La mayor matanza de la guerra civil fue la de Paracuellos del Jarama, cerca de Madrid, en noviembre de 1936, perpetrada por milicianos del Frente Popular al más puro estilo soviético. En aquel momento el Gobierno del Frente Popular, ante la cercanía de las tropas de Franco, había abandonado Madrid. En la capital mandaba ahora una Junta de Defensa dirigida por el general Miaja como jefe militar, pero, por debajo de ese mando, las Juventudes Socialistas Unificadas se habían hecho con el control político de la seguridad y el orden público. Ese mismo día, las juventudes socialistas, dirigidas por Santiago Carrillo, se habían pasado en bloque al Partido Comunista. Y éste, siguiendo instrucciones directas de los agentes de Moscú, era ya el auténtico poder político en la capital de España.
Fue precisamente un consejero soviético, Mijail Koltsov, quien sembró en las cabezas de los comunistas españoles la idea de liquidar a los presos políticos: si los nacionales tomaban Madrid –arguyó-, en las cárceles iban a encontrar militares, abogados, médicos, escritores y funcionarios que de inmediato formarían la elite de la España de Franco. Había que eliminarlos. ¿Y cómo saber quién era quién en la abundante población reclusa de aquel Madrid? Era fácil: el ministro de la Gobernación, Galarza, antes de fugarse, había dejado en las cárceles los ficheros con todas las identidades de los presos. Los milicianos, excitados por la idea, pusieron manos a la siniestra obra.
Desde la madrugada del 6 de noviembre, los presos políticos derechistas empezaron a ser sacados de las cárceles de Madrid y trasladados por la fuerza en autobuses y camiones. Oficialmente se decía que eran enviados a Valencia, pero en realidad se les hacía bajar de los vehículos en las cercanías del pueblo de Paracuellos del Jarama, y allí eran fusilados en masa. Las víctimas eran principalmente ciudadanos de ideas derechistas, militares y profesionales sospechosos de simpatizar con el bando nacional, pero entre los asesinados había incluso niños. Los ejecutores fueron fundamentalmente los piquetes dispuestos por las milicias del Partido Socialista, el Partido Comunista y el sindicato UGT. El Consejero de Interior de la Junta de Madrid, el joven comunista Santiago Carrillo, fue el principal responsable político de la operación. Entre el 7 de noviembre y el 4 de diciembre de 1936, más de 2.500 personas fueron asesinadas por este procedimiento en Paracuellos. Las matanzas no cesaron hasta que el anarquista Melchor Rodríguez se hizo cargo de las prisiones de Madrid.
https://youtu.be/U9JCT9_qQWA
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viernes, noviembre 02, 2018
martes, octubre 23, 2018
El Discurso de la Servidumbre Voluntaria (VIII)
¿Quién fue más
fácil de manejar, más simple y, por decirlo así, más tonto que Claudio, el emperador;
quién llevó más cuernos de su mujer que Claudio de Mesalina? No obstante, la
entregó al verdugo. Los tiranos tontos siguen siendo tontos cuando se trata de
hacer el bien, pero no sé cómo, al fin, por poca lucidez de que dispongan,
acaban empleándola para cometer alguna crueldad.
Es harto
conocido el comentario de Calígula, quien, al contemplar el cuello desnudo de
su mujer, a quien adoraba, y sin quien parecía no poder vivir, la acarició
pronunciando estas edificantes palabras: “Este hermoso cuello podría ser
degollado si así lo ordenara”. He aquí por qué la mayoría de los tiranos de la
Antigüedad solían morir por manos de sus propios favoritos, quienes, tras
conocer la naturaleza de la tiranía, no se sentían seguros de los caprichos del
tirano y temían su poder. Así fue asesinado Domiciano por Estéfano, Cómodo por
una de sus amantes, Antonino por Macrino y así casi todos los demás.
Ésta es la razón
por la que un tirano jamás es amado, ni ama él mismo jamás. La amistad es algo
sagrado, no se da sino entre gentes de bien que se estiman mutuamente, no se
mantiene tan sólo mediante favores, sino también mediante la lealtad y una vida
virtuosa. Lo que hace que un amigo esté seguro del otro es el conocimiento de
su integridad. Tiene como garantía de ello la naturaleza de su carácter amable,
su confianza y su constancia. No puede haber amistad donde hay crueldad,
deslealtad, injusticia. Cuando se juntan los malos, siempre hay conspiraciones,
jamás una asociación amistosa. No se aman, se temen: no son amigos, sino
cómplices.
Ahora bien,
aunque esto no sea un obstáculo, sería difícil encontrar en la vida de un
tirano una sólida amistad, ya que, al estar por encima de todos y no tener
iguales, se sitúa más allá de los límites de la amistad, que sólo se da en la
más perfecta equidad, cuya evolución es siempre igual y en la que nada se
enturbia. He aquí por qué, entre los ladrones, se produce, al parecer, cierta
buena fe en el reparto del botín, porque se sienten iguales y compañeros y, si
no se quieren entre sí, al menos se temen y saben perfectamente que, si no
estuvieran unidos, su fuerza se debilitaría.
En cambio, los favoritos del tirano jamás pueden estar seguros de serlo,
porque ellos mismos le han demostrado que lo puede todo y que ningún derecho ni
deber alguno lo obliga a nada, de modo que el tirano pasa a creer que sus
caprichos son su única razón, que ninguno de sus favoritos, por lo tanto, puede
ser su amigo y que no tiene más remedio que convertirse en el amo de todos.
Así pues, es de
lamentar que, ante tantos y tan claros ejemplos y ante tan cercano peligro,
nadie quiera aprovechar esas experiencias pasadas, que tanta gente se aproxime
aún gustosa al tirano y que no haya nadie lo bastante perspicaz y atrevido como
para decirle lo que le dijo, según narra el cuento, el zorro al león que se
hacía pasar por enfermo: “Vendría de buena gana a verte a tu madriguera, pero
veo muchas huellas de animales que van en dirección a ella y ninguna que vuelva.”
Estos miserables
ven resplandecer los tesoros del tirano, admiran boquiabiertos su esplendor y,
atraídos a su vez por su magnificencia, se aproximan a él sin caer en la cuenta
de que se meten en la llama que inexorablemente los consumirá. Así, el sátiro
indiscreto, según antiguas fábulas, al ver arder el fuego sustraído por
Prometeo, lo encontró tan bello que fue a besarlo y se quemó. Así también la
mariposa que, deseosa de gozar, se metió en el fuego porque la atraía el
resplandor de su llama y descubrió ese otro atributo del fuego que es el de
quemar, según cuenta Lucano, el poeta toscano.
Pero, suponiendo
que esos individuos escapen a la influencia de aquel a quien sirven, jamás se
salvan del que lo sucederá. Si es bueno, en seguida se darán cuenta de ello y
deberán entrar en razón. Si es malo y parecido a su antecesor, éste no dejará
de rodearse a su vez de sus propios favoritos, quienes, a su vez también, no se
contentarán con ocupar el lugar de sus predecesores sin disponer ellos también
de sus bienes y privilegios. ¿Cómo puede alguien, conocedor de esos peligros y
de la inestable seguridad con la que puede contar, aún aspirar a ocupar lugar
tan frágil y malhadado y a servir, con riesgo de su vida, a amo tan peligroso?
¡Qué peso y qué
martirio, Dios mío: dedicarse día tras día y noche tras noche a complacer a un solo
hombre y, al mismo tiempo, temerle más que a cualquier otra persona en el
mundo; estar siempre al acecho, el oído atento para poder averiguar a tiempo de
dónde vendrá el golpe, para detectar las dificultades, espiar los gestos de sus
propios compañeros y descubrir de antemano a los que traicionan a su amo;
reírles todas las gracias y, sin embargo, temerles a todos, no tener enemigo
declarado ni amigo seguro alguno, vivir siempre con expresión de alegría,
mientras el alma vive en vilo, sin poder jamás estar contento ni atreverse a
mostrarse triste!
Pero es curioso
examinar lo que les queda tras tan gran tormento y lo que pueden esperar a
cambio de su desgracia y de tan miserable existencia. En general, el pueblo no
acusa al tirano de los males que padece, sino a los que lo gobiernan. El
pueblo, la nación entera, todos, hasta los campesinos y los labradores, conocen
sus nombres, descubren sus patrañas, lanzan contra ellos mil ultrajes, mil
insultos, mil maldiciones. Todas sus oraciones, todas sus voces se elevan
contra ellos; todas las plagas, todas sus desgracias y toda su miseria se las
atribuyen a ellos. Y, si alguna vez les rinden en apariencia algún homenaje, en
el fondo, los están maldiciendo y sienten ante ellos más temor que ante un
animal salvaje. Ésta es la gloria, éste es el honor que reciben por sus
servicios al pueblo; aunque cada súbdito consiguiera arrancarle un pedazo de su
cuerpo, no se daría (al menos eso creo) por satisfecho, ni la mitad de su
desgracia se daría por saciada, ni tan sólo después de su muerte.
Y, aun cuando
esos tiranos hayan desaparecido, los que le sobreviven siguen ennegreciendo de
mil maneras la historia de esos “come pueblo”. Su reputación queda ya
definitivamente difamada en los libros, y sus huesos son; por así decirlo,
arrastrados en el fango por la posteridad, recibiendo así un merecido castigo
aun después de su muerte.
Aprendamos pues
de una vez, aprendamos a obrar bien. Miremos al cielo y, tanto por nuestra
dignidad como por simple amor a la virtud, dirijámonos a Dios todopoderoso,
honrado testigo de nuestros actos y justo juez de nuestras faltas.
Por mi parte,
pienso _y creo no equivocarme_ que no hay nada más contrario a Dios, tan
bondadoso y justo, que la tiranía. En lo más hondo de los abismos, Él reserva
sin duda a los tiranos y a sus cómplices un terrible castigo.
domingo, octubre 21, 2018
El Discurso de la Servidumbre Voluntaria (VII)
Sin embargo,
cuando pienso en esa gente que adula al tirano para sacar provecho de su
tiranía y de la servidumbre del pueblo, quedo estupefacto a la vez ante su
maldad y su necedad. Pues, a decir verdad, acercarse al tirano, ¿acaso es otra
cosa que alejarse de la libertad y, por decirlo así, abrazar voluntariamente la
servidumbre? Que dejen de lado su ambición y se descarguen de su avaricia, que
se miren a sí mismos y se reconozcan, y verán claramente que las gentes del
campo, a quienes pisotean y tratan peor que a presidiarios o esclavos son, no
obstante, más felices y más libres que ellos.
El labrador y el
artesano, por muy sometidos que estén, quedan en paces al hacer lo que se les
manda, mientras que el tirano ve a los que lo rodean acechar y mendigar sus
favores. No basta con hacer lo que les ordena el tirano, sino que deben pensar
lo que él quiere que piensen y, a menudo, para complacerlo, deben incluso
anticiparse a sus deseos. No están solamente obligados a obedecer, sino que
deben también complacerlo, doblegarse a sus caprichos, atormentarse, matarse a
trabajar en sus asuntos, gozar de sus mismos placeres, sacrificar sus gustos al
suyo, anular su personalidad, despojarse de su propia naturaleza, estar atentos
a sus palabras, a su voz, a sus señales y a sus guiños, no tener ojos, pies ni
manos como no sea para adivinar sus más recónditos deseos, o sus más secretos
pensamientos. ¿Es esto vivir feliz; puede llamarse a esto vivir?
¿Hay en el mundo algo menos soportable, no digo ya para un hombre de buen
corazón, o para un hombre bien nacido, sino tan sólo para cualquiera que tenga
un mínimo de sentido común, o, sin más, un resto de humanidad; habrá otra
manera de vivir más mísera, carente de todo, cuando podría gozar del libre albedrío, de la
libertad, de su cuerpo y de la vida?
Pero se empeñan
en servir para amontonar bienes, como si no pudieran ganar nada que sea suyo,
ya que no pueden decir que se pertenecen a sí mismos. Y, como si nadie pudiera
tener nada propio bajo el yugo del tirano, quieren apropiarse de los bienes sin
recordar que ellos mismos son los que brindan al tirano el poder de quitarlo
todo a todos y de negar a todos la posibilidad de tener algo que sea suyo.
Saben, no obstante, que nada ata más a los hombres a su crueldad que los
bienes; que no hay contra él crimen alguno digno de muerte más que la
independencia, o disponer de algo; que no ambicionan más que la riqueza y que
se la toman de preferencia con los ricos, quienes, sin embargo, se presentan
ante el tirano como un rebaño ante el carnicero, pletóricos y rechonchos, para
excitar más aún su voracidad.
Esos favoritos
no deberían recordar tanto a los que han juntado muchos bienes gracias a los
tiranos como a los que, tras haber juntando un tiempo, después han perdido los
bienes y la vida; parecen ignorar que, si bien muchos han acumulado riquezas,
pocos las han conservado. Releyendo todas las historias de la Antigüedad,
reflexionando sobre aquellas que acuden a nuestra memoria, veremos cuán
numerosos son los que, tras haberse ganado con malas artes la confianza del
príncipe, ya sea fomentando su maldad, ya sea abusando de su simpleza, acabaron
aplastados por ese mismo príncipe. Cuanto más fácil fue su ascensión en los
favores del tirano, menos sabiduría tuvieron para conservarlos. De la cantidad
de gente que siempre ha frecuentado la corte de los malos reyes, pocos, o
ninguno, han podido eludir al fin la crueldad del tirano al que, antes, habían
azuzado contra los demás. En la mayoría de los casos, tras haberse enriquecido
a la sombra de sus favores y a costa de otros, terminan ellos mismos por
enriquecer a otros.
Incluso los
hombres de bien, si es que alguna vez hubo hombre de bien amado por el tirano,
por mucho que goce de este privilegio y por muy brillantes que sean su virtud y
su integridad _que siempre, vistas de cerca, inspiran hasta a los malos cierto
respeto_, no podían estar por mucho tiempo en la corte del tirano; tenían por
fuerza que sentir en su propia piel el mal que afectaba a todos y, a costa de
sí mismos, pasar por las desventuras de la tiranía.
Podemos citar ejemplos:
Séneca, Burro, Trasea, tres hombres de bien, sobre dos de los cuales, Séneca y
Burro, recayó el infortunio de que el tirano les confiara el control de sus
asuntos: los dos fueron apreciados y amados por él; uno de ellos había sido
incluso su preceptor y maestro y, como prenda de su amistad, tenía el recuerdo
de los cuidados que le había prodigado en su infancia. Pero el ejemplo de esos
tres hombres, cuya suerte fue tan cruel, ¿ya no basta para probar la escasa
confianza que pueden inspirar los malos amos? Y, de hecho, ¿qué amistad puede
esperarse del que tiene el corazón tan duro que odia a todo un reino (que,
paradójicamente, le obedece dócilmente) y de un ser que, por no saber amar,
destruye así paulatinamente su propio imperio?
Si alguien opinara que Séneca, Burro y Trasea fueron víctimas del tirano
por haber sido buenos, que investigue lo que sucedía en la corte de Nerón: comprobará
que los que obtuvieron sus favores y se mantuvieron por malas artes tampoco
duraron mucho más. ¿Quién ha oído hablar de amor más desprendido y de afecto
más obstinado; quién ha leído jamás algo semejante a la constante y entregada
dedicación de Nerón a Popea? Pues bien, ¿acaso no la envenenó él mismo?
Agripina, su madre, mató a su marido Claudio para entregarle el imperio, hizo
todo lo posible para favorecerlo y cometió, para conseguirlo, todo tipo de crímenes. No obstante, su propio hijo, fruto de
sus entrañas, aquel a quien ella misma había colocado a la cabeza del imperio,
tras haberla traicionado varias veces, finalmente le quitó la vida; nadie se
atrevió a afirmar entonces que no merecía semejante castigo, que, en cambio,
habría recibido la aprobación de todos de habérselo infligido otro.
sábado, octubre 20, 2018
El Discurso de la Servidumbre Voluntaria (VI)
Nuestros tiranos
también sembraron en Francia fantasías y fetiches, como sapos, flores de lis,
la ampolla y la oriflama. Todas ellas son supersticiones en las que aún me
resisto a creer, ya que ni nosotros ni nuestros antepasados hemos tenido hasta
ahora ocasión alguna de probar lo contrario. Hemos tenido a reyes tan buenos en
la paz como valientes en la guerra que, aunque nacieran reyes, al parecer, la
naturaleza los conformó distintos a los demás y a quienes Dios todopoderoso
eligió antes de nacer para destinarlos al gobierno y a la salvaguarda del
reino. Y, aun cuando no existieran tales excepciones, no entraré en discusión
para debatir la verdad de nuestra historia, ni desmenuzarla con el fin de no
desvirtuar tan sugerente tema, en el que podrán lucirse aquellos autores que se
ocupan de la poesía francesa, ahora no sólo en franca mejora, sino, por decirlo
así, puesta al día gracias a poetas como Ronsard, Baif, Du Bellay, quienes en
este arte, hacen avanzar tanto nuestra lengua que me atrevo a esperar que
pronto no tendremos nada que envidiar a los griegos ni a los latinos sino tan
sólo su derecho de primogenitura.
Y, sin duda,
perjudicaría nuestra rima (y uso gustoso esta palabra, ya que, si bien algunos
la han convertido en algo mecánico, veo, sin embargo, a bastantes que aún están
dispuestos a ennoblecerla y devolverle su brillo original) si la privara de los
hermosos cuentos del rey Clodoveo, en los que veo ya, me parece, cómo se
entretuvo, complacida, la vena poética de nuestro Ronsard en su Franciada. Presiento su alcance,
conozco la gracia de su estilo. Sacará provecho de la oriflama como los romanos
de sus ancilas, así como de los escudos caídos del cielo de los que habla
Virgilio. Cuidará de nuestra ampolla, como los atenienses lo hicieron del cesto
de Erisicto; hará que se hable de nuestros ejércitos como ellos de los suyos
que, según aseguran, se encuentran aún en la torre de Minerva, por supuesto,
sería temerario por mi parte querer desmentir nuestros fabulosos libros y
barrer el terreno de nuestros poetas.
Pero, volviendo
al tema que nos ocupa y del que me aparté no recuerdo muy bien cómo, ¿acaso no
es hoy evidente que los tiranos, para consolidarse, se han esforzado siempre
por acostumbrar al pueblo, no sólo a la obediencia y a la servidumbre, sino
también a una especie de devoción por ellos? Todo lo que he dicho hasta aquí
sobre los sistemas empleados por los tiranos para someter a las gentes no
sirven sino para los ignorantes y los serviles.
Llego ahora a un
punto que, creo, es el resorte y el secreto de la dominación, el sostén y el
fundamento de la tiranía. El que creyera que son las alabardas y la vigilancia
armada las que sostienen a los tiranos, se equivocarían bastante. Las utilizan,
creo, más por una cuestión formal y para asustar que porque confíen en ellas.
Los arqueros impiden, por supuesto, la entrada al palacio a los andrajosos y a
los pobres, no a los que van armados y parecen decididos. Sería sin duda fácil
contar cuántos emperadores romanos escaparon a algún peligro gracias a la ayuda
de sus arqueros y los que fueron asesinados por sus propios guardias. Ni la
caballería, ni la infantería constituyen la defensa del tirano. Cuesta creerlo,
pero es cierto.
Son cuatro o
cinco los que sostienen al tirano, cuatro o cinco los que imponen por él la
servidumbre en toda la nación. Siempre han sido cinco o seis los confidentes
del tirano, los que se acercan a él por su propia voluntad, o son llamados por
él, para convertirse en cómplices de sus crueldades, compañeros de sus
placeres, rufianes de sus voluptuosidades y los que se reparten el botín de sus
pillajes. Ellos son los que manipulan tan bien a su jefe que éste pasa a ser un
hombre malo para la sociedad, no sólo debido a sus propias maldades, sino
también a las de ellos. Estos seis tienen a seiscientos hombres bajo su poder,
a los que manipulan y a quienes corrompen como han corrompido al tirano. Estos
seiscientos tienen bajo su poder a seis mil, a quienes sitúan en cargos de
cierta importancia, a quienes otorgan el gobierno de las provincias, o la
administración del tesoro público, con el fin de favorecer su avaricia y su
crueldad, de ponerla en práctica cuando convenga y de causar tantos males por
todas partes que no puedan mover un dedo sin consultarlos, ni eludir las leyes
y sus consecuencias sin recurrir a ellos.
Extensa es la
serie de aquéllos que siguen a éstos. El que quiera entretenerse devanando esta
red, verá que no son seis mil, sino cien mil, millones los que tienen sujeto al
tirano y los que conforman entre ellos una cadena ininterrumpida que se remonta
hasta él. Se sirven de ella como Júpiter quien, según Romero, se vanagloriaba
de que, si tirara de la cadena, se llevaría consigo a todos los dioses. De ahí
provenían el mayor poder del senado bajo Julio César, la creación de nuevas
funciones, la institución de cargos, no, por supuesto, para hacer el bien y
reformar la justicia, sino para crear nuevos soportes de la tiranía.
En suma, se llega así a que, gracias a la concesión de favores, a las
ganancias, o ganancias compartidas con los tiranos, al fin hay casi tanta gente
para quien la tiranía es provechosa como para quien la libertad sería deseable.
Según los médicos, aunque nuestro cuerpo no sufra daño alguno, en cuanto en algún lugar se
manifiesta una dolencia, todos los males se centran en el punto corrompido. Asimismo,
en cuanto un rey se declara tirano, todo lo malo, toda la hez del reino _y no
me refiero a ese montón de ladronzuelos y desorejados, que no pueden hacer ni
mal ni bien en un país, sino a los que están poseídos por una incontenible
ambición y una incurable avaricia_ se agolpa a su alrededor y lo mantiene para
compartir con él el botín y, bajo su grandeza, convertirse ellos mismos en
pequeños tiranos.
Así actúan
también los grandes ladrones y los célebres corsarios: unos recorren el país
mientras otros asaltan a viajeros; unos permanecen emboscados y otros al
acecho; unos masacran mientras otros saquean. Si bien están igualmente
estructurados en jerarquías, nadie de entre ellos, desde el más simple criado
hasta los jefes, queda, al fin y al cabo, fuera del reparto, si no del botín
más sustancioso, sí al menos de lo que se ha encontrado. Se dice que los
piratas de Cilicia no sólo se unieron tantos que hubo que enviar contra ellos a
Pompeyo el Grande, sino que, al unirse, consiguieron firmar alianzas con varias
grandes ciudades, en cuyos puertos se refugiaban tras cada incursión y a las
que, a modo de recompensa, cedían parte del botín.
Así es como el tirano somete a sus súbditos, a unos por medio de otros.
Está a salvo gracias a aquellos de quienes debería guardarse si ya no
estuvieran corrompidos. Pero, tal como suele decirse, para cortar leña, hay que
emplear cuñas de la misma madera.
Contemplad a sus arqueros, a sus guardias y a sus alabarderos; no es que
no padezcan ellos mismos de la opresión del tirano, sino que esos malditos por
Dios y por los hombres se limitan a soportar el mal, no para devolverlo a quien
se lo causa a ellos, sino para hacerlo a los que padecen como ellos y no pueden
hacer nada.
viernes, octubre 19, 2018
El Discurso de la Servidumbre Voluntaria (V)
Ese sistema, esa
práctica, esos reclamos eran concebidos por los antiguos tiranos para
embrutecer a sus súbditos y fortalecer el yugo. Los pueblos embrutecidos,
entregados a esos pasatiempos y distraídos por un efímero placer que los
deslumbraba, se acostumbraban así a servir tan neciamente (aunque peor) como a
leer aprenden los niños pequeños con las imágenes iluminadas. A los tiranos
romanos se les ocurrió, además, otra cosa: celebrar a menudo los decemviros,
(reunión de hombres del pueblo, agrupados y enrolados de diez en diez y
alimentados a expensas del tesoro público) cebando a esas pobres gentes
embrutecidas y agasajándolas por el sistema, siempre fácil, de seducirlas
mediante el paladar. El más inteligente jamás habría dejado su cuenco de sopa
para recobrar la libertad de la república de Platón. Los tiranos se desprendían
fácilmente de un cuarterón de trigo, un sextario de vino y un sestercio; por lo
tanto resultaba lamentable oír clamar “¡Viva el rey!” a los súbditos.
Los muy zafios no se daban cuenta de que no hacían más que rembolsarse
parte de lo que era suyo, y que el tirano no habría podido obsequiarles esa
mínima parte sin habérsela sustraído antes. Cualquiera de los que recogían el
sestercio y se hartaban en los festines públicos, bendiciendo a Tiberio y a
Nerón por su magnanimidad, podía, al día siguiente, verse obligado a entregar
sus bienes para satisfacer la avaricia del tirano, a sus hijos para
saciar su lujuria y hasta su sangre para alimentar la crueldad de aquellos
espléndidos emperadores, y todo ello sin decir una palabra, ni mover un dedo.
El pueblo ha sido
siempre así. Se muestra dispuesto y disoluto para el placer que se le brinda en
forma deshonesta, e insensible al daño y al dolor que padece honestamente. No
conozco a nadie ahora que, al oír hablar de Nerón, no tiemble tan sólo con el
sonido del nombre de ese monstruo, esa inmunda y sucia bestia. Sin embargo,
todo hay que decirlo, después de su muerte, tan repugnante como había sido su
vida, el noble pueblo de Roma se llevó tal disgusto, al recordar sus juegos y
festines, que estuvo a punto de llevar luto por él. Así lo escribió Cornelio
Tácito, excelente historiador que merece toda nuestra confianza.
No deben extrañarnos tales extremos, en vista de lo que ese mismo pueblo
hizo a la muerte de Julio César, quien había anulado todas las leyes y
aplastado la libertad de Roma. En ese personaje no hubo, en mi opinión, nada
que valiera la pena, pues su humanidad misma, que tanto se alaba, fue más
lamentable aún que la crueldad del más salvaje tirano que jamás haya existido,
porque, de hecho, fue esa venenosa bondad suya la que endulzó la servidumbre
del pueblo. Pero, después de su muerte, ese pueblo aún conservaba en el paladar
el sabor de sus banquetes y, en el espíritu, el recuerdo de sus prodigalidades,
y, para rendirle los honores fúnebres e incinerarlo, amontonó los bancos de la
plaza pública para construir una hoguera, elevó una columna en su honor como al
Padre del pueblo (así rezaba el capitel) y le rindió más honores, por muerto
que estuviera, que los que hubiera debido rendir a cualquier otro hombre en el
mundo, de no ser a aquellos que lo habían matado.
Los emperadores
romanos no olvidaban asumir ante todo el título de tribuno del pueblo, tanto
porque esa tarea era considerada santa y sagrada, como porque así estaba
establecido para la defensa y protección del pueblo. Con el beneplácito del
Estado, se aseguraban de este modo la confianza del pueblo, como si a éste le
bastara con oír nombrar el título, sin sentir por ello sus efectos.
Los de hoy no lo
hacen mucho mejor, pues, antes de cometer algún crimen, aun el más indignante,
lo hacen preceder de algunas hermosas palabras sobre el bien público y el
bienestar de todos. Los reyes de Asiria, y después los de Media, no aparecían
en público sino al anochecer, con el fin de que el populacho creyera que en ellos
había algo sobrehumano y de crear esta ilusión en aquellos que alimentaban su
imaginación con cosas que jamás habían visto. Así, todas las naciones que
estuvieron largo tiempo sometidas al imperio asirio se acostumbraron a servir
gracias a este misterio. Y obedecían más a gusto al no saber a qué amo servían,
ni tan sólo si ese amo existía. De modo que vivían en el temor de alguien a
quien nadie había visto jamás.
Los primeros
reyes egipcios no aparecían en público sin llevar un gato, o una rama, o un haz
de fuego sobre la cabeza; así ataviados, pasaban a ser algo así como
ilusionistas. Con ello, por extraño que parezca, conseguían hacerse respetar y
admirar por sus súbditos y por gentes que, de no ser tan necias o de no estar
tan embrutecidas, se habrían burlado y reído. Es realmente lamentable oír
hablar de lo que hacían los tiranos del pasado para consolidar su tiranía y de
las pequeñas astucias a las que recurrían, encontrando siempre al pueblo tan
dispuesto a todo que no tenían más que tender la red para que cayera en ella.
Lo enredaron con tanta facilidad que jamás se sometió mejor como cuando más lo
engatusaron.
¿Y qué diré de
otra patraña que los pueblos antiguos tomaron por verdad absoluta? Creyeron
firmemente que el pulgar de Pirro, rey de los epirotas, era milagroso y curaba
a los enfermos del bazo. Enriquecieron aún más ese cuento añadiendo que aquel
dedo, tras haberse consumido el cuerpo en el fuego, había sido encontrado
intacto entre las cenizas. El pueblo ha elaborado siempre de este modo engañosas
fantasías para, después, creer en ellas a ciegas. Muchos autores las han
trascripto y recogido en sus libros, de tal manera que puede verse con
facilidad que las han sacado de la leyenda popular callejera.
Vespasiano, al
volver de Asiria y pasar por Alejandría para dirigirse a Roma con el fin de
hacerse con el imperio, realizó milagros. Enderezó a los cojos, devolvió la
vista a los ciegos y así muchas cosas más que no podrían ser creídas, en mi
opinión, más que por tontos aún más ciegos que aquellos a quienes se pretendía
curar. Incluso los tiranos encontraban muy extraño que los hombres pudiesen
soportar el que uno solo los maltratara. Iban con la religión por delante, a
modo de escudo, y, de ser posible, se adjudicaban algún rasgo divino para dar mayor
autoridad a sus viles actos.
Salmóneo, según la sibila de Virgilio, por haberse burlado del pueblo ante el que intentó hacerse pasar por Júpiter, se encuentra en los infiernos, “castigado con terrible rigor por haber intentado remedar los rayos y los truenos. Montado en un carro de cuatro caballos y blandiendo un hachón encendido, corría ufano por los pueblos de Grecia y por la ciudad de Elida exigiendo para sí la adoración debida a los dioses. ¡Insensato! Pretendía remedar, con unas ruedas de bronce y con el ímpetu de los caballos, las tempestades y el trueno inimitable. Pero el omnipotente padre, a través de las espesas nubes, le lanzó un rayo (no echó mano de vanas antorchas y humosas teas como Salmóneo) y, tras envolverle en un denso torbellino, lo precipitó en el abismo.”
Salmóneo, según la sibila de Virgilio, por haberse burlado del pueblo ante el que intentó hacerse pasar por Júpiter, se encuentra en los infiernos, “castigado con terrible rigor por haber intentado remedar los rayos y los truenos. Montado en un carro de cuatro caballos y blandiendo un hachón encendido, corría ufano por los pueblos de Grecia y por la ciudad de Elida exigiendo para sí la adoración debida a los dioses. ¡Insensato! Pretendía remedar, con unas ruedas de bronce y con el ímpetu de los caballos, las tempestades y el trueno inimitable. Pero el omnipotente padre, a través de las espesas nubes, le lanzó un rayo (no echó mano de vanas antorchas y humosas teas como Salmóneo) y, tras envolverle en un denso torbellino, lo precipitó en el abismo.”
Si el que no fue
sino un necio se encuentra ahora en los infiernos, creo que los que han abusado
de la religión para hacer el mal, encontrarán allí, con mayor razón, el justo
castigo a sus actos.
jueves, octubre 18, 2018
El Discurso de la Servidumbre Voluntaria (IV)
El Gran Turco se
dio cuenta de que los libros y la sana doctrina proporcionan a los hombres, más
que cualquier otra cosa, el sentido de su dignidad como personas y el odio por
la tiranía, de modo que no tiene en sus tierras a muchos sabios, ni tampoco los
solicita. Y en cualquier otro lugar, por elevado que sea el número de fieles a
la libertad, su celo y el amor que le prodigan permanecen pese a todo sin
efecto porque no logran entenderse entre ellos. La libertad de actuar, hablar y
de pensar les está casi totalmente vetada con el tirano y permanecen aislados
por completo en sus fantasías. Así pues, Momo, el dios burlón, no se mofó demasiado
del hombre que Vulcano había creado por no haberle puesto una ventanita en el
corazón para que, por ella, pudiesen leerse sus pensamientos.
Se cuenta que Bruto, Casio y Casca, cuando emprendieron la liberación de
Roma, o, mejor dicho, del mundo entero, no quisieron que Cicerón, el gran
celador del bien público (si alguna vez los hubo), participara. Estimaron su
corazón demasiado vulnerable para tan arriesgada hazaña; confiaban en su
voluntad, pero no en su valentía. Sin embargo, quien quiera recordar la
historia y consultar antiguos anales, comprobará que pocos fueron aquellos que,
viendo a su país mal llevado y en malas manos, tomaron, con buenas, cabales y
sinceras intenciones, la decisión de liberarlo y no llegaron hasta el final, y
que la libertad los ha siempre favorecido. Harmodio, Aristogitón, Trasíbulo,
Bruto el viejo, Valerio y Dión, quienes concibieron tan virtuoso proyecto, lo
llevaron a cabo felizmente: en esos casos, casi nunca a buen deseo mala
fortuna. Bruto el joven y Casio suprimieron con gran acierto la servidumbre,
pero, poco después de devolver la libertad, murieron, no miserablemente (¡qué blasfemia sería decir que
esos hombres pudieran morir, o vivir, miserablemente!), pero sí con gran
perjuicio, desgracia y ruina para la República que fue, al parecer, enterrada
con ellos.
Las otras acciones emprendidas después contra los emperadores romanos no
fueron más allá de conjuras urdidas por algunos ambiciosos o los que no hay que
compadecer por las penas de que fueron víctimas. Es evidente que lo que querían
no era suprimir, sino cambiar de cabeza la corona, con la intención de echar al
tirano, pero de conservar la tiranía. A esos, ni yo mismo les habría deseado
suerte, y me alegro de que hayan mostrado con su ejemplo que no se debe abusar
del santo nombre de libertad para llevar a cabo malas empresas.
Pero, volviendo
al hilo de mi discurso, del que casi me había apartado, la primera razón por la
cual los hombres sirven de buen grado es la de que nacen siervos y son educados
como tales. De ésta se desprende otra: bajo el yugo del tirano, es más fácil
volverse cobarde y apocado. Le estoy muy agradecido a Hipócrates, el padre de
la medicina, quien así lo afirmó en uno de sus libros: De las enfermedades.
Este buen hombre tenía sin duda buen corazón y bien lo mostró cuando el rey de
Persia quiso atraerlo a su lado a fuerza de obsequios y ofrecimientos
tentadores; él respondió francamente que le remordería la conciencia ponerse a
curar a los bárbaros que querían matar a los griegos y servir con su arte al
que proyectaba someter a Grecia. La carta que le envió se encuentra hoy entre
sus escritos y será para siempre un testimonio de su dignidad y de su noble
naturaleza.
Jenofonte, uno de los historiadores más dignos y apreciados entre los
griegos, escribió un libro en el que hace hablar a Simónides con Hierón, tirano
de Siracusa, de las miserias del tirano; este libro está lleno de buenas y
graves amonestaciones de gran provecho para todos. ¡Ojalá todos los tiranos de
la historia lo hubieran tenido ante los ojos a modo de espejo! Me gusta creer
que no hubiesen reconocido en él sus propios vicios, ni sentido vergüenza
alguna. En este tratado, Jenofonte cuenta las penas que acosan a los tiranos,
quienes, al sanar a todos, se ven llevados a temer a todos. Entre otras cosas,
dice que los malos reyes contratan a tropas extranjeras porque ya no se atreven
a poner armas en manos de sus súbditos, a los que han maltratado de mil
maneras. Algunos buenos reyes, y más en otros tiempos que ahora, incluso en
Francia, también contrataron a tropas extranjeras, pero con otra intención; la
de preservar a los suyos, sin escatimar en gastos, con el único fin de poner a
salvo a sus hombres. Lo mismo opinaba Escipión (el gran africano, supongo),
quien prefería salvar a un ciudadano que derrotar a cien enemigos.
Pero lo cierto es que el tirano jamás piensa que su poder está del todo
seguro hasta el momento en que, por debajo de él, no haya nadie con valor.
Entonces, podría decírsele con razón lo que Trasón, según Terencio, decía al
domador de elefantes: “¿Tan valiente te crees que has domado a bestias?”
Pero esa astucia
de los tiranos, que consiste en embrutecer a sus súbditos, jamás quedó tan
evidente como en lo que Ciro hizo a los lidios, tras apoderarse de Sardes,
capital de Lidia, apresar a Creso, el rico monarca y hacerlo prisionero. Le
llevaron la noticia de que los habitantes de Sardes se habían sublevado. Los
habría aplastado sin dificultad inmediatamente; sin embargo, al no querer
saquear tan bella ciudad, ni verse obligado a mantener un ejército para imponer
el orden, se le ocurrió una gran idea para apoderarse de ella: montó burdeles,
tabernas y juegos públicos, y ordenó que los ciudadanos de Sardes hicieran uso
libremente de ellos. Esta iniciativa dio tan buen resultado que jamás hubo ya
que atacar a los lidios por la fuerza de la espada. Estas pobres y miserables
gentes se distrajeron de su objetivo, entregándose a todo tipo de juegos; tanto
es así que de ahí proviene la palabra latina (para lo que nosotros llamamos
pasatiempos) Ludi que, a su vez, proviene de Lydi.
No todos los
tiranos han expresado con tal énfasis su deseo de corromper a sus súbditos.
Pero lo cierto es que lo que éste ordenó tan formalmente, la mayoría de los
otros lo han hecho ocultamente. Y hay que reconocer que ésta es la tendencia
natural del pueblo, que suele ser más numeroso en las ciudades: desconfía de
quien lo ama y confía en quien lo engaña. No creáis que ningún pájaro cae con
mayor facilidad en la trampa, ni pez alguno muerde tan rápidamente el anzuelo
como esos pueblos que se dejan atraer con tanta facilidad y llevar a la
servidumbre por un simple halago, o una pequeña golosina. Es realmente
sorprendente ver cómo se dejan ir tan aprisa por poco que se les dé coba.
Los teatros, los
juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los animales exóticos,
las medallas, las grandes exhibiciones y otras drogas eran para los pueblos
antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su libertad, los
instrumentos de la tiranía.
miércoles, octubre 17, 2018
El Discurso de la Servidumbre Voluntaria (III)
Me complace
recordar aquí unas palabras, que fueron las preferidas de Jerjes, el gran rey
de los persas, acerca de los lacedemonios. Cuando Jerjes preparaba su gran
ejército para la conquista de Grecia, envió a sus embajadores por las ciudades
griegas a pedir agua y tierra: era la manera que tenían los persas de conminar
las ciudades a que se rindieran. Pero se guardó mucho de enviarlos a Atenas o a
Esparta, porque los que su padre, Darío, había enviado con semejante
intimación, fueron arrojados por los atenienses y los espartanos, unos a los
fosos y otros a los pozos, con la orden de que tomasen de allí el agua y la
tierra que deseaba su príncipe. Esas gentes no podían soportar que se atentara
contra su libertad ni tan sólo con la palabra. No obstante, por haber actuado
así, los espartanos reconocieron que habían ofendido a sus dioses y sobre todo,
a Taltibio, heraldo de Agamenón, el dios de los mensajeros. Decidieron enviar a
Jerjes, para calmar su ira, a dos de sus conciudadanos para que dispusiera de
ellos a su antojo y vengara así la muerte de los embajadores de su padre. Dos
espartanos, uno llamado Spertes y el otro Bulis, se ofrecieron como víctimas
voluntarias.
En efecto, se
fueron y, en el camino, llegaron al palacio de un persa llamado Hidarnes,
lugarteniente del rey para todas las ciudades costeras de Asia. Los recibió con
muchos honores y, tras ofrecerles grandes banquetes y discursos de toda índole,
les preguntó por qué rechazaban la amistad del rey. "Ved, espartanos, por
mi ejemplo, cómo honra el rey a los hombres de valor y creedme que, si estuviereis
a su servicio, él haría lo mismo por vosotros. Si os conociera, no tardaríais
en ser gobernadores de alguna ciudad de Grecia.”
“Hidarnes, no
eres buen consejero _respondieron los lacedemonios. Has probado, es cierto, el
bienestar que nos prometes, pero ignoras por completo aquel del que gozamos
nosotros. Has probado los favores de un rey, pero no sabes cuán dulce es la
libertad. ¡Oh, si tan solo tuvieras una idea de lo que es, tú mismo nos
aconsejarías defenderla, no ya con la lanza y el escudo, sino con los dientes y
las uñas.”
Sólo los
espartanos hablaron como había que hablar, pero lo cierto es que unos y otros
hablaron según como habían sido educados. Porque era imposible que el persa
lamentara una libertad que jamás tuvo, ni que el lacedemonio tolerara la
sumisión tras conocer la libertad.
Catón de Utica,
aún niño y bajo las enseñanzas de su maestro, iba con frecuencia al palacio de
Sila, el dictador, donde tenía entrada libre tanto por el rango de su familia
como por el parentesco que los unía. Llevaba siempre consigo a su maestro, como
tenían entonces por costumbre los niños bien nacidos de Roma. Veía que, en casa
de Sila, en su presencia o por mandato suyo, se encarcelaba a unos, o se
condenaba a otros, que unos eran desterrados y otros estrangulados, que se
confiscaban los bienes de unos y a otros se los degollaba. En suma, todo
ocurría no como en casa de un magistrado de la ciudad, sino como en casa de un
tirano del pueblo; aquel no era el santuario de la justicia, sino un pozo de
tiranía. Así dijo entonces el pequeño a su maestro: “Dadme un puñal, que
esconderé entre mis ropas. Entro a menudo en los aposentos de Sila antes de que
se levante, y tengo el brazo lo bastante fuerte como para liberar a la ciudad
de él.”
Éstas eran
palabras realmente propias de un Catón. Fue éste el comienzo de una vida digna
de su muerte. Y, aunque no se mencionara ni su nombre ni su país y se contara
lo ocurrido tal como sucedió, el hecho hablaría por sí solo: podría afirmarse
sin vacilar que era romano y que había nacido en Roma, cuando Roma era libre.
¿A propósito de qué todo esto? No pretendo en absoluto que el país y las
circunstancias tengan algo que ver, puesto que, en todos los países, en todos
los ambientes, es amarga la sumisión y placentera la libertad. Pero soy de la
opinión que hay que compadecer a aquellos que, al nacer, se encontraron con el
yugo al cuello; hay también que perdonarlos, o excusarlos, si, al no haber
conocido el menor atisbo de libertad y al no haber oído jamás hablar de ella,
no sienten la desgracia de ser esclavos.
Si hubiera un país,
como refiere Homero de los cimerios, donde el sol se mostrara a los hombres
bajo otro aspecto y, tras alumbrarlos durante seis meses, los dejara
somnolientos en la oscuridad sin volver a visitarlos durante el resto del año,
los que nacieran durante esa larga noche, si no hubieran oído hablar de la
claridad, ¿acaso se sorprendería alguien de que, al no conocer la claridad, se
acostumbraran a vivir en las tinieblas en que nacieron, sin desear la luz?
Nadie se lamenta de no tener lo que jamás tuvo, y el pesar no viene jamás sino
después del placer y consiste siempre en el conocimiento del mal opuesto al
recuerdo de la alegría pasada. La naturaleza del hombre es ser libre y querer
serlo. Pero también su naturaleza es tal que, de una forma natural, se inclina
hacia donde lo lleva su educación.
Digamos, pues,
que en el hombre, todas las cosas son naturales, tanto si se cría con ellas
como si se acostumbra a ellas. Pero sólo le es innato aquello a lo que su
naturaleza, en estado puro y no alterada, lo conduce. Así pues, la primera
razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre, al igual que los más bravos
caballos rabones que, al principio, muerden el freno que, luego, deja de
molestarles y que, si antes coceaban al notar la silla de montar, después hacen
alarde de los arneses y, orgullosos, se pavonean bajo la armadura. Se dice que
ciertos hombres han estado siempre sometidos y que sus padres ya vivieron así.
Pues bien, éstos piensan que les corresponde soportar el mal, se dejan embaucar
y, con el tiempo, crean ellos mismos las bases de quienes los tiranizan.
Pero el tiempo jamás
otorga el derecho de hacer el mal, aumenta por el contrario la ofensa. Siempre
aparecen algunos, más orgullosos y más inspirados que otros, quienes sienten el
peso del yugo y no pueden evitar sacudírselo, quienes jamás se dejan domesticar
ante la sumisión y quienes, al igual que Ulises, a quien nadie ni nada detuvo
hasta volver a su casa, no pueden dejar de pensar en sus privilegios naturales
y recordar a sus predecesores y su estado original. Son éstos los que, al tener
la mente despejada y el espíritu clarividente, no se contentan, como el
populacho, con ver la tierra que pisan, sin mirar hacia adelante ni hacia
atrás. Recuerdan también las cosas pasadas para juzgar las del porvenir y
ponderar las presentes. Son los que, al tener de por sí la mente bien
estructurada, se han cuidado de pulirla mediante el estudio y el saber. Éstos,
aun cuando la libertad se hubiese perdido irremediablemente, la imaginarían, la
sentirían en su espíritu, hasta gozarían de ella y seguirían odiando la
servidumbre por más y mejor que se la encubriera.
El Discurso de la Servidumbre Voluntaria (II)
Hay tres clases
de tiranos: unos poseen el Reino gracias a una elección popular, otros a la
fuerza de las armas y los demás al derecho de sucesión. Los que lo han adquirido
por el derecho de la guerra se comportan, todo el mundo lo sabe, como en país
conquistado. Los que nacen reyes no acostumbran a ser mucho mejores, sino que,
por haber nacido y sido educados en el seno de la tiranía, sorben con la leche
la naturaleza misma del tirano y consideran a los pueblos que les están
sometidos como a siervos traspasados por herencia y además, según sus
inclinaciones preferidas, se muestran avaros o pródigos y usan del Reino cómo
de su propia herencia. Aquel que detenta el poder gracias al voto popular
debería ser, a mi entender, más soportable, y lo sería, creo, de no ser porque
a partir del momento en que asume el poder, situándose por encima de todos los
demás, halagado por lo que se da en llamar grandeza, toma la firme resolución
de no abandonarlo jamás. Acostumbra a considerar el poder que le ha sido
confiado por el pueblo como un bien que debe transmitir a sus hijos. Ahora
bien, a partir del momento en que él y sus hijos conciben esa idea funesta, es
extraño comprobar cómo superan en vicios y crueldades a los demás tiranos. No
ven mejor manera de consolidar su nueva tiranía sino incrementando la
servidumbre y haciendo desaparecer las ideas de libertad con tal violencia que,
por más que el recuerdo sea reciente, pronto se desvanece por completo en la
memoria.
Así pues, a decir
verdad, veo claramente que hay entre ellos alguna diferencia, pero no veo
elección posible entre ellos, pues, si bien llegan al trono por caminos
distintos, su manera de reinar
es siempre aproximadamente la misma. Los elegidos por el pueblo lo tratan como
a un toro por domar, los conquistadores lo convierten en una presa sobre la que
ejercen todos los derechos, y los sucesores lo tienen por un rebaño de esclavos
que les pertenece por naturaleza.
A propósito, quisiera
formular una pregunta: si por ventura nacieran hoy personas totalmente nuevas,
que no estuvieran acostumbradas a la sumisión ni atraídas por la libertad, que
no supieran siquiera qué es ni la una ni la otra y se les diera a elegir entre
ser siervos o vivir en libertad, ¿qué preferirían? No cabe duda de que elegirían
obedecer tan solo a su propia razón que servir a un hombre, a no ser que sean
como esos judíos de Israel que, sin coacción ni necesidad algunas, se
entregaron al tirano Saúl. No puedo leer la historia de ese pueblo sin sentir
un gran despecho, que podría incluso llevarme a mostrarme inhumano con él,
hasta el punto de alegrarme de todos los males que más tarde padecieron.
Porque, para que los hombres, mientras quede en ellos algún vestigio de
humanidad, se dejen someter, deben producirse de dos cosas una: o bien están
obligados, o bien han sido engañados.
Obligados ya sea
por fuerzas extranjeras, como Esparta y Atenas por el ejército de Alejandro, ya
sea por facciones, como cuando el gobierno de Atenas, en época anterior, cayó
en manos de Pisístrato, que se hizo del poder apoyándose en los pequeños
campesinos de la montaña. Por engaño también pierden los hombres su libertad,
pero en tal caso, son con menos frecuencia seducidos por otro que por su propia
ceguera. Así, el pueblo de Siracusa antigua capital de Sicilia, asediado por
todas partes por el enemigo, sin pensar en otra cosa que en el peligro
inmediato y sin prever el porvenir, eligió a Dionisio I y le dio el mando
general de los ejércitos. No tuvo en cuenta a quién había otorgado tanto poder,
de modo que ese astuto y habilidoso guerrero, al volver victorioso, como si no
hubiera vencido al enemigo sino a sus propios conciudadanos, pasó a ser,
primero, capitán rey y después, rey tirano.
No es fácil
imaginarse hasta qué punto un pueblo, sometido de esta forma por la astucia de
un traidor, puede caer en el envilecimiento y hasta en tal olvido de sus
derechos que ya será casi imposible despertarlo de su torpor para que vuelva a
reconquistarlos, sirviendo con tanto afán y gusto que se diría, al verlo, que
no tan solo ha perdido la libertad, sino también su propia servidumbre para
abotargarse en su esclavitud. Es cierto que, al principio, se sirve porque se
está obligado por la fuerza. Pero los que vienen después se acostumbran y hacen
gustosamente lo que sus antecesores habían hecho por obligación.
Así, los hombres
que nacen bajo el yugo, educados y criados en la servidumbre, sin mirar más
allá, se contentan con vivir como nacieron y, sin pensar en tener otro bien ni
otro derecho que el que encontraron, aceptan como algo natural el estado en que
nacieron. No obstante, no hay heredero, por pródigo o despreocupado que sea,
que no repase alguna vez los registros de su padre para comprobar si disfruta
realmente de todos los derechos de sucesión y si nadie se ha apoderado de los
que le corresponden a ellos o a sus antecesores. Pero, en general, la
costumbre, que ejerce tanto poder sobre nuestros actos, lo ejerce sobre todo
para enseñarnos a servir: tal como cuentan de Mitrídates, quien se habituó a
ingerir veneno, es la costumbre la que consigue hacernos tragar sin repugnancia
el amargo veneno de la servidumbre.
No puede negarse que
la naturaleza es la que nos orienta ante todo según las buenas o malas
inclinaciones que nos ha otorgado; pero hay que confesar que ejerce sobre
nosotros menos poder que la costumbre, ya que por bueno que sea lo natural, si
no se lo fomenta, se pierde,
mientras que la costumbre nos conforma siempre a su manera, pese a nuestras
inclinaciones naturales. Las semillas del bien, que la naturaleza deposita en
nosotros, son tan frágiles que no pueden resistir al más mínimo impacto de las
pasiones, ni a la influencia de una educación contraria. Tampoco se conservan
muy bien, degeneran fácilmente, se funden y se convierten en nada, al igual que
los árboles frutales, que, al tener todos su particularidad, conservan su
especie mientras se los deja crecer naturalmente, pero que la pierden en
seguida para dar otros frutos muy distintos en cuanto se les injerta. Las
hierbas tienen también cada una su propiedad, su característica natural y su singularidad; sin embargo, el hielo, el
tiempo, el terreno, o la mano del jardinero, deterioran o mejoran, según los
casos, su calidad; la planta que vimos en un lugar puede ser irreconocible en
otro.Quien haya visto en su casa a los venecianos, esa gente que vive con tanta libertad que el más infeliz se negaría a ser rey y que, nacidos y educados todos de esta forma, no conocen otra ambición que la de conservar y fomentar la libertad; así enseñados y hechos desde la cuna, hasta el punto de que no cambiarían su libertad por todas las venturas terrenales, quien haya visto, pues, a esos hombres y viajara después a las tierras del que llamaremos gran señor, al encontrar allí a gentes que no nacieron más que para servirle y que, para mantener el poder de su amo, le han dedicado toda su vida, ¿pensaría acaso que unos y otros son de la misma naturaleza, o creería que, al salir de la ciudad de los hombres, ha entrado en un parque de animales?
Cuentan que
Licurgo, el civilizador de Esparta, había criado a dos perros hermanos,
amamantados con la misma leche, uno cebado en la cocina, el otro corriendo por
los campos al son de la trompa y el cuerno. Al querer mostrar al pueblo
lacedemonio que los hombres son tal como los hace su educación, expuso los dos
perros en la plaza pública y colocó entre ellos un plato de sopa y una liebre.
Uno corrió al plato de sopa y el otro a la liebre. “Sin embargo, _dijo_ son hermanos.”
Pues bien, ese legislador supo educar tan bien a los lacedemonios que cada uno
de ellos habría preferido cien veces morir que reconocer a otras instituciones
que las de Esparta.
sábado, octubre 13, 2018
El Contra Uno. El Discurso de la Servidumbre Voluntaria (I)
Para obtener el bien que desea, el hombre
emprendedor no teme el peligro, ni el trabajador sus penas. Sólo los cobardes,
y los que ya están embrutecidos, no saben soportar el mal, ni obtener el bien
con el que se limitan a soñar. La energía de ambicionar ese bien les es
arrebatada por su propia cobardía; no les queda más que soñar con poseerlo. Ese
deseo, esa voluntad innata, propia de cuerdos y locos, de valientes y cobardes,
les hace ansiar todo aquello cuya posesión los hará sentirse felices y
satisfechos. Hay, no obstante, una cosa, una sola, que los hombres, no sé por
qué, no tienen siquiera la fuerza de desear: la libertad, ese bien tan grande y
placentero cuya carencia causa todos los males; sin la libertad todos los demás
bienes corrompidos por la práctica cotidiana de la servidumbre pierden por
completo su gusto y su sabor. Los hombres solo desdeñan, al parecer, la
libertad, porque de lo contrario, si la desearan realmente, la tendrían. Actúan
como si se negaran a conquistar tan precioso bien únicamente porque se trata de
una empresa demasiado fácil.
¡Pobres y miserables gentes, pueblos
insensatos, naciones obstinadas en vuestro propio mal y ciegas a vuestro bien!
Dejan que les arrebaten, ante sus narices,
la mejor y más clara de sus ganancias, que saqueen sus campos, que invadan sus
casas, que las despojen de los viejos muebles de sus antepasados. Viven de tal modo
que ya no pueden vanagloriarse de que lo suyo les pertenece. Es como si
consideraran ya una gran suerte el que les dejen tan solo la mitad de sus
bienes, de sus familias y de sus vidas. Y tanto desastre, tanta desgracia,
tanta ruina no proviene de muchos enemigos, sino de un único enemigo; aquel a
quien ustedes mismos han convertido en lo que es, por quien hacen con tanto
valor la guerra y por cuya grandeza se juegan constantemente la vida en ella.
No obstante, ese amo no tiene más que dos
ojos, dos manos, un cuerpo; nada que no tenga el último de los hombres que
habitan el infinito número de nuestras ciudades. De lo único que dispone además
de los otros seres humanos es de un corazón desleal y de los medios que ustedes
mismos le brindan para destruirlos. ¿De dónde ha sacado tantos ojos para espiarlos
si no es de ustedes mismos? Los pies con los que recorre sus ciudades, ¿acaso
no son también los de ustedes?
¿Cómo se atrevería a imponérseles si no
gracias a ustedes; qué mal podría causarles si no estuvieran ustedes de acuerdo;
qué daño podría hacerles si ustedes mismos no fueran encubridores del ladrón
que les roba, cómplices del asesino que los extermina y traidores de su propia
condición?
Siembran sus campos para que él los
arrase, amueblan y llenan sus casas de adornos para abastecer sus saqueos, educan
a sus hijas para que él tenga con quien saciar su lujuria, alimentan a sus
hijos para que él los convierta en soldados destinados a la carnicería de la
guerra, o bien para convertirlos en ministros de su codicia o en ejecutores de
sus venganzas. Se matan de fatiga para
que él pueda ostentar su riqueza y arrellanarse en sus sucios y viles placeres.
Se debilitan para que él sea más fuerte y más duro, así como para que los
mantenga a raya más fácilmente. Y hasta deberán alegrarse de eso.
Podrían liberarse de semejantes
humillaciones, _que ni los animales soportarían_ sin siquiera intentar hacerlo;
únicamente queriéndolo. Decídanse pues a dejar de servir, y serán hombres
libres. No pretendo que lo enfrenten, o que lo sacudan, sino simplemente que
dejen de sostenerlo. Entonces habrán de ver cómo se desploma, cual un gran
coloso, privado de la base que lo sostiene.
Los médicos dicen que es inútil intentar
curar llagas incurables, y quizá por eso no actúe yo con sensatez al intentar
hacer reflexionar a aquellos que han perdido desde hace mucho tiempo todo
conocimiento y ya no sienten el mal que los aflige, pues eso confirma que su enfermedad
es mortal. Procuremos, no obstante, si podemos, descubrir cómo se arraiga esa
pertinaz voluntad de servir, que podría dejarnos suponer que, en efecto, el
amor a la libertad no es un hecho natural.
Ante todo, no cabe duda, creo, que si
viviéramos en posesión de los derechos que la naturaleza nos ofrece y según los
preceptos que nos enseña, estaríamos probable y naturalmente sometidos a
nuestros padres y al uso de nuestra razón, pero jamás seríamos siervos de
nadie. Cada cual siente en sí, en su propia naturaleza, el impulso instintivo
de la obediencia paterna y materna. En cuanto a saber si el motivo de esa
obediencia es innata o no en nosotros, debería ser objeto de un detenido debate
entre académicos y de una reflexión a fondo en las escuelas de filósofos. De
momento, no creo equivocarme diciendo que hay en nuestra alma una semilla
natural de razón que, cultivada por los buenos consejos, hace brotar en
nosotros la virtud, mientras, por el contrario, ahogada por los vicios que, con
demasiada frecuencia, nos agobian, aborta asfixiada por ellos.
Pero si algo hay claro y evidente para
todos, si algo hay que nadie podría negar, es que la naturaleza, ministro de
Dios, bienhechora de la humanidad, nos ha conformado a todos por igual y nos ha
sacado de un mismo molde para que nos reconozcamos como compañeros, o mejor
dicho, como hermanos. Y si en el reparto que nos hizo de sus dones, prodigó
alguna ventaja corporal o espiritual a unos más que a otros, jamás pudo querer
ponernos en este mundo como en un campo acotado y no ha enviado aquí a los más
fuertes ni a los más débiles. Debemos creer más bien que, al hacer el reparto,
a unos más, a otros menos, quería hacer brotar en los hombres el afecto
fraternal y ponerlos en situación de practicarlo, al tener, los unos el poder
de prestar ayuda y los otros de recibirla.
Así pues, ya que esta buena madre nos ha
dado a todos toda la tierra por morada, de cierto modo nos ha alojado a todos
bajo el mismo techo y nos ha perfilado a todos según el mismo patrón, a fin de
que cada cual pueda, como en un espejo, reconocerse en el vecino; si nos ha
dado a todos ese gran don que son la voz y la palabra para que nos relacionemos
y confraternicemos y, mediante la comunicación y el intercambio de nuestros
pensamientos, nos lleva a compartir ideas y deseos; si ha procurado por todos
los medios conformar y estrechar el nudo de nuestra alianza y los lazos de
nuestra sociedad; si, finalmente, ha manifestado en todas las cosas el deseo de
que estuviéramos, no solo unidos, sino también que, juntos, no formáramos, por
decirlo así, más que un solo ser ¿cómo podríamos dudar de que somos todos
naturalmente libres, puesto que somos todos compañeros? Y ¿podría caber en la
mente de nadie que, al darnos a todos la misma compañía, la naturaleza haya
querido que algunos fueran esclavos?
A decir verdad, no vale la pena
preguntarse si la libertad es natural, puesto que no se puede mantener a ningún
ser en estado de servidumbre sin hacerle daño: no hay nada en el mundo más
contrario a la naturaleza, llena de razón siempre, que la injusticia. Queda
pues, por decir, que la libertad es natural y que, en mi opinión, no solo
nacemos con nuestra libertad, sino también con la voluntad de defenderla. Y si
aún queda, por casualidad, alguien que siga dudando y que esté tan envilecido
como para no reconocer los bienes y los afectos innatos que le son propios,
tendré que rendirle los honores que se merece y colocar, por así decirlo, a esa
bestia en estado bruto, en situación de enseñarle cuál es su auténtica naturaleza
y condición. ¡Que Dios me ayude! Si los hombres quisieran oírlo, les gritaría:
¡Viva la libertad!
Es sabido que algunas bestias mueren tan
pronto como son apresadas. Al igual que el pez pierde la vida cuando se lo saca
del agua, muchos animales se dejan morir para no sobrevivir a su libertad
natural perdida. Otros, de los más grandes a los más pequeños, cuando son
apresados, oponen tal resistencia con las pezuñas, los cuerpos, el pico y las
patas que, con ello, manifiestan claramente el valor que otorgan al bien que
les es arrebatado. Después, una vez cautivos, dan tantas señales aparentes del
sentimiento de su desgracia que es hermoso ver cómo prefieren languidecer que
vivir, sin jamás poder complacerse en la servidumbre, gimiendo continuamente por
haber perdido su libertad. ¿Qué significa el gesto del elefante que, tras
haberse defendido hasta el límite de sus posibilidades, ya sin esperanzas, a
punto de ser apresado, aprieta las mandíbulas y rompe sus colmillos contra los
árboles, sino que, llevado por el gran deseo que le inspira el seguir libre,
como lo es por naturaleza, concibe la idea de comerciar con los cazadores y de
comprobar si, por el precio de sus colmillos, podrá librarse y si su marfil,
abandonado allí a modo de rescate, comprará su libertad?
Asimismo, por mucho que cebemos al
caballo desde que nace con el fin de acostumbrarlo a servir, por muchos
cuidados y caricias que le prodiguemos, en el momento de domarlos muerde el
freno, o cocea cuando le clavamos la espuela. Con ello, no hace más que
indicar, me parece, que si accede a servir, no es de buen grado, sino obligado
por la fuerza. ¿Qué más podemos añadir?
Así pues, ya que todo ser humano,
consciente de su existencia, siente la desgracia de la sumisión y persigue la
libertad; ya que los animales, hasta aquellos que fueron criados para el
servicio del hombre, no pueden acostumbrarse a servir sino tras manifestar su
protesta, ¿qué desventurado vicio pudo desnaturalizar al hombre, único ser
nacido realmente para vivir libre, hasta el punto de hacerle perder el recuerdo
de su estado original y el deseo de volver a él?
viernes, octubre 12, 2018
El Contra Uno. El Discurso de la Servidumbre Voluntaria. por Etienne de la Boetie
“No veo un bien en la soberanía de
muchos; uno solo sea amo, uno solo sea rey.” Así hablaba en público Ulises,
según Homero.
Si hubiera dicho simplemente: “No veo
bien alguno en tener a varios amos”, habría sido mucho mejor. Pero, en lugar de
decir, con más razón, que la dominación de muchos no puede ser buena ya que la
de uno solo, en cuanto asume su naturaleza de amo, ya suele ser dura e
indignante, añadió todo lo contrario: “Uno solo sea amo, uno solo sea rey”.
No obstante, debemos perdonar a Ulises,
quien, entonces, se vio obligado a utilizar este lenguaje para aplacar la
sublevación del ejército, adaptando, según creo, su discurso a las
circunstancias más que a la verdad. Pero, en conciencia, ¿acaso no es una
desgracia extrema la de estar sometido a un amo del que jamás podrá asegurarse
que es bueno porque dispone del poder de ser malo cuando quiere? Y, obedeciendo
a varios amos, ¿no se es tantas veces más desgraciado?
No quiero, de momento, debatir tan
trillada cuestión: a saber, si las otras formas de república son mejores que la
monarquía. De debatirla, antes de saber qué lugar debe ocupar la monarquía
entre las distintas maneras de gobernar la cosa pública, habría que saber si
hay incluso que concederle un lugar, ya que resulta difícil creer que haya algo
público en un gobierno en el que todo es de uno. Pero reservemos para otra
ocasión esta cuestión, que merece ser tratada por separado y podría provocar
por sí sola todas las discusiones políticas posibles.
De momento, quisiera tan sólo entender
cómo pueden tantos hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones
soportar a veces a un solo tirano, que no dispone de más poder que el que se le
otorga, que no tiene más poder para causar perjuicios que el que se quiera
soportar y que no podría hacer daño alguno de no ser que se prefiera sufrir a
contradecirlo.
Es realmente sorprendente _y, sin
embargo, tan corriente que deberíamos más bien deplorarlo que sorprendernos_
ver cómo millones y millones de hombres son miserablemente sometidos y
juzgados, la cabeza gacha, a un deplorable yugo, no porque se vean obligados
por una fuerza mayor, sino, por el contrario, porque están fascinados y, por
decirlo así, embrujados por el nombre de uno, al que no deberían ni temer,
puesto que está solo, ni apreciar, puesto que se muestra para con ellos
inhumano y salvaje.
¡Grande es, no obstante, la debilidad de
los hombres! Obligados a obedecer y a contemporizar, divididos y humillados, no
siempre pueden ser los más fuertes.
Así pues, si una nación, encadenada por
la fuerza de las armas, es sometida al poder de uno solo _como la ciudad de
Atenas a la dominación de los treinta tiranos_, no deberíamos extrañarnos de
que sirva; debemos tan sólo lamentar su servidumbre. O mejor dicho: no
deberíamos ni extrañarnos ni lamentarnos, sino más bien llevar el mal con
resignación y reservarnos para un futuro mejor.
Nuestra naturaleza es tal que los deberes
cotidianos de la amistad absorben buena parte de nuestras vidas. Es natural
amar la virtud, estimar las buenas acciones, agradecer el bien recibido e
incluso, con frecuencia, reducir nuestro propio bienestar para mejorar el de
aquellos a quienes amamos y que merecen ser amados. Así pues, si los habitantes
de un país encontraran entre ellos a uno de esos pocos hombres capaces de
darles reiteradas pruebas de su predisposición a inspirarles seguridad, gran
valentía en defenderlos y gran prudencia en guiarlos; si se acostumbraran
paulatinamente a obedecerle y a confiar tanto en él como para concederle cierta
supremacía, creo que sería preferible devolverle al lugar donde hacía el bien
que colocarlo allí donde es muy probable que haga el mal. Sin embargo, es al
parecer muy normal y muy razonable mostrarse buenos con aquel que tanto bien
nos ha hecho y no temer que el mal nos venga precisamente de él.
Pero ¡oh Dios! ¿qué ocurre; cómo llamar
ese vicio tan horrible; acaso no es vergonzoso ver a tantas y tantas personas,
no tan sólo obedecer, sino arrastrarse? No ser gobernados, sino tiranizados:
sin bienes, ni parientes, ni mujeres, ni hijos, ni vida propia. Soportar
saqueos, asaltos y crueldades, no de un ejército, no de una horda descontrolada
de bárbaros contra la que cada uno podría defender su vida a costa de su
sangre, sino únicamente de uno solo. No de un Hércules o de un Sansón, sino de
un único hombrecillo, las más de las veces el más cobarde y afeminado de la
nación, que no ha husmeado siquiera una sola vez la pólvora de los campos de
batalla, sino apenas la arena de los torneos, y que es incapaz no sólo de
mandar a los hombres, sino también de satisfacer a la más miserable mujerzuela.
¿Llamaremos eso cobardía; diremos que los
que se someten a semejante yugo son viles y cobardes?
Si dos, tres y hasta cuatro hombres ceden
a uno, nos parece extraño, pero es posible; en este caso, y con razón,
podríamos decir que les falta valor. Pero si cien, miles de hombres se dejan
someter por uno solo, ¿seguiremos diciendo que se trata de falta de valor, que
no se atreven a atacarlo, o más bien que por desprecio o desdén no quieren
ofrecerle resistencia? En fin, si viéramos, ya no a cien ni a mil hombres, sino
cien países, mil ciudades, a un millón de hombres negarse a atacar, a aniquilar
al que sin reparos los trata a todos como a siervos y esclavos, ¿cómo llamaríamos
eso; cobardía?
Es sabido que hay un límite para todos
los vicios que no se puede traspasar. Dos hombres, y quizá diez, pueden temer a
uno. ¡Pero que mil, un millón, mil ciudades no se defiendan de uno, no es
siquiera cobardía! Asimismo, el valor no exige que un solo hombre tome de
asalto una fortaleza, o se enfrente a un ejército, o conquiste un reino.
Así pues, ¿qué es ese monstruoso vicio
que no merece siquiera el nombre de cobardía, que carece de toda expresión
hablada o escrita, del que reniega la naturaleza y que la lengua se niega a
nombrar?
Que se pongan a un lado y a otro a mil
hombres armados, que se los prepare para atacar, que entren en combate, unos
luchando por su libertad, los otros para quitársela: ¿de quiénes creéis que
será la victoria; cuáles se lanzarán con más gallardía al campo de batalla: los
que esperan como recompensa el mantenimiento de su libertad, o los que no
pueden esperar otro premio a los golpes que asestan o reciben que la
servidumbre del adversario?
Unos llevan siempre como bandera la
felicidad de su vida pasada y la esperanza de un bienestar similar en el
porvenir; no piensan tanto en las penalidades y en los sufrimientos momentáneos
de la batalla como en todo aquello que, si fueran vencidos, deberían soportar
para siempre ellos, sus hijos y toda la posteridad. Los otros, en cambio, no
tienen mayor incentivo que la codicia, que, con frecuencia, se mitiga ante el
peligro y cuyo ficticio ardor se desvanece con la primera herida.
En batallas tan famosas como las de
Milcíades, Leónidas y Temístocles, que tuvieron lugar hace dos mil años y que
están tan frescas en la memoria de los libros y de los hombres como si acabaran
de celebrarse, ¿qué dio _para mayor gloria de Grecia y ejemplo del mundo entero_
a tan reducido número de griegos, no el poder, sino el valor de contener
aquellas formidables flotas que el mar apenas podía sostener, de luchar y
vencer a tantas naciones, cuyos capitanes enemigos todos los soldados griegos
juntos no habrían podido rivalizar en número? En aquellas gloriosas jornadas,
no se trataba tanto de una batalla entre griegos y persas como de la victoria
de la libertad sobre la dominación, de la generosidad sobre la codicia.
¡Son realmente fabulosos los relatos de
gloriosas gestas que la libertad inscribe en el corazón de aquellos que la
defienden!
Pero, ¿quién creería, si sólo lo oyera y
no lo viera, que en todas partes, cada día, un solo hombre somete y oprime a
cien mil ciudades privándolas de su libertad? Si sucediera en un país lejano y
alguien viniera a contárnoslo, ¿quién creería que no es pura invención? Sin
embargo, si un país no consintiera dejarse caer en la servidumbre, el tirano se
desmoronaría por sí solo, sin que hubiera que luchar contra él, ni defenderse
de él. La cuestión no reside en quitarle nada, sino en nada darle.
Que una nación no haga esfuerzo alguno
por su felicidad, si no quiere: ahora bien; que no se forje ella misma su
propia ruina. Son pues, los propios pueblos los que se dejan, o mejor dicho, se
hacen encadenar, ya que con sólo dejar de servir, romperían sus cadenas.
Es el pueblo el que se somete y degüella
a sí mismo; el que teniendo la posibilidad de elegir entre ser siervo o libre,
rechaza la libertad y elige el yugo; el que consiente su mal, o peor aun, lo
persigue. Si le costara algo recobrar la libertad, no tendría por qué darse
prisa alguna, aunque recuperar los derechos naturales y, de bestia, volver a
ser hombre deberían ser las cosas que más tendría que desear. Sin embargo, no
exijo de él tanto valor: no quiero siquiera que ambicione no sé qué seguridad
de vivir algo más desahogadamente.
Pero ¿es que no está claro? Si para
obtener la libertad no hay más que desearla; si para ello, basta con quererla
¿habrá nación alguna en el mundo que estime su precio aún demasiado elevado
para obtenerla mediante un simple deseo; quién puede lamentar el sentir la
voluntad de recobrar un bien que debe ser reconquistado a costa de la propia
vida? Pues la pérdida de ese bien, amarga la existencia de cualquier hombre de
honor y convierte la muerte en alivio.
Al igual que el fuego de una pequeña chispa
se hace grande y no cesa de crecer, pues cuanta más leña encuentra a su paso
más abrasa, aunque acaba por consumirse y apagarse solo si se le deja de
alimentar, los tiranos, cuanto más saquean, más exigen, cuanto más arruinan y
destruyen, más se les alimenta y más se les ceba; se consolidan entonces aun
más y se hacen siempre más fuertes con el fin de aniquilar y arrasarlo todo.
Pero, si no les diéramos nada, si no les obedeciéramos, aun sin luchar contra
ellos ni atacarlos, se quedarían desnudos y vencidos, al igual que el árbol,
cuyas raíces ya no reciben savia, pasa a ser muy pronto un tronco seco y
muerto.
miércoles, octubre 03, 2018
Del blog de Silvio.
Hay dos comentaristas habituales del blog Segunda Cita que no tienen pelo en la lengua.
Son comunistas diferentes.
Las verdaderas respuestas a las arbitrariedades del sistema cubano deben buscarse en este blog (separando la hojarasca, por supuesto), viniendo de personas que conocen el sistema mejor que otros filósofos de palco.
René R R es un médico retirado, comunista de siempre, revolucionario desde la clandestinidad.
Normas trv es comunista también, pero ciega tampoco.
Silvio tira unos bombazos que no he escuchado ni en Catorce y Medio.
René R R en octubre 2/2018 a las 8:07 am.
Son comunistas diferentes.
Las verdaderas respuestas a las arbitrariedades del sistema cubano deben buscarse en este blog (separando la hojarasca, por supuesto), viniendo de personas que conocen el sistema mejor que otros filósofos de palco.
René R R es un médico retirado, comunista de siempre, revolucionario desde la clandestinidad.
Normas trv es comunista también, pero ciega tampoco.
Silvio tira unos bombazos que no he escuchado ni en Catorce y Medio.
René R R en octubre 2/2018 a las 8:07 am.
Bueno,con
mucho respeto pero aqui se viola la Constitucion actual todos los dias por
funcionarios que tienen el deber de respetarla, y hasta por ´´el pinto de la
paloma´´. Desde que te levantas hasta que te acuestas ves violaciones de la
constitucion y otras leyes diariamente. Lo mismo el policia que te detiene en
la calle para registrarte la jaba o el paquete que llevas, como detenerte el
vehiculo para preguntarte quienes son los que llevas adentro. Negarte la
entrada a un sitio publico porque puedes ´´contaminar a los turistas
extranjeros´´. Hay sitios en las playas en que tienes que caminar con los pies
en el agua porque la arena esta´ vedada ya que ´´pertenece´´ al hotel. Existe
una cosa horrorosa que se llama o le dicen ´´peligrosidad´´ y pasan dias y dias
sin ponerte a disposicion de los tribunales. EL SOBRINO DE UN AMIGO LO
DETUVIERON CON UNA JABA DONDE LLEVABA UN PEDAZO DE CARNE DE RES , Y LO
MANTUVIERON DETENIDO UN MES HASTA QUE DIJO A QUIEN SE LO HABIA COMPRADO;
pendiente de juicio, decidio´ marcharse ilegalmente del pais. Y asi´,
cualquiera tira la Constitucion actual a mierda. Espero, tengo la esperanza,
que con esta nueva que eligiremos no sucedan esta cosas. La esperanza es lo
ultimo que se pierde. Mientras estas cosas suceden, tienes que ´´dispararte´´ a
unos cuantos teoricos parloteando sobre la Constitucion por los medios
...bla,bla,bla...R3.
Y Silvio le contesta a las 8:19 am.
Y
primero te detienen y después te investigan, y se pueden meter muchos meses
investigando hasta que al fin presentan cargos. Y después, como no tienen nada
sólido que reprocharte, la fiscalía se pasa meses del día en que por ley te
debe presentar cargos. Y nadie te dice nada, y tú sembrado en una prisión
durante casi año y medio, como le pasa a un compañero de Ojalá que tienen en el
Combinado Sur de Matanzas. Y déjame callarme....
norma trv en septiembre 29/218 10:47 am
Decir
que José Martí era partidario de un partido único sería decir una mentira. Martí
creó el Partido Revolucionario Cubano para unir a todo el que quisiera luchar
por la independencia de Cuba (y de Puerto Rico) pero jamás negó la existencia
de otros partidos.
Por ahí van los tiros, estoy seguro. La Perestroika Cubana va! Pero primero hay que tener Glasnost.
viernes, septiembre 28, 2018
Saco y la anexión (V)
Esta colonia, aunque con suma repugnancia
de la madre patria, gozó de algunos derechos políticos en tres intervalos que
corrieron de 1812 á 1836 pero desde entonces cayó de nuevo, y de una vez, bajo
el despotismo colonial. En la constitución promulgada en 1837, se ofreció gobernar
a Cuba por leyes especiales; y aunque hace más de once años que la nación,
congregada en cortes constituyentes, le hizo esta solemne promesa, a la hora en
que esto escribo, ni los gobernantes de Cuba tienen menos facultades, ni los
gobernados más derechos que en los tiempos de Carlos IV. Nada exagero al
afirmar que menos oprimidos vivían los cubanos bajo el cetro absoluto de los monarcas
de Castilla que en los días constitucionales de la reina Isabel II. Ellos pagaban
entonces menos contribuciones, relativamente a sus riquezas; de hecho gozaban
de cierta tolerancia y libertad, que hoy sería delito practicar; la persecución
política era desconocida, porque el gobierno era menos suspicaz; a pesar de que
hoy existen honrosas excepciones, la generalidad de los empleados, que de
España pasaban a aquel país, eran menos insolentes y corrompidos; ejercían los
cubanos en su propia tierra todos los empleos municipales y se les llamaba a la
carrera de las armas, a la magistratura,
y hasta al gobierno civil y militar de los pueblos. Pero hoy, la peor tacha que
para ocupar estos puestos se le puede poner a un cubano, es la de haber nacido
en Cuba ;
y si alguno por casualidad los alcanza, es a fuerza de paciencia, de empeños y
de dinero. El talento y la instrucción, la
honradez y el patriotismo, prendas tan estimadas en otros países, son en Cuba
un crimen imperdonable; y mientras la suerte de la patria está confiada a manos
torpes e impuras, los cubanos de buena ley, o arrastran su vida proscriptos
en tierras extranjeras, o para escapar
de la persecución tienen que buscar un refugio en la oscuridad o en el
silencio. Tal es la brillante posición que ocupa hoy el cubano en el suelo que
le vio nacer: tales las caricias con que le agasaja la mano paternal del gobierno. Yo he
observado en América y Europa que los criollos de las colonias de Francia y de
Inglaterra se glorian en llevar dictados de ingleses y franceses, y a mucha
honra tienen el identificarse con sus progenitores de sus respectivas
metrópolis. ¿Por qué, pues, no sucede lo mismo a los cubanos? Porque la ley
eterna que escribió Naturaleza en el corazón del hombre, prohíbe que amemos al tirano que
nos oprime, aunque sea nuestro propio padre.
Lástima da oír los motivos que se alegan
para gobernar a Cuba
despóticamente. Afirman, en primer lugar, que la libertad concedida a las
colonias del
continente por la constitución de 1812, fue el origen de la independencia.
Absurdo mayor difícilmente se puede cometer. La idea de la independencia se
puede decir que empezó con la conquista, y así lo comprueban los recelos y
desconfianza del
gobierno contra Colón y Cortés; las
ambiciones personales de los jefes que en ellas mandaban, y las guerras civiles del Perú. Gritos de
independencia resonaron en el siglo XVIII; independencia era el noble
sentimiento que ardía en el pecho de los americanos desde las márgenes del San Lorenzo hasta el
estrecho de Magallanes. ¡Por independencia debían suspirar tantos pueblos
esclavizados!
Véanse aquí trazadas en compendio las
causas verdaderas de la independencia de las colonias españolas. Lo único que
les faltaba para realizar sus deseos era una coyuntura favorable, y esta se les
presentó con la invasión de España por las tropas francesas en 1808. Así fue,
que desde entonces se empezó a descomponer el edificio gótico colonial, y
algunas de las columnas que lo sustentaban se desplomaron, incluso antes de
haberse publicado la constitución de 1842. Lo admirable es, que tan inmensos países,
tan arbitrariamente gobernados, y tan distantes de Europa, hubiesen permanecido
encadenados hasta el siglo XX a una metrópoli tan decadente como España. Y ya
que esta nación desventurada, en medio de las tormentas que la sacuden, lucha
por regenerarse, procure afianzar su poder en Cuba bajo los principios
conciliadores de una libertad racional. La independencia de aquella isla es un
acontecimiento muy improbable; y tanto más improbable, cuanto más justo y
templado sea el gobierno que la dirija. Tome España lecciones de los pueblos
que están más adelantados que ella. Vea cómo ni Inglaterra ni Francia han
temido conceder derechos políticos a sus colonos. Aquella perdió los Estados Unidos;
mas no por eso privó de libertad a las colonias que la gozaban, ni menos dejó
de dispensarla al Canadá, que carecía de ella, cuando lo ganó por conquista, a
pesar de su contacto inmediato con la república americana . Ese mismo Canadá se sublevó contra
su metrópoli en 1839; pero esta, después de haberlo subyugado, no apeló al
despotismo para gobernarlo, sino a las mismas libres instituciones que le había
concedido.
Pero Inglaterra, y esta es la segunda
razón que invocan para oprimirnos, Inglaterra es una nación poderosa, y puede
sujetar las colonias que se le alcen; más España, siendo débil, perdería las
que le quedan si renunciase al despotismo. Cabalmente de aquí se infiere todo
lo contrario; pues por lo mismo que Inglaterra es fuerte, podría abusar de su
poder esclavizando sus colonias, sin cuidarse del enojo que les causara; mas
España , que siente sus pocas fuerzas , debe ser mas moderada y circunspecta en
el ejercicio de su autoridad, pues en la hora del peligro cuenta con menos
recursos para someter los pueblos que su tiranía ha irritado.
Dicen, por último, que como
en Cuba
hay esclavos negros, no es dable que los blancos tengan libertad política. Hace
once años que examiné detenidamente esta materia en Examen analítico, publicado
en Madrid en
1837 y trabajo me cuesta resistir a la tentación de insertar aquí todas las
razones que expuse entonces; pero omitiéndolas, en gracia de la brevedad, me
contentaré con transcribir lo relativo a las Antillas inglesas:
"Pero estrechemos más las distancias
y pasemos a considerar las colonias inglesas en el mismo archipiélago de las
Antillas. Regidas están por un gobierno liberal y en casi todas se congrega
anualmente una asamblea legislativa nombrada por el pueblo, sin que la gente de
color haya tomado nunca parte en su formación. La prensa no está sujeta a
trabas ni censura; y no solo es libre como
en Inglaterra, sino que está exenta de ciertas cargas que sufre en la
metrópoli. Para hacer más patente el punto que
estoy demostrando, muy importante será enumerar la población blanca y de color
de esas colonias, pues así aparecerá la enorme diferencia que hay entre ellas y
Cuba y Puerto-Rico. Y como
el establecimiento de las asambleas anglocoloniales no es de fecha reciente,
daré más fuerza á mis razones, citando siempre que pueda, no los últimos censos
de esas islas, sino otros formados en años anteriores.
Isla
|
Año
|
Blancos
|
De Color
|
Proporción
|
|
1817
|
35000
|
375000
|
0.09
|
|
1774
1828
|
1590
1980
|
37808
33905
|
0.04
0.06
|
|
1805
1830
|
900
450
|
15883
13719
|
0.06
0.03
|
|
1786
1832
|
16467
12800
|
62753
88084
|
0.3
0.1
|
|
1826
|
1610
|
21881
|
0.07
|
|
1834
|
4500
|
12000
|
0.4
|
|
1788
1831
|
1236
840
|
15412
20000
|
0.08
0.04
|
Monserrate
|
1791
1828
|
1300
315
|
10000
7065
|
0.1
0.04
|
San Vicente
|
1812
1825
|
1053
1301
|
26402
26604
|
0.04
0.05
|
|
1827
|
834
|
28334
|
0.03
|
El estado que precede demuestra
evidentemente que las colonias inglesas, teniendo una población de color que,
comparada con los blancos es muchísimo más numerosa que la de Cuba y Puerto Rico,
gozan sin embargo de las ventajas de un gobierno liberal. Y cuando este
espectáculo hiere incesantemente todos nuestros sentidos, ¿qué razones se
podrán alegar para que en las provincias hispanoultramarinas no se establezcan
instituciones semejantes?»
España, oprimiendo a sus colonias, ha
perdido un continente. Ensaye ahora para los restos preciosos que le quedan un
nuevo modo de gobierno, el único compatible con sus actuales instituciones y
con las urgentes necesidades de Cuba .
La libertad que a esta se conceda, en vez de relajar los vínculos que la ligan
con su metrópoli, servirá para apretarlos, pues reparando injusticias y
agravios envejecidos, desarmará la cólera secreta de un pueblo que hoy gime
encadenado. Engañan al gobierno los que le dicen que ese pueblo está contento.
Por mal que suene mi voz a sus oídos, le importa mucho escucharla pues, exenta
de todo temor y de toda esperanza, le habla francamente la verdad. Si en el
mundo hay alguna colonia que no tenga simpatías con su metrópoli, Cuba es esa
colonia. Créame el gobierno, porque soy cubano y porque además de ser cubano sé
cómo piensa mi país. Hay tiempo todavía de ganarse el corazón de aquellos
moradores; pero esto no se consigue con bayonetas, proscripciones ni patíbulos.
Comience una nueva era para todos; cese la mortal desconfianza con que se mira a
los cubanos; dénseles derechos políticos; ábranseles libremente todas las carreras
y fórmese una legislatura colonial para que ellos tomen parte en los negocios
de su patria; pero si en vez de este camino, sigue el gobierno la marcha
tortuosa que lleva hasta aquí, tenga por cierto que el descontento crecerá y día
podrá llegar en que, pospuestos los intereses materiales, único dique que al
presente contiene los justos deseos de libertad, estalle una revolución que,
sea cual fuere el resultado para Cuba, para España será siempre funesto.
Vivimos en una época de grandes acontecimientos y nadie puede pronosticar hasta
dónde llegarán las cosas si España se hallase envuelta en una guerra europea o
despedazada por la anarquía. La palabra anexión empieza a repetirse en Cuba; el
extraordinario engrandecimiento de los Estados Unidos y la plácida libertad de
que gozan, son un imán poderoso a los ojos de un pueblo esclavizado; y si
España no quiere que los cubanos fijen la vista en las refulgentes estrellas de
la constelación norteamericana, dé pruebas de entendida, haciendo brillar sobre
Cuba el sol de la libertad.
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