
Persia quiso atraerlo a su lado a fuerza de obsequios y ofrecimientos
tentadores; él respondió francamente que le remordería la conciencia ponerse a
curar a los bárbaros que querían matar a los griegos y servir con su arte al
que proyectaba someter a Grecia. La carta que le envió se encuentra hoy entre
sus escritos y será para siempre un testimonio de su dignidad y de su noble
naturaleza.
Jenofonte, uno de los historiadores más dignos y apreciados entre los
griegos, escribió un libro en el que hace hablar a Simónides con Hierón, tirano
de Siracusa, de las miserias del tirano; este libro está lleno de buenas y
graves amonestaciones de gran provecho para todos. ¡Ojalá todos los tiranos de
la historia lo hubieran tenido ante los ojos a modo de espejo! Me gusta creer
que no hubiesen reconocido en él sus propios vicios, ni sentido vergüenza
alguna. En este tratado, Jenofonte cuenta las penas que acosan a los tiranos,
quienes, al sanar a todos, se ven llevados a temer a todos. Entre otras cosas,
dice que los malos reyes contratan a tropas extranjeras porque ya no se atreven
a poner armas en manos de sus súbditos, a los que han maltratado de mil
maneras. Algunos buenos reyes, y más en otros tiempos que ahora, incluso en
Francia, también contrataron a tropas extranjeras, pero con otra intención; la
de preservar a los suyos, sin escatimar en gastos, con el único fin de poner a
salvo a sus hombres. Lo mismo opinaba Escipión (el gran africano, supongo),
quien prefería salvar a un ciudadano que derrotar a cien enemigos.
Pero lo cierto es que el tirano jamás piensa que su poder está del todo
seguro hasta el momento en que, por debajo de él, no haya nadie con valor.
Entonces, podría decírsele con razón lo que Trasón, según Terencio, decía al
domador de elefantes: “¿Tan valiente te crees que has domado a bestias?”
Pero esa astucia
de los tiranos, que consiste en embrutecer a sus súbditos, jamás quedó tan
evidente como en lo que Ciro hizo a los lidios, tras apoderarse de Sardes,
capital de Lidia, apresar a Creso, el rico monarca y hacerlo prisionero. Le
llevaron la noticia de que los habitantes de Sardes se habían sublevado. Los
habría aplastado sin dificultad inmediatamente; sin embargo, al no querer
saquear tan bella ciudad, ni verse obligado a mantener un ejército para imponer
el orden, se le ocurrió una gran idea para apoderarse de ella: montó burdeles,
tabernas y juegos públicos, y ordenó que los ciudadanos de Sardes hicieran uso
libremente de ellos. Esta iniciativa dio tan buen resultado que jamás hubo ya
que atacar a los lidios por la fuerza de la espada. Estas pobres y miserables
gentes se distrajeron de su objetivo, entregándose a todo tipo de juegos; tanto
es así que de ahí proviene la palabra latina (para lo que nosotros llamamos
pasatiempos) Ludi que, a su vez, proviene de Lydi.
No todos los
tiranos han expresado con tal énfasis su deseo de corromper a sus súbditos.
Pero lo cierto es que lo que éste ordenó tan formalmente, la mayoría de los
otros lo han hecho ocultamente. Y hay que reconocer que ésta es la tendencia
natural del pueblo, que suele ser más numeroso en las ciudades: desconfía de
quien lo ama y confía en quien lo engaña. No creáis que ningún pájaro cae con
mayor facilidad en la trampa, ni pez alguno muerde tan rápidamente el anzuelo
como esos pueblos que se dejan atraer con tanta facilidad y llevar a la
servidumbre por un simple halago, o una pequeña golosina. Es realmente
sorprendente ver cómo se dejan ir tan aprisa por poco que se les dé coba.
Los teatros, los
juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los animales exóticos,
las medallas, las grandes exhibiciones y otras drogas eran para los pueblos
antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su libertad, los
instrumentos de la tiranía.
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