sábado, octubre 20, 2018

El Discurso de la Servidumbre Voluntaria (VI)

Nuestros tiranos también sembraron en Francia fantasías y fetiches, como sapos, flores de lis, la ampolla y la oriflama. Todas ellas son supersticiones en las que aún me resisto a creer, ya que ni nosotros ni nuestros antepasados hemos tenido hasta ahora ocasión alguna de probar lo contrario. Hemos tenido a reyes tan buenos en la paz como valientes en la guerra que, aunque nacieran reyes, al parecer, la naturaleza los conformó distintos a los demás y a quienes Dios todopoderoso eligió antes de nacer para destinarlos al gobierno y a la salvaguarda del reino. Y, aun cuando no existieran tales excepciones, no entraré en discusión para debatir la verdad de nuestra historia, ni desmenuzarla con el fin de no desvirtuar tan sugerente tema, en el que podrán lucirse aquellos autores que se ocupan de la poesía francesa, ahora no sólo en franca mejora, sino, por decirlo así, puesta al día gracias a poetas como Ronsard, Baif, Du Bellay, quienes en este arte, hacen avanzar tanto nuestra lengua que me atrevo a esperar que pronto no tendremos nada que envidiar a los griegos ni a los latinos sino tan sólo su derecho de primogenitura.
Y, sin duda, perjudicaría nuestra rima (y uso gustoso esta palabra, ya que, si bien algunos la han convertido en algo mecánico, veo, sin embargo, a bastantes que aún están dispuestos a ennoblecerla y devolverle su brillo original) si la privara de los hermosos cuentos del rey Clodoveo, en los que veo ya, me parece, cómo se entretuvo, complacida, la vena poética de nuestro Ronsard en su Franciada. Presiento su alcance, conozco la gracia de su estilo. Sacará provecho de la oriflama como los romanos de sus ancilas, así como de los escudos caídos del cielo de los que habla Virgilio. Cuidará de nuestra ampolla, como los atenienses lo hicieron del cesto de Erisicto; hará que se hable de nuestros ejércitos como ellos de los suyos que, según aseguran, se encuentran aún en la torre de Minerva, por supuesto, sería temerario por mi parte querer desmentir nuestros fabulosos libros y barrer el terreno de nuestros poetas.
Pero, volviendo al tema que nos ocupa y del que me aparté no recuerdo muy bien cómo, ¿acaso no es hoy evidente que los tiranos, para consolidarse, se han esforzado siempre por acostumbrar al pueblo, no sólo a la obediencia y a la servidumbre, sino también a una especie de devoción por ellos? Todo lo que he dicho hasta aquí sobre los sistemas empleados por los tiranos para someter a las gentes no sirven sino para los ignorantes y los serviles.
Llego ahora a un punto que, creo, es el resorte y el secreto de la dominación, el sostén y el fundamento de la tiranía. El que creyera que son las alabardas y la vigilancia armada las que sostienen a los tiranos, se equivocarían bastante. Las utilizan, creo, más por una cuestión formal y para asustar que porque confíen en ellas. Los arqueros impiden, por supuesto, la entrada al palacio a los andrajosos y a los pobres, no a los que van armados y parecen decididos. Sería sin duda fácil contar cuántos emperadores romanos escaparon a algún peligro gracias a la ayuda de sus arqueros y los que fueron asesinados por sus propios guardias. Ni la caballería, ni la infantería constituyen la defensa del tirano. Cuesta creerlo, pero es cierto.
Son cuatro o cinco los que sostienen al tirano, cuatro o cinco los que imponen por él la servidumbre en toda la nación. Siempre han sido cinco o seis los confidentes del tirano, los que se acercan a él por su propia voluntad, o son llamados por él, para convertirse en cómplices de sus crueldades, compañeros de sus placeres, rufianes de sus voluptuosidades y los que se reparten el botín de sus pillajes. Ellos son los que manipulan tan bien a su jefe que éste pasa a ser un hombre malo para la sociedad, no sólo debido a sus propias maldades, sino también a las de ellos. Estos seis tienen a seiscientos hombres bajo su poder, a los que manipulan y a quienes corrompen como han corrompido al tirano. Estos seiscientos tienen bajo su poder a seis mil, a quienes sitúan en cargos de cierta importancia, a quienes otorgan el gobierno de las provincias, o la administración del tesoro público, con el fin de favorecer su avaricia y su crueldad, de ponerla en práctica cuando convenga y de causar tantos males por todas partes que no puedan mover un dedo sin consultarlos, ni eludir las leyes y sus consecuencias sin recurrir a ellos.
Extensa es la serie de aquéllos que siguen a éstos. El que quiera entretenerse devanando esta red, verá que no son seis mil, sino cien mil, millones los que tienen sujeto al tirano y los que conforman entre ellos una cadena ininterrumpida que se remonta hasta él. Se sirven de ella como Júpiter quien, según Romero, se vanagloriaba de que, si tirara de la cadena, se llevaría consigo a todos los dioses. De ahí provenían el mayor poder del senado bajo Julio César, la creación de nuevas funciones, la institución de cargos, no, por supuesto, para hacer el bien y reformar la justicia, sino para crear nuevos soportes de la tiranía.
En suma, se llega así a que, gracias a la concesión de favores, a las ganancias, o ganancias compartidas con los tiranos, al fin hay casi tanta gente para quien la tiranía es provechosa como para quien la libertad sería deseable. Según los médicos, aunque nuestro cuerpo no sufra daño alguno, en cuanto en algún lugar se manifiesta una dolencia, todos los males se centran en el punto corrompido. Asimismo, en cuanto un rey se declara tirano, todo lo malo, toda la hez del reino _y no me refiero a ese montón de ladronzuelos y desorejados, que no pueden hacer ni mal ni bien en un país, sino a los que están poseídos por una incontenible ambición y una incurable avaricia_ se agolpa a su alrededor y lo mantiene para compartir con él el botín y, bajo su grandeza, convertirse ellos mismos en pequeños tiranos.
Así actúan también los grandes ladrones y los célebres corsarios: unos recorren el país mientras otros asaltan a viajeros; unos permanecen emboscados y otros al acecho; unos masacran mientras otros saquean. Si bien están igualmente estructurados en jerarquías, nadie de entre ellos, desde el más simple criado hasta los jefes, queda, al fin y al cabo, fuera del reparto, si no del botín más sustancioso, sí al menos de lo que se ha encontrado. Se dice que los piratas de Cilicia no sólo se unieron tantos que hubo que enviar contra ellos a Pompeyo el Grande, sino que, al unirse, consiguieron firmar alianzas con varias grandes ciudades, en cuyos puertos se refugiaban tras cada incursión y a las que, a modo de recompensa, cedían parte del botín.
Así es como el tirano somete a sus súbditos, a unos por medio de otros. Está a salvo gracias a aquellos de quienes debería guardarse si ya no estuvieran corrompidos. Pero, tal como suele decirse, para cortar leña, hay que emplear cuñas de la misma madera.
Contemplad a sus arqueros, a sus guardias y a sus alabarderos; no es que no padezcan ellos mismos de la opresión del tirano, sino que esos malditos por Dios y por los hombres se limitan a soportar el mal, no para devolverlo a quien se lo causa a ellos, sino para hacerlo a los que padecen como ellos y no pueden hacer nada.

No hay comentarios: