jueves, octubre 18, 2018

El Discurso de la Servidumbre Voluntaria (IV)

El Gran Turco se dio cuenta de que los libros y la sana doctrina proporcionan a los hombres, más que cualquier otra cosa, el sentido de su dignidad como personas y el odio por la tiranía, de modo que no tiene en sus tierras a muchos sabios, ni tampoco los solicita. Y en cualquier otro lugar, por elevado que sea el número de fieles a la libertad, su celo y el amor que le prodigan permanecen pese a todo sin efecto porque no logran entenderse entre ellos. La libertad de actuar, hablar y de pensar les está casi totalmente vetada con el tirano y permanecen aislados por completo en sus fantasías. Así pues, Momo, el dios burlón, no se mofó demasiado del hombre que Vulcano había creado por no haberle puesto una ventanita en el corazón para que, por ella, pudiesen leerse sus pensamientos.
Se cuenta que Bruto, Casio y Casca, cuando emprendieron la liberación de Roma, o, mejor dicho, del mundo entero, no quisieron que Cicerón, el gran celador del bien público (si alguna vez los hubo), participara. Estimaron su corazón demasiado vulnerable para tan arriesgada hazaña; confiaban en su voluntad, pero no en su valentía. Sin embargo, quien quiera recordar la historia y consultar antiguos anales, comprobará que pocos fueron aquellos que, viendo a su país mal llevado y en malas manos, tomaron, con buenas, cabales y sinceras intenciones, la decisión de liberarlo y no llegaron hasta el final, y que la libertad los ha siempre favorecido. Harmodio, Aristogitón, Trasíbulo, Bruto el viejo, Valerio y Dión, quienes concibieron tan virtuoso proyecto, lo llevaron a cabo felizmente: en esos casos, casi nunca a buen deseo mala fortuna. Bruto el joven y Casio suprimieron con gran acierto la servidumbre, pero, poco después de devolver la libertad, murieron, no miserablemente (¡qué blasfemia sería decir que esos hombres pudieran morir, o vivir, miserablemente!), pero sí con gran perjuicio, desgracia y ruina para la República que fue, al parecer, enterrada con ellos.
Las otras acciones emprendidas después contra los emperadores romanos no fueron más allá de conjuras urdidas por algunos ambiciosos o los que no hay que compadecer por las penas de que fueron víctimas. Es evidente que lo que querían no era suprimir, sino cambiar de cabeza la corona, con la intención de echar al tirano, pero de conservar la tiranía. A esos, ni yo mismo les habría deseado suerte, y me alegro de que hayan mostrado con su ejemplo que no se debe abusar del santo nombre de libertad para llevar a cabo malas empresas.
Pero, volviendo al hilo de mi discurso, del que casi me había apartado, la primera razón por la cual los hombres sirven de buen grado es la de que nacen siervos y son educados como tales. De ésta se desprende otra: bajo el yugo del tirano, es más fácil volverse cobarde y apocado. Le estoy muy agradecido a Hipócrates, el padre de la medicina, quien así lo afirmó en uno de sus libros: De las enfermedades. Este buen hombre tenía sin duda buen corazón y bien lo mostró cuando el rey de Persia quiso atraerlo a su lado a fuerza de obsequios y ofrecimientos tentadores; él respondió francamente que le remordería la conciencia ponerse a curar a los bárbaros que querían matar a los griegos y servir con su arte al que proyectaba someter a Grecia. La carta que le envió se encuentra hoy entre sus escritos y será para siempre un testimonio de su dignidad y de su noble naturaleza.
 Es cierto, por lo tanto, que, con la libertad, se pierde a la vez el valor.
Las gentes sometidas no sienten ni alegría ni arrojo en el combate; van a la lucha casi como atados y entumecidos, como cumpliendo penosamente un deber impuesto. No sienten en su corazón el ardor de la libertad, que les hace despreciar el peligro y alimentar el deseo de alcanzar, aun a costa de su muerte, rodeado de sus compañeros de lucha, el honor y la gloria. Entre gente libre, en cambio, esos sentimientos se dan con creces, a cuál más, a cuál mejor, cada uno por el bien de todos, cada uno por sí. Todos saben que compartirán por igual los males de la derrota, o las recompensas de la victoria. Pero las gentes sometidas, además del valor en el combate, pierden, en todas las demás cosas, la vivacidad y son presa del desánimo y la debilidad; se muestran incapaces de cualquier hazaña. Los tiranos lo saben y, conscientes de que éste es su punto flaco, no hacen más que fomentarlo.
Jenofonte, uno de los historiadores más dignos y apreciados entre los griegos, escribió un libro en el que hace hablar a Simónides con Hierón, tirano de Siracusa, de las miserias del tirano; este libro está lleno de buenas y graves amonestaciones de gran provecho para todos. ¡Ojalá todos los tiranos de la historia lo hubieran tenido ante los ojos a modo de espejo! Me gusta creer que no hubiesen reconocido en él sus propios vicios, ni sentido vergüenza alguna. En este tratado, Jenofonte cuenta las penas que acosan a los tiranos, quienes, al sanar a todos, se ven llevados a temer a todos. Entre otras cosas, dice que los malos reyes contratan a tropas extranjeras porque ya no se atreven a poner armas en manos de sus súbditos, a los que han maltratado de mil maneras. Algunos buenos reyes, y más en otros tiempos que ahora, incluso en Francia, también contrataron a tropas extranjeras, pero con otra intención; la de preservar a los suyos, sin escatimar en gastos, con el único fin de poner a salvo a sus hombres. Lo mismo opinaba Escipión (el gran africano, supongo), quien prefería salvar a un ciudadano que derrotar a cien enemigos.
Pero lo cierto es que el tirano jamás piensa que su poder está del todo seguro hasta el momento en que, por debajo de él, no haya nadie con valor. Entonces, podría decírsele con razón lo que Trasón, según Terencio, decía al domador de elefantes: “¿Tan valiente te crees que has domado a bestias?”
Pero esa astucia de los tiranos, que consiste en embrutecer a sus súbditos, jamás quedó tan evidente como en lo que Ciro hizo a los lidios, tras apoderarse de Sardes, capital de Lidia, apresar a Creso, el rico monarca y hacerlo prisionero. Le llevaron la noticia de que los habitantes de Sardes se habían sublevado. Los habría aplastado sin dificultad inmediatamente; sin embargo, al no querer saquear tan bella ciudad, ni verse obligado a mantener un ejército para imponer el orden, se le ocurrió una gran idea para apoderarse de ella: montó burdeles, tabernas y juegos públicos, y ordenó que los ciudadanos de Sardes hicieran uso libremente de ellos. Esta iniciativa dio tan buen resultado que jamás hubo ya que atacar a los lidios por la fuerza de la espada. Estas pobres y miserables gentes se distrajeron de su objetivo, entregándose a todo tipo de juegos; tanto es así que de ahí proviene la palabra latina (para lo que nosotros llamamos pasatiempos) Ludi que, a su vez, proviene de Lydi.
No todos los tiranos han expresado con tal énfasis su deseo de corromper a sus súbditos. Pero lo cierto es que lo que éste ordenó tan formalmente, la mayoría de los otros lo han hecho ocultamente. Y hay que reconocer que ésta es la tendencia natural del pueblo, que suele ser más numeroso en las ciudades: desconfía de quien lo ama y confía en quien lo engaña. No creáis que ningún pájaro cae con mayor facilidad en la trampa, ni pez alguno muerde tan rápidamente el anzuelo como esos pueblos que se dejan atraer con tanta facilidad y llevar a la servidumbre por un simple halago, o una pequeña golosina. Es realmente sorprendente ver cómo se dejan ir tan aprisa por poco que se les dé coba.
Los teatros, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los animales exóticos, las medallas, las grandes exhibiciones y otras drogas eran para los pueblos antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su libertad, los instrumentos de la tiranía.

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