Nuestros tiranos
también sembraron en Francia fantasías y fetiches, como sapos, flores de lis,
la ampolla y la oriflama. Todas ellas son supersticiones en las que aún me
resisto a creer, ya que ni nosotros ni nuestros antepasados hemos tenido hasta
ahora ocasión alguna de probar lo contrario. Hemos tenido a reyes tan buenos en
la paz como valientes en la guerra que, aunque nacieran reyes, al parecer, la
naturaleza los conformó distintos a los demás y a quienes Dios todopoderoso
eligió antes de nacer para destinarlos al gobierno y a la salvaguarda del
reino. Y, aun cuando no existieran tales excepciones, no entraré en discusión
para debatir la verdad de nuestra historia, ni desmenuzarla con el fin de no
desvirtuar tan sugerente tema, en el que podrán lucirse aquellos autores que se
ocupan de la poesía francesa, ahora no sólo en franca mejora, sino, por decirlo
así, puesta al día gracias a poetas como Ronsard, Baif, Du Bellay, quienes en
este arte, hacen avanzar tanto nuestra lengua que me atrevo a esperar que
pronto no tendremos nada que envidiar a los griegos ni a los latinos sino tan
sólo su derecho de primogenitura.
Y, sin duda,
perjudicaría nuestra rima (y uso gustoso esta palabra, ya que, si bien algunos
la han convertido en algo mecánico, veo, sin embargo, a bastantes que aún están
dispuestos a ennoblecerla y devolverle su brillo original) si la privara de los
hermosos cuentos del rey Clodoveo, en los que veo ya, me parece, cómo se
entretuvo, complacida, la vena poética de nuestro Ronsard en su Franciada. Presiento su alcance,
conozco la gracia de su estilo. Sacará provecho de la oriflama como los romanos
de sus ancilas, así como de los escudos caídos del cielo de los que habla
Virgilio. Cuidará de nuestra ampolla, como los atenienses lo hicieron del cesto
de Erisicto; hará que se hable de nuestros ejércitos como ellos de los suyos
que, según aseguran, se encuentran aún en la torre de Minerva, por supuesto,
sería temerario por mi parte querer desmentir nuestros fabulosos libros y
barrer el terreno de nuestros poetas.
Pero, volviendo
al tema que nos ocupa y del que me aparté no recuerdo muy bien cómo, ¿acaso no
es hoy evidente que los tiranos, para consolidarse, se han esforzado siempre
por acostumbrar al pueblo, no sólo a la obediencia y a la servidumbre, sino
también a una especie de devoción por ellos? Todo lo que he dicho hasta aquí
sobre los sistemas empleados por los tiranos para someter a las gentes no
sirven sino para los ignorantes y los serviles.
Llego ahora a un
punto que, creo, es el resorte y el secreto de la dominación, el sostén y el
fundamento de la tiranía. El que creyera que son las alabardas y la vigilancia
armada las que sostienen a los tiranos, se equivocarían bastante. Las utilizan,
creo, más por una cuestión formal y para asustar que porque confíen en ellas.
Los arqueros impiden, por supuesto, la entrada al palacio a los andrajosos y a
los pobres, no a los que van armados y parecen decididos. Sería sin duda fácil
contar cuántos emperadores romanos escaparon a algún peligro gracias a la ayuda
de sus arqueros y los que fueron asesinados por sus propios guardias. Ni la
caballería, ni la infantería constituyen la defensa del tirano. Cuesta creerlo,
pero es cierto.
Son cuatro o
cinco los que sostienen al tirano, cuatro o cinco los que imponen por él la
servidumbre en toda la nación. Siempre han sido cinco o seis los confidentes
del tirano, los que se acercan a él por su propia voluntad, o son llamados por
él, para convertirse en cómplices de sus crueldades, compañeros de sus
placeres, rufianes de sus voluptuosidades y los que se reparten el botín de sus
pillajes. Ellos son los que manipulan tan bien a su jefe que éste pasa a ser un
hombre malo para la sociedad, no sólo debido a sus propias maldades, sino
también a las de ellos. Estos seis tienen a seiscientos hombres bajo su poder,
a los que manipulan y a quienes corrompen como han corrompido al tirano. Estos
seiscientos tienen bajo su poder a seis mil, a quienes sitúan en cargos de
cierta importancia, a quienes otorgan el gobierno de las provincias, o la
administración del tesoro público, con el fin de favorecer su avaricia y su
crueldad, de ponerla en práctica cuando convenga y de causar tantos males por
todas partes que no puedan mover un dedo sin consultarlos, ni eludir las leyes
y sus consecuencias sin recurrir a ellos.
Extensa es la
serie de aquéllos que siguen a éstos. El que quiera entretenerse devanando esta
red, verá que no son seis mil, sino cien mil, millones los que tienen sujeto al
tirano y los que conforman entre ellos una cadena ininterrumpida que se remonta
hasta él. Se sirven de ella como Júpiter quien, según Romero, se vanagloriaba
de que, si tirara de la cadena, se llevaría consigo a todos los dioses. De ahí
provenían el mayor poder del senado bajo Julio César, la creación de nuevas
funciones, la institución de cargos, no, por supuesto, para hacer el bien y
reformar la justicia, sino para crear nuevos soportes de la tiranía.
En suma, se llega así a que, gracias a la concesión de favores, a las
ganancias, o ganancias compartidas con los tiranos, al fin hay casi tanta gente
para quien la tiranía es provechosa como para quien la libertad sería deseable.
Según los médicos, aunque nuestro cuerpo no sufra daño alguno, en cuanto en algún lugar se
manifiesta una dolencia, todos los males se centran en el punto corrompido. Asimismo,
en cuanto un rey se declara tirano, todo lo malo, toda la hez del reino _y no
me refiero a ese montón de ladronzuelos y desorejados, que no pueden hacer ni
mal ni bien en un país, sino a los que están poseídos por una incontenible
ambición y una incurable avaricia_ se agolpa a su alrededor y lo mantiene para
compartir con él el botín y, bajo su grandeza, convertirse ellos mismos en
pequeños tiranos.
Así actúan
también los grandes ladrones y los célebres corsarios: unos recorren el país
mientras otros asaltan a viajeros; unos permanecen emboscados y otros al
acecho; unos masacran mientras otros saquean. Si bien están igualmente
estructurados en jerarquías, nadie de entre ellos, desde el más simple criado
hasta los jefes, queda, al fin y al cabo, fuera del reparto, si no del botín
más sustancioso, sí al menos de lo que se ha encontrado. Se dice que los
piratas de Cilicia no sólo se unieron tantos que hubo que enviar contra ellos a
Pompeyo el Grande, sino que, al unirse, consiguieron firmar alianzas con varias
grandes ciudades, en cuyos puertos se refugiaban tras cada incursión y a las
que, a modo de recompensa, cedían parte del botín.
Así es como el tirano somete a sus súbditos, a unos por medio de otros.
Está a salvo gracias a aquellos de quienes debería guardarse si ya no
estuvieran corrompidos. Pero, tal como suele decirse, para cortar leña, hay que
emplear cuñas de la misma madera.
Contemplad a sus arqueros, a sus guardias y a sus alabarderos; no es que
no padezcan ellos mismos de la opresión del tirano, sino que esos malditos por
Dios y por los hombres se limitan a soportar el mal, no para devolverlo a quien
se lo causa a ellos, sino para hacerlo a los que padecen como ellos y no pueden
hacer nada.
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